Job, la prensa española y el coronavirus
Publicado por Ignacio Carbajosa y Alfonso Calavia
Como a Job, de repente, la realidad se nos ha impuesto sin tapujos, arrancando de cuajo el velo del sopor al que nos habíamos acostumbrado. Lo ha señalado agudamente J. Á. González Sainz: «En la vida de un país o de una persona, hay veces en que la realidad, la realidad más descarnadamente real, la más cruda y menos guisada por las recetas y los cocineros de mentalidades y relatos, irrumpe de repente con una violencia pavorosa a la que no estábamos acostumbrados». Poco sirven entonces nuestras defensas; es más, continúa el escritor, «el hábito de sustitución de las cosas y los hechos por su uso estratégicamente fraudulento, de la realidad por la ideología, de la verdad por la costumbre impune del embuste y de lo crucial por la banalidad nos pone en las peores condiciones para enfrentarnos a una venganza de la realidad en toda regla» (El Mundo, 20 de marzo).
«La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos», afirma el también escritor Antonio Muñoz Molina. ¿Qué terreno habitábamos antes? «Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma» (El País, 25 de marzo). El virus, apunta la novelista uruguaya Carmen Posadas, «nos ha obligado a regresar a un terreno hasta ahora abandonado: el de los hechos» (ABC, 13 de abril).
Elifaz, el primer amigo, se reviste de «budista». Visto que la satisfacción de nuestros deseos está más allá de la puerta —ahora cerrada—, cerremos también el grifo del deseo, como nos propone Lorena G. Maldonado: «Ahora tenemos tiempo para ponernos budistas si nos da por ahí y explorar de qué iba eso de no desear. O, al menos, de desear sin una satisfacción inmediata. De saber esperar por lo que deseamos. (…) Todo es menos sexy, pero, a cambio, es más puro» (El Español, 28 de marzo). Es una posición que se insinúa en el equilibrio que Pilar Raholase reclama a sí misma: «Soy de naturaleza optimista y tengo la enorme suerte de remontar rápidamente el ánimo, cuando las garras del pesimismo intentan atraparme, pero la nostalgia es un sentimiento resiliente, difícil de neutralizar, porque se acomoda en una tristeza suave que otorga algo de felicidad. A veces la tristeza puede ser bella, incluso agradable. Pero también puede desbocarse, porque todo momento triste tiene su demonio agazapado, preparado para atraparnos, de manera que pongo el freno racional al galope emocional, y lentamente todo vuelve a su punto de equilibrio» (La Vanguardia, 5 de abril).
¿Qué hacemos con los deseos que nos asaltan en estos días de confinamiento? «Desear siempre es un lío. Los deseos, ya se sabe, son problemáticos», decía hace ya años Rosa Montero. Siempre lúcida, desvelaba el límite de la posición budista, aunque su propuesta, «desear dentro de nuestro horizonte», se parece mucho a esa filosofía oriental: «Por eso, por esa enloquecedora falta de fiabilidad de los deseos, por su infinita capacidad para herirnos de una manera u otra, es por lo que algunas religiones y filosofías orientales preconizan su rechazo. No desear y así no sufrir. Pero los occidentales pensamos que el deseo es el motor de la vida, y que la paz que puedes alcanzar al prescindir de él se parece demasiado a la tranquilidad de un cementerio. Tal vez el quid de la cuestión consista en desear dentro de nuestro horizonte. Desear lo que podemos razonablemente obtener, lo que podemos abarcar. Disfrutar del hoy y del aquí, de los pequeños gozos (…). O sea, conseguir esa especie de tautología emocional que consiste en aprender a desear lo que uno tiene» (El País, 18 de abril de 2010).
Entra entonces el segundo amigo, Bildad, este revestido de hombre exquisitamente racional, para el que toda la realidad se reduce a lo que la razón científica puede medir y explicar. Nos lo presenta Pepa Bueno desvelando la ingenuidad de esta posición: «Nos desconcierta que la ciencia no sea monolítica. Los no creyentes corremos el riesgo de esperar de la ciencia un sustituto perfecto del Dios de los que sí creen: respuestas únicas, claras y sobre todo infalibles. Sabemos que no es así, pero no nos lo planteamos hasta que nos toca. Y ahora nos toca a todos a la vez y en circunstancias bien dramáticas» (El País, 25 de marzo). Una posición como esta es difícil que no desemboque en el nihilismo, dadas las circunstancias que atravesamos: «Por una parte, el instinto de ser abuelo me encanta», dice el músico Kiko Veneno en una entrevista, «pero por otra aplaudo la voluntad de mis hijos de no tener descendencia porque no es un buen mundo» (El País, 2 de abril).
Si tenemos suerte y nos libramos, fenomenal, pero si el bichito te toca, ¡viva la resignación! Como proclama Ángel F. Fermoselle: «Le he intentado explicar a mi hija de quince años, creo que sin suerte, que a veces la vida es una mierda, y que no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Y que los adultos tampoco podemos entender por qué es así, porque no existe una explicación. Y que el padre de su amiga Alicia puso toda la lucha; y que los médicos auxiliaron con todo su empeño, y que ni así. El coronavirus derrotó a todos» (El Español, 2 de abril). Una constatación científica. Y que nadie tire de religión, porque es claramente incompatible con la razón, como nos explica David Bollero: «Que un dios todo poderoso permita la muerte en masa de, hasta el momento, cerca de 75 000 personas en todo el mundo y el contagio de casi 1.4 millones de personas tiene un encaje muy difícil para la razón. Esa es la esencia de la religión, su antagonismo con la razón, porque cada vez que se da de bruces con ésta, apela a la fe o, lo que es lo mismo, se aferra al salvavidas de la incapacidad de l@s mortales para entender un poder superior, teniendo que resignarse a pies juntillas» (Público, 7 de abril).
En realidad, no necesitamos ofertas más o menos ventajosas para distraernos; desde hace unos años, ni siquiera estando solos conseguimos estarlo verdaderamente: «Angustia, solidaridad, aburrimiento, cariño, trabajo… Toda razón es buena para la necesidad furiosa de mensajearse sin pausa», dice Borja Hermoso. «La crisis del coronavirus ha tenido —tiene— un espejo sociológico en la explosión del coronamóvil. Está claro: en situaciones así, el ser humano e incluso algunas criaturas razonables necesitan comunicarse sin parar, en un frenético y melancólico non stop de tacto, visión y sonido» (El País, 29 de marzo). No hay peor ciego que el que no quiere ver. Rosa Montero, de nuevo, desvela la miopía de esta posición: «Vivimos en una sociedad tan progresivamente ajena a la muerte, tan alejada de los ciclos biológicos, tan medicalizada y prepotente, que a veces la gente sufre el pasajero delirio de creerse eterna. La muerte es vista como una anomalía, como un fracaso, como algo irregular. Muere quien no es capaz de seguir vivo» (El País, 22 de marzo). Los muertos deben ser daños colaterales del juego. Se supone.
Y de esta sinceridad hace gala Andrea Momoito: «¿Tienes un día de tormenta? No te preocupes, que yo te mando chistes estúpidos de esos que no paramos de mandar por WhatsApp, aunque a mí no me hagan gracia, aunque me sienta una cínica tratando de sacarle una sonrisa a otras mientras lo único que quiero hacer es ver Hospital Central. Grabo vídeos con mi compañera Andrea Liba, pienso en gifs chorras para poner en Instagram y me derrumbo después porque no me creo nada. Necesito saber que mi mundo cabe aquí, pero no cabe. (…) Que no tengo nada más que contar más allá de que estoy desesperada, que me cuesta entender tanto buen rollo y tanto optimismo, tanta llamada por Zoom, tanto mensajito, tanto aplauso y tanta mierda. (…) Solo me queda aprender a vivir con esta rabia. Esta rabia que me invade y de la que no sé a quién culpar» (Público, 10 de abril). Con la misma sinceridad, Sol Aguirre nos confiesa su receta, sin ocultar su impotencia: «Y ahí estoy, contando chorradas (…) por si alguna de ellas dispara una sonrisa donde antes se fruncía el ceño. La risa, de nuevo, como antídoto ante una realidad demasiado oscura. La risa, tan denostada a veces, siempre es mi remedio» (El Español, 3 de abril).
Desde que la amenaza llamó a nuestra puerta, la prensa española se ha poblado de «hombres de Hus». Job ha vuelto a abrir la boca urgido por circunstancias adversas. Los que se dejan tocar por el drama repiten una palabra que tiene sabor a descubrimiento: «vulnerabilidad». Parecía algo que el orgulloso humano moderno había dejado atrás, como reconoce Jorge Galindo: «El aire se siente un tanto extraño, como si viniera de un tiempo que ya asumíamos superado. Un tiempo en el que las vidas de todos, el bienestar y la convivencia eran un poco más frágiles. COVID-19 nos ha devuelto una parte de nuestra humanidad, que es la que viene con esa vulnerabilidad olvidada» (El País, 12 de marzo). La pretensión que encierra el progreso científico, nos explica Pedro. G. Cuartango, se desvela en las palabras de la serpiente tentadora del Paraíso: «Seréis como dioses», pero «justo en el momento en que el hombre acaricia la ansiada inmortalidad prometida por la serpiente, un virus desconocido se burla de todas nuestras certezas y nos coloca frente a la dolorosa conciencia de nuestros límites» (ABC, 13 de marzo).
Pero «vulnerabilidad» no es simplemente una palabra de moda. Quien la experimenta, como el viejo Job, sufre, se siente perdido, como reconoce con una sinceridad desarmante Isabel Coixet: «Todo lo que dábamos por sentado ya no está ahí. Y lo que se abre ante nosotros es una niebla espesa, ajena a la luz. Reconozco que no sé habitar este ahora, estos minutos que se me hacen eternos» (ABC, 31 de marzo). La niebla se hace aún más oscura cuando se nos presenta la no mentada, la muerte. La habíamos olvidado, nos dice Antoni Puigverd, pero «un virus llega cargado de miedos y de histeria mediática, tal vez tan solo para recordarnos que la muerte existe. Para ayudarnos a recuperar el sentido de la vida» (La Vanguardia, 26 de marzo). «Nos queda tanta muerte por delante», añade Jorge M. Reverte, «que nunca seremos capaces de comprenderla, o sea, de asir mínimamente lo que significa y, quizá por ello, nos resistimos a su llamada casi sin excepción (El País, 3 de abril).
«Miedo» es otra de las palabras que se estrenan en estos días: «el enemigo contra el que nos vemos combatiendo», dice Julián Carrón, «no es el coronavirus, sino el miedo. Un miedo que percibimos siempre y que sin embargo sale a la luz cuando la realidad desvela nuestra impotencia esencial, un miedo que con frecuencia nos supera y nos hace reaccionar a veces de forma descompuesta, llevándonos a encerrarnos, a abandonar todo contacto con los demás para evitar el contagio» (El Mundo, 3 de marzo). Lo vive en sus propias carnes Sol Aguirre: «Durante la primera semana de confinamiento tuve miedo. No ya por el virus, que también, sino por la posibilidad de que la tristeza me visitara. Me refiero a esa tristeza insoportable, duradera, que te nubla la vista y la vida. No se lo confesé a nadie porque ya sé lo que me habrían dicho: eres alegre, tienes proyectos, generas soluciones» (El Español, 10 de abril). ¿Y si la solución pasara por no censurar la pregunta sobre nuestra condición humana?
¿Cómo responde Dios a Job? En medio de la tormenta, lugar por antonomasia de las teofanías, el todopoderoso acepta el desafío del sufriente, coge el guante y comparece ante él. Pero no para responder sino para preguntar: «¿Quién es este que enturbia mis designios con palabras sin sentido? Cíñete la cintura como un hombre, Yo te preguntaré y tú me instruirás. ¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la tierra? Explícamelo, si tanto sabes. ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo sabes, o quién extendió sobre ella el cordel? ¿Sobre qué se apoyan sus pilares? ¿Quién asentó su piedra angular, cuando cantaban a una las estrellas matutinas y aclamaban todos los ángeles de Dios?» (Job 38,2-7). Las preguntas se prolongan durante cuatro capítulos abrumando al pobre Job, que ve pasar delante de sí todo el orden de la naturaleza.
Estos días, algunos periodistas han mirado a la cara estas cuestiones, abriendo una grieta en el búnker del confinamiento y reconociendo que, hasta ahora, las dábamos por descontadas. Si a alguien le parece poca novedad, que preste atención y lea a Antonio Lucas: «Igual que empiezo a descubrir a qué suena mi casa, me asombro de cosas normales que se han hecho extraordinarias» (El Mundo, 16 de marzo). Hay cosas que solo ahora echamos de menos y que pensábamos que estaban ahí, por defecto, como nos dice Lorena G. Maldonado: «Es mentira que el infierno sean los otros, como decía Sartre. Me gusta la gente, me gusta mucho, y el mundo no está, nunca estuvo tan mal hecho. Hoy celebro todos los placeres en los que nunca reparé, las cosas y los seres que di por supuestos» (El Español, 15 de marzo).
De repente, lo cotidiano se vuelve fuente de novedad: «Mientras vivíamos en la calle», afirma Salvador Sostres, «me hartaba de oír a los que querían desconectar, a los que necesitaban aire puro, a los que se quejaban de la polución, del tráfico, de la rutina, de estar todo el día trabajando… (…) Tenemos este día, este día de hoy, los ojos de tu hija de hoy, los juegos de tu hija de hoy, los besos de tu hija de hoy y esta página en que cada día escribo, como si fuera una plegaria, que aunque de repente se hiciera la noche, y nunca más volviera a salir el sol, hemos vivido la historia de belleza, amor y Gracia más extraordinaria que jamás haya sido contada» (ABC, 20 de marzo). Hasta cuando se hacen mayores y se vuelven problemáticos, esos hijos de los que habla Sostres no dejan de ser un don sorprendente, como reconoce Luz Sánchez-Mellado: «De momento, soy el blanco de sus dardos, el mono de sus ferias, la culpable de sus males y la expulsada de sus fiestas. Pero también la privilegiada invitada al fascinante espectáculo de ver vivir a esas personas que no son tuyas, pero a las que diste la vida. De sentir con ellas sus alegrías, sus miedos, sus anhelos, sus angustias y las mías. (…) Cuando todo esto pase y nos tiremos a la calle a recuperar nuestras vidas, extrañaré estos días. (…) Así que disfrutémoslos en lo que valen a la vez que los sufrimos» (El País, 19 de marzo).
Recuperemos ahora la pregunta acerca del dolor y la injusticia que habíamos dejado en suspenso. Así nos podremos sorprender de que ahora no somos capaces de «mandarlo todo a la mierda», porque, si somos sinceros, ya no podemos censurar ningunos de los dos polos: el dolor, que parece insinuar el no sentido, y la presencia de las cosas, que parece testimoniar lo contrario. Esto implica un ejercicio de libertad; nos lo propone Manuel Vicent: «Confinados en casa, con la angustia del encierro, cada uno puede purificar la mente y recuperar la moral imaginando el milagro que sucederá ahí fuera en plena naturaleza. La eclosión de las flores va a coincidir con la curva más alta de la pandemia. El polen transportado por el viento, por los pájaros y los insectos se cruzará con el aciago coronavirus en el espacio. Frente a cualquier catástrofe a la que nos conduzca la peste, el polen y las semillas sembradas esta primavera al final ganarán la batalla como siempre» (El País, 22 de marzo).
¿Basta esto para vencer el miedo? Sí, siempre y cuando, como para Job, el don que son las cosas sea desvelado por una presencia cercana, atractiva, real, concreta, capaz de abrazar el dolor. Solamente entonces el miedo puede ser vencido, como nos recuerda Carrón a través de un ejemplo eficaz: «¿Qué vence el miedo en un niño? La presencia de su madre. Este ‘método’ vale para todos. Es una presencia, no nuestras estrategias, nuestra inteligencia, nuestro valor, lo que mueve y sostiene la vida de cada uno de nosotros» (El Mundo, 3 de marzo). Le hace eco el poeta granadino Jesús Montiel: «Mis hijos no dejan de sorprenderme. Durante el confinamiento no han pronunciado una sola queja; al contrario que nosotros, los adultos. Aceptan la situación porque la verdadera normalidad de un niño es su familia. He observado que un niño, mientras se desarrolla en un entorno amoroso —que no perfecto— no ambiciona mucho más. (…) Nos bastáis vosotros, dicen. (…) Los niños son, creo, la prueba de que no estamos hechos para los planes sino para vivir amando y siendo amados. Solo así la actualidad cobra sentido y el presente no se derrumba» (The Objective, 2 de abril).
«Hace muchos años, en un encuentro con los alumnos de la escuela en donde daba clase de religión, sucedió que uno de ellos llegó muy enfadado porque uno de sus amigos había tenido un accidente de tráfico. ‘¿Cómo es posible que Dios permita el mal?’, nos espetó nada más terminar de contar el accidente. Empecé a responderle diciendo que el verdadero desafío no era que sucediesen estas cosas, sino cómo llegábamos nosotros a estos hechos. Para que pudiera entenderme, le pregunté: ‘Si en le camino de vuelta a tu casa un desconocido te diese una bofetada, ¿cómo reaccionarías?’. ‘¡Le devolvería dos?’. ‘¿Y si, al llegar a casa, fuese tu madre la que te diera la bofetada?’. Me sorprendió cómo captó la cuestión: ‘Le preguntaría por qué’. ‘La bofetada es materialmente la misma, entonces, ¿por qué has respondido de forma distinta? ¿Por qué no has pensado reaccionar con tu madre como habrías hecho con el extraño? La razón es obvia: la relación que tú tienes desde hace años con tu madre. La certeza de que ella te quiere te impide pagarle con la misma moneda y hace surgir en ti la pregunta: ¿por qué?’. Este episodio me permitió comprender que lo que marca la verdadera diferencia frente al dolor es cómo llega cada uno de nosotros a él, qué experiencia tiene a las espaldas para reaccionar de un modo u otro. ¿Qué nos permite mirarlo todo, incluso el mal, incluso lo que no comprendemos, lo que nos da miedo, lo que vacila cuando la tierra tiembla por el terremoto? Tener a nuestras espaldas una historia de relación con Dios nos permite mirarlo todo, incluso el mal, con su presencia en los ojos, sin huir y sin sucumbir a la recriminación» (¿Dónde está Dios? La fe cristiana en tiempos de la gran incertidumbre, Encuentro, Madrid 2018, p. 51).
«Les dijo a sus discípulos: Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. Porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran ni siegan; no tienen despensa ni granero, pero Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! ¿Quién de vosotros por mucho que cavile puede añadir un codo a su estatura? Si no podéis ni lo más pequeño, ¿por qué os preocupáis por las demás cosas? Contemplad los lirios, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así, vosotros no andéis buscando qué comer o qué beber, y no estéis inquietos. Por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo. Bien sabe vuestro Padre que estáis necesitados de ellas» (Lc 12,22-30).
¿La luz vino alguna vez? ¿Viene de nuevo? ¿Cómo se puede reconocer? Se puede reconocer, responde de nuevo Julián Carrón en El Mundo, «si vemos aquí y ahora personas en las que se documenta la victoria de Dios, su presencia real y contemporánea, y por ello un modo nuevo de afrontar las circunstancias, lleno de una esperanza y de una alegría normalmente desconocidas, y a la vez orientado a una laboriosidad indómita». Es lo que le ha sucedido a Juan Soto Ivars, que se declara ateo: «Por más que haya podido intentarlo, jamás he sentido la presencia de Dios, ni una «energía», ni nada. Sin embargo, algunas personas me permiten un momento de duda» (El Confidencial, 4 de abril).
Emmanuel Carrère, en su novela El reino, describe con eficacia la dinámica que lleva a aceptar algo que parecía imposible, a partir de un testimonio inaudito: «Estoy convencido de que la fuerza de persuasión de la secta cristiana nacía en gran parte de su capacidad de inspirar gestos asombrosos, gestos —y no solo palabras— que diferían del normal comportamiento humano. Los hombres están hechos de tal modo que quieren —los mejores de ellos, lo que no es ya poco— el bien de sus amigos y el mal para sus enemigos. Que prefieren ser fuertes que débiles, ricos que pobres, grandes que pequeños, dominantes que dominados. Es así, es normal, nadie ha dicho nunca que esté mal. La sabiduría griega no lo dice, la piedad judía tampoco. Ahora bien, hay unos hombres que no solo dicen, sino que hacen exactamente lo contrario. Al principio no se les comprende, no se ve la ventaja de esta extravagante inversión de los valores. Y después empiezan a comprenderlos. Se empieza a ver la ventaja, es decir, la alegría, la fuerza, la intensidad vital que extraen de esta conducta en apariencia aberrante. Y entonces ya solo queda el deseo de hacer lo mismo que ellos» (E. Carrère, El reino, Anagrama, Barcelona 2015)
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