en 1858, después de ahogar en sangre el llamado Gran Motín Indio, el gobierno británico proclamó el Imperio británico de la India, el Raj. Culminaba así la empresa de sometimiento del país asiático que los ingleses habían puesto en marcha desde finales del siglo XVIII. Hasta entonces ese dominio se había ejercido a través de una asociación de comerciantes privados, la Compañía Británica de las Indias Orientales, pero la rebelión de los cipayos en 1857 mostró la necesidad de que el gobierno de Londres asumiera directamente la administración del país.
Pero no de todo el país. Bajo el nuevo gobierno colonial, junto al territorio administrado directamente por el virrey inglés y sus funcionarios existían nada menos que 565 Estados principescos que gozaban de una amplia autonomía. Éstos se dividían en tres categorías. En la cima estaban 118 Salute States, «Estados con derecho a salvas», un término que se refiere al derecho que tenían sus gobernantes –que se titulaban maharajás, rajás o nababs– de ser recibidos por hasta 21 salvas de cañones a su llegada a la capital, Delhi. En medio figuraban los 117 Non-salute States, «Estados no acreedores a salvas», que tenían una jurisdicción limitada. Y el resto eran Estados no jurisdiccionales, liderados por talukdars, thanedars, thakurs y jagirdars, terratenientes hereditarios sin jurisdicción civil.
LOS EUROPEOS IMPONEN SU LEY
Sólo los maharajás disfrutaban de jurisdicción plena dentro de sus Estados, aunque eso no significaba que fueran independientes, pues era el gobierno británico el encargado de mantener el ejército y las relaciones con los países vecinos. El Raj británico aseguraba las fuentes de ingresos a los maharajás fieles y sabía cómo adularlos concediéndoles títulos y honores; por ejemplo dedicándoles salvas con más fusiles. Se les exhortó a que se anglificaran e incluso se construyó una universidad para príncipes, el Rajkumar College de Rajkot, donde recibían desde pequeños una educación elitista inglesa. Por lo demás, perdido el ancestral deber de proteger a su pueblo –un vínculo sagrado entre gobernante y gobernados, llamado rajá-prajá–, los maharajás se dedicaron a disfrutar de sus riquezas llevando una vida de complacencia y derroche.
La Pax Britannica les había prohibido lo que estaban acostumbrados a hacer, luchar entre ellos, así que muchos dejaron sus mediocres residencias en el interior de las ciudades y sus toscas fortalezas rurales para mudarse al lujo de modernos y suntuosos palacios construidos por arquitectos ingleses. Como escribió Rudyard Kipling, lo único que les quedaba era «ofrecer un espectáculo a la humanidad». Sayajirao Gaekwad III, maharajá de Baroda, hizo construir el palacio Laxmi Vilas, en Vadodara, en el Estado de Gujarat, que en su época fue la construcción privada más grande del mundo, con un tren privado y un campo de polo, por lo que no es de extrañar que en sus memorias el príncipe heredero contara que le costó dos años orientarse en él.
La Pax Britannica les había prohibido lo que estaban acostumbrados a hacer, luchar entre ellos, así que muchos dejaron sus mediocres residencias en el interior de las ciudades
Ram Singh, maharajá de Bundi, terminó de construir y embellecer el palacio de Bundi, un edificio inmenso en Rajastán que Rudyard Kipling definió como «un castillo como el que los hombres levantan para sí mismos en inquietos sueños […] que se levanta dentro y fuera de la ladera, una gigantesca terraza tras otra, y domina toda la ciudad». Otra impresionante residencia palaciega fue el palacio Jagatjit, inspirado en el de Versalles, donde había estado su propietario, Jagatjit Singh (1872-1949), maharajá de Kapurthala, un reconocido francófilo, amante de los Rolls Royce y de las mujeres jóvenes. El palacio fue diseñado por un arquitecto francés e incluía estatuas, estucos y techos pintados inspirados en el arte francés e italiano.
EL TRIUNFO DE LA OSTENTACIÓN
El centro de todos estos palacios era el durbar, el gran salón de audiencias donde el maharajá recibía a sus cortesanos y las peticiones de sus súbditos, y aceptaba el nazar, un tributo normalmente pagado en monedas de plata en el transcurso de impresionantes y ostentosas ceremonias públicas. En estos actos formales, los maharajás solían lucir sus joyas más fenomenales: esmeraldas, rubíes, diamantes, perlas, oro y plata, que eran engarzados con el fin de elaborar los más distinguidos y lujosos adornos para el propio gobernante o su familia. Collares, pulseras, tobilleras, tiaras o alhajas para el turbante relucían con esplendor en los ropajes de seda e hilo de oro de sus galas más elegantes.
Algunos maharajás se dedicaron con pasión a sus hobbiesdeportivos, como Jam Saheb Shri Ranjitsinhji, maharajá de Nawanagar, gran jugador de críquet en la selección inglesa y uno de los mejores bateadores de la historia de este deporte. Sawai Man Singh II, maharajá de Jaipur, fue un reconocido jugador de polo y su equipo llegó a ser campeón del mundo en Deauville (Francia). Otros se dieron a excentricidades caras. Cuando Madho Singh II, maharajá de Jaipur, tuvo que desplazarse a Londres para asistir al jubileo de la reina Victoria, se hizo llevar agua del Ganges para su uso privado en dos inmensas urnas de plata de 242 kilogramos cada una. Aúnse conservan como los objetos de plata más grandes del mundo en el llamado palacio de la Ciudad. En la década de 1860, uno de sus antecesores tuvo un par de guepardos como mascotas que utilizaba para la caza del ciervo. Brijendra Singh, maharajá de Bharatpur, tenía una flota de Rolls Royce desde los que disparaba a los patos en sus cacerías, y se dice que en 1938 él y su huésped, el virrey lord Linlithgow y su grupo, mataron en un solo día 4.273 de estas aves.
Cuando el maharajá de Jaipur tuvo que desplazarse a Londres se hizo llevar agua del Ganges para su uso privado en dos inmensas urnas de plata de 242 kilogramos cada una
El maharajá Jai Singh de Alwar empleaba viudas como cebo para tigres, pero siempre abatía al animal antes de que las atacara. Se dice que el maharajá Madhavrao Scindia de Gwalior mató a más de ochocientos tigres en sus dominios, en cacerías a las que solía invitar a miembros del Raj británico.
LOS BENEFACTORES
No todos los maharajás se dedicaron a esta vida de lujo excéntrico. También hubo gobernantes que reorganizaron sus administraciones siguiendo el modelo británico. Dejando la gestión del Estado a un primer ministro competente, supieron dedicar sus esfuerzos a la mejora de su país y de sus relaciones personales con los funcionarios británicos. El ejemplo más sobresaliente es el del maharajá Ram Singh II de Jaipur, un gobernante moderno y progresista que abolió la esclavitud, el infanticidio de niñas y la antigua costumbre del sati, la inmolación de las viudas en las piras funerarias de sus maridos, introdujo la iluminación a gas y el agua corriente y construyó nuevas carreteras.
Sayajirao Gaekwad III, maharajá de Baroda, está considerado uno de los mejores estadistas que ha dado la India. Fue el primero en introducir en su Estado la educación gratuita para las niñas, prohibió el matrimonio infantil y aplicó una serie de mejoras sociales e industriales muy por delante de su época. También favoreció las artes patrocinando a filósofos como Maharishi Aurobindo, a pintores como Rajá Ravi Varma o a músicos como Ustad Faiyaz Khan. Ganga Singh, maharajá de Bikaner, no sólo fue un general condecorado, sino que introdujo la electricidad y el ferrocarril en su Estado, y gracias a la construcción del canal del Gang irrigó el seco desierto del Thar convirtiendo su territorio en el granero de Rajastán y uno de los Estados más ricos. Una de sus excentricidades era el ritual Tuladan, en el que se subía a una balanza y la equilibraba con su propio peso en oro, que repartía luego entre sus súbditos.
Sayajirao Gaekwad III está considerado uno de los mejores estadistas que ha dado la India. Introdujo la educación gratuita para las niñas, prohibió el matrimonio infantil
Con el auge del movimiento nacionalista en la década de 1920, los príncipes empezaron a recibir presiones: se les exigía que se modernizaran y democratizaran, permaneciendo fieles a los británicos, o que se alinearan con los nuevos partidos políticos que pedían la independencia. La mayoría fueron hostiles a los movimientos independentistas, que veían como una amenaza contra sus privilegios, y continuaron derrochando sus inmensas fortunas como si no existiera el mañana. En 1947, cuando llegó a su fin el Raj británico, los Estados principescos fueron invitados a sumarse a alguno de los dos nuevos países que nacieron del dominio inglés, India o Pakistán. Algunos quisieron seguir siendo independientes, como Mir Osman Ali Khan, uno de los hombres más ricos del mundo, nizam del Estado de Hyderabad, que con sus 214.000 kilómetros cuadrados era casi tan grande como Gran Bretaña. El gobierno indio tuvo que mandar una división provista de tanques para someter al rebelde Estado de Hyderabad, que finalmente aceptó formar parte de la India.
El nuevo gobierno indio de 1947 suprimió los poderes de gobierno de los príncipes, pero no sus títulos, riquezas ni privilegios. No fue hasta 1971 cuando el gobierno suprimió los fondos públicos (privy purse) que recibían desde la independencia. Los maharajás tuvieron que reinventarse: el de Jaipur, por ejemplo, convirtió su palacio de Rambagh en un hotel de lujo, y los de Baroda y Gwalior invirtieron sus fortunas en intereses comerciales y sus descendientes son líderes en varios negocios. Sin embargo, la mayoría se vieron obligados a vender parte de sus posesiones (especialmente joyas) o ceder sus palacios, demasiado costosos de mantener, al gobierno indio, que los utilizó para albergar oficinas administrativas. En la India moderna, los grandes maharajás eran un anacronismo condenado a desaparecer.
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