Hay quien afirma, sin despeinarse, que a la Iglesia “le ha dado por la moda ecológica”, que sólo habla de “reciclar y de plantar arbolitos” y que se ha olvidado de que su misión en el mundo es la de ser “sacramento de la salvación, el signo y el instrumento de la comunión con Dios y entre los hombres” (CEC 780).
La defensa del planeta, como creación de Dios y marco de desarrollo de la vida de los hijos de Dios, por tanto, también de la comunión con su Creador, adquiere un sentido propio dentro de la vida del cristiano, más aún si la consideramos parte de la caridad con el prójimo y con uno mismo.
La sana ecología integral, es aquella que respeta toda vida, de su inicio al fin y ayuda la realización del fin para el que han sido creadas. Es ecología defender la vida y también lo es no tirar comida a la basura, evitar la contaminación de un río o no maltratar a los animales. Y lo más importante: no son ni contradictorias entre sí, ni eliminatorias… lo que no tiene sentido es gritar eslóganes en contra de las chuletas y que se elimine una vida naciente en el seno materno. Lo contradictorio, efectivamente, es pedir que se graven las materias primas desde un jet privado…
Cuando la Iglesia habla de defender el planeta, no tiene en su cabeza la creación de una pseudoreligión paralela, practicada por una suerte de neohippies, ecolojetas y comeflores que sustituyan a Dios, su culto y su búsqueda, por una pradera de margaritas cantoras. Para un cristiano, la naturaleza es parte de ese legado que Dios ha dejado en nuestras manos para trabajarlo, no para destrozarlo. Ciertamente, los extremos, en cualquier sentido, nunca son deseables, y hacer del ecologismo una religión supone una tergiversación reduccionista y absurda de una tarea que, bien vivida, entra dentro de las virtudes cristianas básicas de la caridad, la “pobreza cristiana”, el respeto al prójimo y sobre todo, el amor a Dios, dueño del universo.
No en vano, San Juan Pablo II calificaba en Solicitudo Rei socialis a la preocupación ecológica como una de “las señales positivas del presente”, hay que señalar igualmente la mayor conciencia de la limitación de los recursos disponibles, la necesidad de respetar la integridad y los ritmos de la naturaleza y de tenerlos en cuenta en la programación del desarrollo, en lugar de sacrificarlo a ciertas concepciones demagógicas del mismo. Es lo que hoy se llama la preocupación ecológica.
Hay quien ha decidido hacer, con este tema, una línea divisoria entre los guardianes de una supuesta ortodoxia de la fe católica y los “vendidos” al discurso woke. Quizás por las complejidades que arrastra siempre este tema, me han resultado especialmente interesantes dos lecturas firmadas por el profesor Emilio Chuvieco (una de ellas junto a Lorenzo Gallo) en este mismo portal.
Cuidar nuestro planeta, y a los seres que la pueblan no se reduce a una cuestión “solo de responder a una crisis, sino sobre todo de reconducir los valores que guían nuestra sociedad, de generar un modelo de progreso que ponga en el centro a los seres humanos” con esa ecología humana que supone aplicar a nuestra naturaleza el respeto profundo que también se debe al ambiente. “Respeto por la creación, respeto por el prójimo, respeto por sí mismos y respeto hacia al Creador” lo definía el Papa en el encuentro «Fe y Ciencia: hacia la COP26», promovido por las Embajadas de Gran Bretaña e Italia junto con la Santa Sede.
No, no se trata de una ocurrencia progre sin otra base que gritar soflamas más o menos verdes mientras las grabamos con un móvil de última generación. Se trata de un compromiso real, enraizado en la propia consciencia del ser creado y de las virtudes cristianas que conducen nuestra vida, de manera natural hacia Dios.
Redactora Jefe en Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.
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