Muchas veces ni nos damos cuenta. No nos invade. No nos anula. Sencillamente se nos vuelve habitante, presencia, inspiración.
Cuando sentimos la necesidad de algo más, que es Dios. Cuando el cansancio no se convierte en derrota, sino en parte del camino.
Cuando nuestra imaginación es la puerta abierta a la creatividad.
Cuando nuestro interior está poblado por los nombres de tantas personas a las que amamos, y sentimos que son compañeros en este viaje que es la vida, siempre presentes de muchas maneras, aun cuando ya no estén o puedan estar lejos.
Si se nos estremece la entraña al percibir el dolor del otro, aunque no lo conozcamos, y lo sentimos prójimo.
Cuando anhelamos que el futuro sea mejor, y comprendemos que nosotros somos también responsables en hacer que lo sea.
Cuando tenemos la intuición profunda de que hay límites en la vida, y esos límites son lo que llamamos bien y mal.
Cuando el sufrimiento nos toca, pero encontramos la fuerza para afrontarlo y seguir adelante.
Cuando tenemos afán de conocer más: el mundo, al ser humano, la creación…
Cuando nos atrevemos a perdonar y descubrimos que algo, muy dentro, empieza a sanar.
Cuando nos atrevemos a pedir perdón y algo, muy dentro, también empieza a sanar.
Cuando nos reímos con ganas, con humor, con afecto, sabiendo que no hay que hacer drama de lo que no lo es.
Cuando la belleza nos hace sentir asombro.
Cuando, por un instante, sabemos, sin ninguna duda, que estamos unidos a otros.
Cuando lloramos por amor.
En todos esos destellos de humanidad están los reflejos del espíritu que se mueve en nosotros y que nos trae, a su modo, el latido de Dios.
José María Rodríguez Olaizola, sj
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