La fecha: AÑO 1000. Se decía sobre Silvestre II que el propio Satanás había encargado a uno de sus demonios que tenía apariencia de mujer, a un súcubo, que le vigilase siempre.
El lugar: ROMA. El súcubo encargado de vigilar al papa se llamaba Meridiana y tan fuerte fue la atracción que sintió por Silvestre que renunció a su inmortalidad a cambio de permanecer con su hombre.
La anécdota: Se dice también que del interior de la tumba de Silvestre II brota el agua abundante cada vez que la muerte ronda a un nuevo romano pontífice.
Unos ojos inquietos y timoratos se dirigían hacia la Basílica de San Juan de Letrán cada vez que un pontífice estaba a punto de rendir su alma ante el Altísimo. La leyenda medieval pervive todavía hoy. Aludimos, cómo no, al mito de la tumba de Silvestre II, trigésimo noveno pontífice de la Iglesia Católica. El Papa del primer milenio, pues su reinado se extendió desde el año 999 hasta el 1003. Silvestre II fue aclamado ya en su elección como pontífice, pero muy pronto circularon los rumores del pueblo, ganándose a pulso o no que le motejasen El Mago y El Druida. Hubo quienes aseguraron incluso que había pactado con el mismísimo diablo. ¿Acaso fue el Papa de Satanás? Cuenta la leyenda popular que Gerbert d’Aurillac, como se llamaba en realidad Silvestre II, visitaba desde crío a un ermitaño temido por todos que vivía refugiado en el bosque.
Un tubo de madera
Movido por la curiosidad del niño, Gerbert tuvo oportunidad de aprender de él los secretos de la magia celta. Se contaba, además, que, en cierta ocasión, unos monjes hallaron al joven Gerbert tallando un tubo de madera, a modo de rudimentario telescopio, con el que pretendía estudiar el firmamento. Tanto les impresionó el muchacho que decidieron acogerle en su monasterio y proporcionarle una esmerada educación. Ahí surgió de verdad el amor de Gerbert por la sabiduría. Sin embargo, la historia más espeluznante que circulaba entre los coetáneos de Silvestre II era sin duda la que aseguraba que el propio Satanás había encargado a uno de sus demonios, con apariencia de mujer para más inri, a un súcubo, que le vigilase en todo momento. El nombre de esa falsa dama de las tinieblas era Meridiana y su belleza, sobrehumana. De tanto acechar a Silvestre II, Meridiana no tardó en sucumbir ante su sabiduría. Tan fuerte fue la atracción que sentía por él, que renunció a su inmortalidad a cambio de permanecer con su hombre. Vivieron así amancebados y al final de su existencia terrenal se les inhumó juntos. El colmo de la insólita leyenda afirmaba así que todo un Papa había sido enterrado con su amante en la misma sede pontifical.Pero los relatos fantásticos tampoco acabaron ahí. Existen narraciones que situaban a Silvestre en el altar de la Santa Croce, oficiando la Misa, cuando le sobrevino la muerte. Fue entonces cuando empezó a sentirse mal y, en un momento de arrepentimiento, confesó que desde joven había vendido su alma al diablo a cambio de atesorar el poder. Silvestre II pidió así perdón a Dios y suplicó que, en el instante en que su corazón dejase de latir, lo descuartizaran y colocasen todos sus restos desperdigados en un carro que estuviera tirado por bueyes. «Allá donde se paren los bueyes –advirtió él–, indicarán el lugar exacto donde debe estar mi sepulcro». Acto seguido, el Papa expiró y los obispos cumplieron su última voluntad. Los animales se detuvieron poco después a la puerta de la Basílica de Letrán, donde se le sepultó. El sucesor y amigo de Silvestre II, el Papa Sergio IV, mandó inscribir en su lápida este sentido epitafio: «Llevaba un lustro realizando las funciones de Pedro cuando le sorprendió la muerte y el mundo se heló de espanto».
Crujir de huesos
Tras el sepelio, circuló otro relato aún más inverosímil, según el cual al aproximarse la muerte de un pontífice sigue percibiéndose hoy con nitidez el crujido de los huesos de Silvestre II desde el interior de su tumba, a modo de presagio, mientras brota de la lápida un chorro de agua tan abundante que llegan a formarse charcos de barro alrededor de la misma, en señal de que la parca ronda a un nuevo Papa. Hasta aquí, la leyenda negra de Silvestre II, quien a decir verdad llegó a formarse en Barcelona y tuvo maestros árabes en Córdoba y Sevilla, donde también residió. De España se trasladó a Roma con el Obispo Hatto de Vich, su maestro en teología, y luego Juan XIII le recomendó al emperador Otón I, quien a su vez le envió a Reims con el archidiácono Gerannus. Siendo Papa, Silvestre II se opuso a los abusos de los sacerdotes causados por la simonía y el concubinato, preocupado de que solamente hombres capaces, con vidas ejemplares sin mácula, pudiesen ser obispos. Si hay un Papa que ha dado rienda suelta a la leyenda ha sido él, sobre quien se ha afirmado también que introdujo el uso de los números árabes en Europa y hasta inventó el reloj de péndulo, como ya vimos (LA RAZÓN, 9-II-2020).
La estatua parlante
Otra célebre leyenda que persiguió a Silvestre II en vida y tras su muerte aludía a un supuesto busto de bronce fabricado en tiempos de su elección papal. Se decía que la estatua en cuestión estaba poseída por un demonio o una especie de espíritu burlón, y que Silvestre la colocó en sus propios aposentos. Así, cuando le asaltaba alguna duda preguntaba directamente a la efigie y ésta afirmaba o negaba con un movimiento de cabeza lo más conveniente en cada momento. Algunos llegaron a afirmar que la habían oído hablar, y otros incluso que predecía el futuro.
Nadie duda, por otra parte, que aquellos años del cambio de milenio estuvieron llenos de oscurantismo, superstición, misterio y hasta miedo. Ese siniestro contexto constituyó, precisamente, el caldo de cultivo perfecto para que aflorasen toda suerte de leyendas por increíbles que resultasen en torno a la denostada figura del Papa Silvestre II.
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