Mi principal tarea durante este fin de semana es cuidar a mis padres. Como sucede en muchas familias, los miembros menos dependientes, porque dependientes en mayor o menor medida somos todos, nos organizamos para atender a quienes lo necesitan. Les pongo la cena, comentamos las noticias por encima del volumen de la tele —que no es fácil—, pero me gusta adaptarme a su comodidad, a sus ritmos, a sus decibelios. Todo esto puedo hacerlo con calma porque una buena amiga ha dejado a su hijo con su vecina para ir a darles diversas medicaciones a mis gatos. La vecina es freelance, estoy segura de que a su vez ha dejado de hacer algo para atender al crío, pero no tengo información más allá de este punto.
Esto puede considerarse una cadena de pequeñas faltas de libertad. Actividades que no dependen de nuestra voluntad, sino que nacen del deber adquirido con los seres vivos que dependen de nosotros. Bajo esta óptica, hasta el ficus que tienes en el salón te quita libertad cuando lo riegas. Pero coexistir, una de esas cosas básicas como respirar, comer, soñar o criticar que hacemos los seres humanos, genera responsabilidades. Ignorarlas no es ser libre, es librarse.
A la hora de aclarar conceptos ayuda la mecánica de construir una frase y analizarla morfológicamente. Por ejemplo: el youtuber Fulanito que factura cuatro millones de euros al año es libre de cambiar su domicilio fiscal a Andorra para librarse de pagar impuestos en España. La diferencia entre ser libre y librarse es abismal, pero andamos metidos en una confusión monumental entre una cosa y la otra.
Posiblemente esto se debe a la sobreexplotación indebida de la palabra “libertad”, tan bonita, tan popular, la Beyoncé de las palabras. Ni siquiera su uso tramposo por parte de la Asociación Nacional del Rifle, el trumpismo, los movimientos de extrema derecha en Europa, la lógica de mercado que condena a la pobreza a gran parte de la humanidad o la derecha madrileña ha conseguido mancillarla. Repetir libertad muy alto ha funcionado. Aunque en todos los anteriores ejemplos la palabra se use como una gruesa alfombra debajo de la que esconder la negligencia, el sálvese quien pueda, el escaqueo, el individualismo, la esquiva sistemática de lo que nos toca como seres interdependientes.
Si tienes suficiente dinero, puedes subcontratar prácticamente todas las responsabilidades que genera vivir en comunidad, hasta lo del ficus. ¿Es eso ser libre? ¿Gozar de unos márgenes de elección muy competitivos en el mercado? ¿O es librarse? Creo que es lo segundo, por eso muchos sentimos una extraña distorsión cuando oímos a la derecha corear la palabra “libertad” en su victoria electoral después de haberla repetido en cansinos pregones circulares durante la campaña. ¿Libertad para qué? ¿Libertad para quién? Nunca sabremos a qué se referían porque nadie les hizo estas preguntas. Sí nos enteramos de que el eslogan “Comunismo o libertad” ya lo usó Berlusconi en 2006 y este detalle nos ha dado una pista importante de por dónde van a ir los tiros. Aunque no lo hayan explicado, nos vamos a enterar.
Hannah Arendt decía que apenas si podemos abordar un problema político sin abordar el tema de la libertad implícita o explícitamente. A lo largo de decenas de páginas de su libro free (Península, 1996), la pensadora disecciona el concepto desde una perspectiva filosófica, histórica y política. Una y otra vez se le escapa de las manos. Solo es rotunda al afirmar que no hay libertad si las condiciones de subsistencia básica no están garantizadas y que solo es posible entre iguales. Ambas condiciones se dan en un contexto de coexistencia en el que los mínimos de vida digna para el mayor número de personas posible vienen establecidos por las responsabilidades colectivas. “Responsabilidad”, a diferencia de “libertad”, es una palabra con muy mala prensa, la señorita Rottenmeier de las palabras.
Hay quien entiende la vida en común y sus obligaciones (lo de los padres, lo de los gatos, lo de los impuestos, hasta lo del ficus) como un espacio en el que la libertad del individuo se ve amenazada. Se parece a la misma lógica del adolescente terco que acepta a regañadientes limpiar su habitación, pero no quitar la mesa en la que ha cenado toda la familia. Coexistir es sostenernos mutuamente. En Un mundo común (Bellaterra), la filósofa Marina Garcés define la “vida en común” —no sé si otra es posible— como el conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana. “Es imposible ser solo un individuo. (…) El ser humano es algo más que un ser social, su condición es relacional en un sentido que va mucho más allá de lo circunstancial: el ser humano no puede decir yo sin que resuene, al mismo tiempo, un nosotros. Nuestra historia moderna se ha construido sobre la negación de este principio tan simple”.
Que la libertad individual esté por encima de todo tiene una letra pequeña muy larga. Deja espacio para gestos tan macabros como lanzar una campaña publicitaria que culpabiliza individualmente no a todos sino a cada uno de los jóvenes de contagiar el coronavirus a su abuela por sus ansias irrefrenables de compartir unas bravas con los colegas. No nos olvidemos de aquel mensaje. Con ese truco publicitario quienes se libraron de dar cuentas fueron los gestores de la vida en común, poniendo el foco en las decisiones personales de cada cual, que también cuentan, pero no tanto, para sacarlo de los transportes públicos repletos, las condiciones de subsistencia precarias que empujan a mucha gente a ir a trabajar enferma, la nula vigilancia de las empresas para que implanten el teletrabajo.
No nos dejemos confundir. Generar la posibilidad de eludir las responsabilidades colectivas tiene un doble filo, la misma ley de la selva que te libra de lo que te toca un día te deja a tu suerte al siguiente. Y librarse no es lo mismo que ser libre
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