El libertinaje en acción me da una pereza enorme; esos esforzados malabarismos de la maquinaria corporal, asuntos de hidráulica y de fontanería. Estar en la cama libertina, in situ, es como estar picando piedra. El cuerpo es el instrumento del placer, pero a la vez es una pesada carga. Para aligerarla hace falta la mente, el deseo. La gasolina para elevarse sobre la gravedad.
En mi panteón personal hay dos dispensadores de ese combustible. Un guionista y director de cine: Billy Wilder. Y un artista, y a la vez no artista: Marcel Duchamp. Distintos el uno del otro pero los dos con una mente sucia. Al decir sucia quiero decir caliente: generadoras de connotaciones sexuales; expendedoras de sexo. Uno se mete en Wilder o en Duchamp, o en los dos a la vez como yo hago, y sale listo para las orgías de la mirada y el pensamiento. Las obras de uno y otro son ejemplos de cómo calentarse. En ambos, paradójicamente, con apariencia fría. Es una operación mental la que calienta. Y es este el punto de partida del libertinaje.
A Billy Wilder le venía en parte de su maestro Ernst Lubitsch. Aunque este era más fino y Wilder lo enguarraba. Alguien definió de un modo exacto la diferencia entre el maestro y el discípulo. Hay una pareja en un banco nocturno, besándose. Se acerca el camión del riego, echando agua justo por el camino en el que ellos están. En una película de Lubitsch, el chorro se interrumpe justo a la altura de los amantes y se reanuda después. En una de Wilder, el camión pasa y los empapa, sin que ellos se inmuten. Pero en Lubitsch ya estaba la energía mental: en su finura hay dinamita. Su humor, el conocido toque Lubitsch, surgió de un cartel que había a la entrada de un club austrohúngaro: «Se prohíbe a los señores socios entrar en compañía de mujeres que no sean sus esposas; salvo que se trate de las esposas de otros socios». Wilder escribió guiones para Lubitsch, y las obscenidades más explícitas del discípulo pugnan por salir. Pero la fusión se produce fuera de la pantalla, y por obra en realidad de un espectador, el cual había captado, sin duda, de qué iba el juego. Cuenta Wilder que Lubitsch, tras el estreno de Ninotchka, cogió las tarjetas en que los espectadores habían dejado su opinión y las fue leyendo de regreso en la limusina. De pronto, empezó a troncharse con una. Se la pasó a Wilder, que leyó: «Me he reído tanto que me he meado en la mano de mi novia».
Wilder, naturalmente, tampoco dejó nunca de ser fino; es decir, inteligente. Pero los engranajes de sus películas están cargados: su motor es tórrido. Algo que propiciaba el hecho de que Wilder trabajara para la industria. Se movía dentro de los márgenes permitidos, pero rozándolos, o incluso traspasándolos un poco: y dejando cargado de electricidad lo que quedaba dentro. La primera película que dirigió, El mayor y la menor (1942) es casi un anticipo del Nabokov de Lolita (1955), que cuela por el truco de que la menor en realidad es una mayor disfrazada; pero lo que hace esto, aparte de dejar a salvo la moral, es duplicar el morbo. Creo que era en esta película, por cierto, en la que se le decía esa maravillosa frase a la mujer que llega empapada por la lluvia: «Quítate esa ropa mojada y ponte un martini seco». (Una frase muy Duchamp).
El engranaje, por ejemplo, de Con faldas y a lo loco (1959), locura de travestismo que acaba como tiene que acabar: en boda, porque «nadie es perfecto». En esta película Wilder gamberreó con el deseo por el icono sexual de entonces, Marilyn Monroe. El propio Wilder ya lo había sobrecargado en La tentación vive arriba (1955), cuyo título español da en la clave mejor que el inglés (The seven year itch), con la alusión a esa jerarquía vertical mujer-hombre (¡también duchampiana!) que pugna, desde la zona de abajo (la del hombre) por la horizontalidad (sin conseguirlo). Es algo superior al hombre, en realidad, lo que accede a las altas partes bajas de la mujer: el bufido del suburbano, traspasando la rejilla de la acera y subiéndole el vestido, enredándose en las bragas. Las mismas bragas que (en otro ejercicio de tensión, en este caso relativo a las temperaturas) Marilyn había dicho que en verano las guardaba en la nevera. Al comienzo de Con faldas y a lo loco, Wilder retoma esta pasión de los trenes por la actriz, con el vapor que uno le escupe a ella cuando camina (jamonísima) por el andén. Pero el juego en esta película es más perverso. Primero, porque, al ir Jack Lemmon y Tony Curtis disfrazados de mujer, están condenados a ser solo amigas de ella (aunque no deja de flotar en el ambiente la posibilidad lésbica). Segundo, porque Marilyn se muestra activa en su intento de seducción de Tony Curtis, cuando este se disfraza también de millonario. Como decía Wilder: «Solo había algo más excitante que seducir a Marilyn: que te sedujera ella». Con lo que, por lo demás, se convertía al varón estadounidense (y mundial) de 1959 en el sujeto pasivo de la relación.
O los engranajes de Irma la dulce (1963) y Bésame, tonto (1964). Con los juegos e inversiones de la relación entre la puta y la esposa: la puta-esposa, la esposa-puta, y los sucesivos lugares en que queda el marido o cliente. En Irma la dulce, el hombre que se enamora de la puta se disfraza de un aristócrata que debe acapararla como cliente; pero para ello el enamorado debe deslomarse en el trabajo para pagarla (como un marido) y además siente celos del personaje que ha creado, por lo que lo termina eliminando. En Bésame, tonto, el hombre que contrata a una prostituta para que haga de su mujer y así poder servírsela a Dino —el cantante de éxito, para que compre sus canciones—, termina traspasando la moralidad del matrimonio a la profesional que ocupa el puesto de esposa, que termina pasando una noche decente; en tanto que la verdadera esposa, despechada, ha terminado haciendo de puta en la roulotte de la otra. Estos circuitos son quizá una denuncia; pero un calentamiento también. Sobre todo un calentamiento. Hacen falta estructuras: la del matrimonio, la de la prostitución. Para alterarlas y magnetizarlas.
En todos los casos, pues, segregaciones de gas erótico. El gas con el que Duchamp tanto jugaba: calentándolo también. El gas es lo que asciende y lo que se expande; y lo que se inflama. Si el gas es erótico, todo queda impregnado de erotismo; y con la posibilidad de inflamarse. En la obra de Duchamp no se entra tan fácilmente como en la de Wilder; pero en cuanto se tienen las claves necesarias, también se convierte en una orgía: en una incesante emisión de guarradas y gamberradas. Muy finas también, porque son guarradas y gamberradas de la inteligencia. Libertinaje mental. Una de las claves es el gas, la idea del gas. Por ejemplo, el de la lámpara de gas Bec Auer, que aparece en uno de sus primeros dibujos (de 1902), y en su última gran obra, Étant donnés (1946-1966); aquí, sostenida fálicamente por la muchacha desnuda que no se sabe si está muerta o sumida en el posorgasmo, la petite morte. Hay otra obra fría, aparentemente anodina, que es pura rijosidad, puro landismo (avant la lettre) para españoles. Consiste en una caja en una de cuyas caras simplemente se ha pegado una placa de las que había en los edificios franceses con la información: Eau & gaz à tous les étages. Agua y gas en todos los pisos. Lo que con el calentón del artista viene a significar: en todos los pisos hay tomate.
Con el agua, esa agua que hay también en todos los pisos, también jugó Duchamp; mejor si es en forma de cascada. En la mencionada obra Étant donnés, junto con la lámpara de gas hay una «caída de agua» en el paisaje, el cual se convierte así en un paisaje activo: sexualmente, por supuesto. Hay una foto que Duchamp mandó hacer en 1965 y que es otra obscenidad, conociéndole. Según Pilar Parcerisas en Duchamp en España (Siruela, 2009), cuando se encontraba con su mujer y otras personas en el Ampurdán, pidió que les hicieran una foto, sin que se diera cuenta ella, mientras estaban sentados a una mesa junto a la cascada llamada La Caula (La Caliente). En la foto la mujer aparece distraída, con el gran chorro a sus espaldas; Duchamp enfrente, mirando en otra dirección con disimulo; y al lado una niña, la única que observa la cascada, la hija de la fotógrafa. Como dice Parcerisas: «La energía de la cascada es la que mueve el molino, la que produce la electricidad amorosa e inflama el gas». Molino que, por cierto, también tiene connotaciones masturbatorias, abundantísimas en la obra de Duchamp: la famosa Rueda de bicicleta vendría a ser un aparato masturbador, un molino de electricidad amorosa que se mueve con la mano. En esta órbita está también el cuadrito Paysage fautif (Paisaje defectuoso), hecho con el semen del artista; aunque fue una eyaculación secreta, descubierta solo cuando se analizó la sustancia años después. En ambas obras, no obstante, alienta la idea de la copulación (como alienta en las masturbaciones): Paysage fautif era una obra para una examante; y la Rueda de bicicleta puede interpretarse también, como apunta Juan Antonio Ramírez en Duchamp. El amor y la muerte, incluso (Siruela, 1993), como una «máquina copulante», puesto que la horquilla de la bicicleta está clavada en un taburete.
La relación entre los sexos, y el territorio imantado entre ambos, que es al mismo tiempo de deseo y de separación, es otra de las claves de la obra entera de Duchamp. En Étant donnés hay una gruesa puerta entre la mujer y quien la mira. En el Gran vidrio una franja separa el ámbito superior de la novia y el inferior de los solteros que tratan de operar con ella mediante sus «tiritos oculistas». Como estamos hablando también de Billy Wilder es imposible no pensar otra vez en La tentación vive arriba, y la jerarquía vertical entre la Marilyn de arriba, o «colgado hembra» (según la terminología de Duchamp), con su dominio majestuoso, de mantis religiosa, sobre el impotente vecinito de abajo, que podría ser uno de los «moldes machos» (también en terminología de Duchamp). El episodio del vestido que se levanta por el viento del metro evocaría también el ready-made de Duchamp titulado Underwood, que consiste en una funda de la máquina de escribir de esta marca, a modo de falda bajo la cual hay «madera» o «bosque», o hay tomate. Por arrojar más correspondencias entre Duchamp y Wilder, el Desnudo bajando una escalera podría ser el de Marilyn bajando (y subiendo) en La tentación vive arriba; o el del tobillo con pulserita de Barbara Stankwyck bajando las escaleras de Perdición. Y Duchamp travestido como Rrose Sélavypodría haberse camuflado entre Lemmon y Curtis en Con faldas y a lo loco.
Hay en Duchamp obviedades pasmosas, casi chuscas (sublimemente chuscas), relativas a «las cosas del meter»: como la obra Portabotellas, con sus falos erectos esperando tan solo a que se pose en ellos el cuerpo con su agujero. Y hay intervenciones sexualizantes. El inocente anuncio de esmaltes que Duchamp titula Apolinère enameled muestra a una niña dándole con el pincel a la cabecera de una cama; y Duchamp ha añadido unas sombritas bajo las patas, de manera que parece que la cama se eleva por la caricia de la niña: entra en erección. Termino estas menciones con el célebre urinario, convertido, más que en obra artística, en obra sexual, por medio del título, Fuente, y la modificación de la postura. Gracias a esta, el que orina es orinado: esa cópula fofa y en suspenso que es mear se transmuta, alquímicamente, en lluvia dorada.
El juego no tendría fin. Esto es solo una muestra, y una invitación a que se prosiga. Las obras de Billy Wilder y de Marcel Duchamp ilustran maneras de proyectar el sexo sobre todo. O de captarlo. Es la lección del autor de teatro Miguel Romero Esteo, que fue profesor mío y que una tarde, mientras estaba con un grupo de sus alumnos y alumnas charlando en el bar, detuvo de pronto la perorata intelectualeta y señaló abruptamente lo que alentaba: «Aquí estamos hablando muy serios de temas elevadísimos, pero lo que hay por debajo de la mesa son coños y cipotes palpitando». Es pensar eso.
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