En 1958, el arqueólogo griego Sotirios Dakaris descubrió los restos de varias edificaciones en una colina de Epiro, en el noroeste de Grecia, que parecían corresponderse con las descripciones que habían hecho Homero y Herodoto del Nekromanteion, el oráculo de los muertos.
El complejo, situado cerca del Aquerón, uno de los ríos que fluía a través del inframundo, según la mitología griega, estaba dedicado al dios subterráneo Hades y su consorte Perséfone, y se componía de una estructura parecida a un zigurat y varias cámaras secundarias.
Aunque las ruinas datan del siglo IV a. C., en la zona se han encontrado tumbas micénicas del siglo XIV a. C. A este lugar, en el que la leyenda situaba las puertas del averno, acudían peregrinos de todo el orbe helénico a consultar a los espíritus, que supuestamente tenían el don de predecir el futuro y conceder favores. Para ello, debían seguir una ceremonia muy concreta.
El viajero que acudía al oráculo tenía que entrenarse física y mentalmente para comunicarse con los antepasados, según el arqueólogo Sotirios Dakaris. Tras acceder al templo, era conducido a las cámaras de preparación. Allí, en casi total oscuridad, consumía alimentos característicos de los banquetes fúnebres, como vino, miel, habas crudas y hongos alucinógenos, y escuchaba las historias sobre el inframundo que narraba su sacerdote-guía.
En las salas cercanas, recibía baños purificadores y participaba en ceremonias mágicas. Luego, pasaba semanas en completo aislamiento, tras lo cual debía sacrificar una oveja. Así, podía acceder al laberinto, un sendero sagrado que le conducía a una antesala donde se hacían libaciones –derramamiento de licores– en honor a Hades y Perséfone.
Tras ella, se encontraba el punto más sagrado del recinto, en el que supuestamente podía contactar con los muertos. Además de aprovechar su predisposición mental, los sacerdotes aparentaban ser espectros: según parece, vestían ropas oscuras e incluso usaban grúas para levitar por la sala.
MUY HISTORIA
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