Si Jesús, que es deidad para los creyentes, profeta para los teólogos y personaje para el resto del rebaño, si Jesús o Jesucristo o Cristo era el cordero de Dios, fabricó vino, multiplicó el pescado, se despidió con una última cena antes de morir, dejó encargado que comiéramos pan y bebiéramos para honrarle... si Jesús, en definitiva, fue un buen comensal, o al menos se esforzó notablemente por dejar claro la importancia que le otorgaba a la alimentación de sus semejantes, ¿por qué la Iglesia prohibió comer en condiciones para celebrar la presunta fecha su sacrificio? Parece una incongruencia telescópica. Veamos a partir de qué razonamientos acabamos poniéndonos tibios de torrijas en la Semana Santa.
Nicea, actual Turquía. Junio del año 325. Concluye el primer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia Cristiana. Abrazos de casulla, risas sin abrir la dentadura, a ver si me paso por tu sagrario. Un concilio ecuménico, para vuestra información, es aquel que reúne a los obispos para sentar cátedra, es decir, para fijar la doctrina, su sustento teológico y su práctica. Algo así como Madrid Fusión, pero sin público, influencers ni despiporre nocturno. El Concilio de Nicea establece 20 leyes para diversos ámbitos, como la prohibición a los prelados de morar con una mujer que no fuera madre, hermana o tía (o sea, una mujer benigna), y fija además nuevas fechas rojas de calendario, entre ellas la Pascua de Resurrección, que desliga de la Pascua judía a la que seguía asociada entre el populacho glotón. Los israelitas celebraban desde hacía eones la liberación de Egipto sacrificando un cordero y zampándoselo entero en una noche, bajo la obligación de “no romper sus huesos ni dejar trozos de carne”. Gastronomía obelíxtica (recordando al gran Uderzo) capaz de convertir en un pispás a cualquier infiel aunque fuera solo durante esa velada pantagruélica. Dame chuleta y dime judío.
La curia cristiana establece otra fecha y otro rito para su Pascua particular, ambos diametralmente opuestos: una Cuaresma estricta, o sea cuarenta días consecutivos de cenizas, rezos y llantos (“Perdona a tu pueblo, Señor”), purificados a través de la abstinencia estomacal. Un confinamiento como el que atravesamos actualmente, pero acotado a lo que entraba por la boca, al parecer gatera del alma. Comerse el cuerpo de Cristo en la efeméride de su deceso y retorno al futuro significaba ahora una falta de respeto, así que nada de carne. “Si los judíos sacrifican animales para festejar con placer, nosotros atajamos y sacrificamos el placer”. ¿Cordero? Ni hablar, bacalao, el abadejo o curadillo o truchuela, según sinónimos de El Quijote, que de aquella era un ingrediente barato comerciado por arrieros. ¿Y por qué el pescado sí y la carne no? Pues porque, para los exégetas, los animales superiores eran los terrestres y a ellos afectaba por tanto la sanción, mientras que los marinos (a pesar del oficio inicial de San Pedro) no se consideraban dignos, mucho menos en mojama, como los usaba la plebe para conservar y aprovechar, aplicando todo su ingenio: “En nuestra península, el mapa del bacalao es un mapa ibérico, y las maneras de cocinarlo, numerosas y llenas de certera fantasía”, escribe Néstor Luján en Como piñones mondados.
Pero hete aquí que otra doctrina vigente contradecía parte de la nueva Cuaresma: la antigua prohibición de ayunar los domingos, precisamente por ser el Día del Señor, día de asueto y celebración equiparable al actual día de la paella o la barbacoa o “ten cuidado niño, que hoy va a cocinar tu padre”. Al descubrir la incoherencia, aquellos hombres purpúreos tuvieron que añadir cuatro días a los 40 establecidos para salvar los domingos. Toma malabar. Así empezó un fabuloso recetario milenario de platos con huevos, salazones, verduras, legumbres, panes, peces y migas con los que los fieles de Occidente, pescadores de hambres, superaron las semanas de procesión.
Hoy lo llamamos cocina de vigilia, que ya con la modernidad acabó reducida a los viernes. Pregúntale a tu abuela por las hojuelas, los buñuelos, los potajes o los pestiños. “En Semana Santa no se comía carne, pero la comida era una explosión de sabores. Tras largas semanas de alubias y verduras, a las casas adineradas llegaba el pescado fresco. El bacalao y los buñuelos dulces de pan, a las de los pobres”, relata Vicky Hayward en la edición comentada del Nuevo arte de cocina española del monje Juan Altamiras, un libro canónico para saber lo que se ha comido durante milenios en esta península de sol, sotana y sal. Más de la mitad del delicioso recetario son “platos para días de abstinencia”, que por supuesto se podían sortear pagándole a la Iglesia su correspondiente tasa, en forma de bulas.
¿Por qué en el Concilio de Nicea eligieron precisamente 40 días? Pues porque es uno de los muchos números mágicos del bingo cristiano. Jesús pasó 40 días en el desierto sorteando todo tipo de tentaciones que menciona los evangelios sin entrar en detalle (básicamente, Satanás le propuso que hiciera insensateces como tirarse desde un tejado, y el otro, con buen criterio, lo ignoró). ¿Por qué el ayuno severo? Primero, porque en teoría Jesús aguantó en las dunas sin probar bocado (“Si eres tan divino, convierte las piedras en croquetas, anda, listo”, vino al decirle el Diablo, nuevamente sin éxito alguno). Pero también porque la posterior Iglesia del Señor siempre ha mirado a la comida con recelo. Recordad que toda su bibliografía empieza con una manzana maldita y que los manuales posteriores continúan con la gula. Siendo sensatos, ¿qué pinta la gula entre los siete pecados capitales cuando la mayor parte de los fieles fueron pobres y hambrientos hasta hace apenas un siglo? ¿Qué sentido tiene prohibir al famélico lo que precisamente no puede alcanzar? ¿Control social? ¿“Resígnate, hermano”? Resulta que Evagrio Póntico, a quien se atribuye la lista de vicios, pretendía advertir con ellos a sus compañeros de hábito. Acabáramos.
Sin embargo, es muy fácil ver la paja en el ojo ajeno, queridos tuiteros. Más allá de que algunos curas actuales (aunque no contemporáneos) propongan recuperar los ayunos en pleno siglo XXI, la inhibición del placer de comer ha continuado en nuestra sociedad adoptando otros formatos, nuevas religiones, que suelen tener por becerro de oro un cuerpo de Instagram. La dieta 16:8 es el último entretenimiento del famoseo y sus followers para perseguir el fantasma de la juventud, la lozanía eterna. Consiste en comer solo durante ocho horas del día, principalmente papillicas y cosas así refulgentes pero livianas, y dejar la otras 16 en ayuno canino. Jennifer Aniston, diosa de esta cofradía de la abstinencia, “suele despertarse sobre las 8.30 horas de la mañana y toma un zumo verde o de apio asegurando que no suele tomar café tan temprano y espera un poco más para hacerlo después de su sesión de meditación, ejercicio y después de dar de comer a sus perros”. Yo personalmente prefiero los amaneceres de Jake y su amor infinito por el bacon.
El ayuno 16:8 tiene más vertientes, caso de la 5:2 o la denominada “Comer, parar, comer”, que suena a Ang Lee desquiciado en un rodaje. En general, el homínido moderno preocupado por su apariencia efeba suele acabar renunciando a comer, o cuando menos a algún grupo de ingredientes que teóricamente se absorben en lorzas. Antes nos prohibían el cordero, hoy nos prohibimos los carbohidratos y, por supuesto, las chuletillas a la brasa, que siguen siendo pecado.
Las dietas para adelgazar sin control endocrino, las de las revistas, son las nuevas purificaciones de vigilia para quienes se pueden permitir el lujo de pasar hambre. Su problema principal no reside únicamente en la ausencia de un médico mediante, sino en el alejamiento de la cocina, causa de todos los males de la alimentación mundial. Cocinamos poco, y cocinar poco suele ser sinónimo de comer peor de lo que podrías. La antropóloga Isabel González Turmo realizó un estudio de campo entre aficionados para su libro Cocinar era una práctica y concluyó esto: “Consultan la red en busca de recetas casi a diario, incluso archivan algunas, pero hacen muy pocas: las de dietas, las fáciles, las que están de moda cuando invitan a los amigos […] Resulta imposible no preguntarse por qué gusta tanto ver y oír hablar de cocina, pero cuesta tanto mover ficha en casa”. Eso es precisamente lo que pretende esta página web: que cocines, como salud, disfrute, ahorro y placer, pero no como apariencia. Puedes aprovechar el confinamiento vírico y las fechas de introspección cristiana para encomendarte a tus cazos y sartenes, sacarlos en procesión, y probar todas las recetas de Semana Santa que tienes enlazadas en este texto. Probablemente, con alguna alcances el cielo.
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