«Por fin lo comprendes, amigo Sancho. A veces tenemos que agotar nuestros propios pasos para poder mirar atrás y ver con otros ojos el camino andado.
Es en ese momento en que vemos cerca el final, cuando ya sabemos que nuestra presunta eternidad es una falacia, ahí es cuando quizás ya tarde, recuperamos la mirada limpia del comienzo, esa misma mirada que nos ayuda a releer nuestra historia con las proporciones justas de pasión y compasión.
Puedo verlo en tus ojos, mi buen amigo. Ahora ya lo entiendes todo. Tú y yo desde siempre fuimos reflejo de la dualidad de la naturaleza humana. Esa a la que, por estar demasiado aferrada a la tierra o demasiado elevada en sus vuelos, le cuesta toda una vida encontrar la altura adecuada desde donde percibir la realidad en su justa medida. Tarea complicada, porque esa realidad está fabricada, a partes iguales, de cordura y de ensueños.
Sólo ahora, cercana ya mi muerte, podemos mirarnos a los ojos y ver más allá de lo que siempre nos pareció evidente.
Hoy ya conocemos con certeza el secreto de aquellos que dedicaron su tiempo y su empeño a cambiar una realidad tantas veces ingrata y casi siempre injusta: no hay que ser extraordinarios para hacer cosas extraordinarias.
No hace falta un ejército numeroso. Pocas armas son necesarias. Sólo precisamos oír a nuestro propio corazón y dejarnos llevar por sus mandatos.
Todo gran reto no es más que la suma de muchos pequeños retos, asequibles para cualquier alma de buena voluntad que vislumbra la necesidad de sumarse a la mágica alquimia que transforma sueños y anhelos en la nueva realidad que convocamos. La fórmula es sencilla y los ingredientes están a la mano: voluntad, amor y deseo.
Hoy, a fuerza de caminos y de luminosos tropezones, ya somos capaces de romper el velo de la costumbre y de lo cotidiano.
Hoy ya podemos darnos cuenta de que, detrás de aquella escena de derrota, había mucho más que unos huesos magullados, una lanza rota y un orgullo maltrecho.
¡Ay, mi buen amigo! Todos, incluido yo, pensábamos que había perdido la batalla, que habíamos perdido todas las batallas. ¿Quién podría imaginar, Sancho, que sólo así podríamos ganar la verdadera guerra? Porque sin darnos cuenta y a golpes de descrédito, fuimos grabando a fuego, en todos los que supieron de nuestras gestas, la olvidada y, a la vez, necesaria pregunta.
Una pregunta que fue anidando en las mentes y los corazones de los hombres. Y así, prendida en los entresijos del tiempo, de todos los tiempos, la pregunta se hizo sitio y acomodo en esas mentes y corazones.
Oculta, afilada, implacable, certera, sólida.
Inerte, estática e inamovible.
Y, sobre todo, mi buen escudero, latente. A la espera de que surgiera, de nuevo, otro útero absurdo para ser devuelta a la vida de nuevo.
Sí, querido amigo, el absurdo. El único camino transitable para el caballero que un día de locura decidió luchar y defender lo evidente ante el resto de los hombres: lo que fuimos, o pudimos ser y nos negamos a ser al día siguiente, un día parecido a este día.
La injusticia, que también parece eterna, y el dolor de los más débiles, es lo que sigue empapando, como el agua, la semilla oculta que fue nuestra herencia, pero que a la vez también es legado para los que vienen. Quiera Dios, y nosotros trabajemos, para que esa semilla germine y muestre toda la potencia que siempre tuvo en sí: alma y vida para este mundo nuestro.
Todos lo sabrán entonces, Sancho.
Todos aquellos que ofrezcan su tiempo, su patrimonio ,sus labores y sus sinsabores, para intentar arrimar este nuestro presente, maltrecho y mal compuesto, a esas utopías que los antiguos soñaron, entenderán que, como nosotros, deberán perder muchas batallas para ganar finalmente la guerra.
Y no hay guerra que la Guerra de la Conciencia.
Construirán, como buenos y nobles hidalgos, un presente amable desde el futuro antiguo que sueñan. Y quiera Dios que, el poco tiempo ocioso que les reste, lo empleen en aprender a volar pandorgas y cometas… velas al viento para un tiempo nuevo.
Descubrirán cuál es la pregunta que nos salva, la que nos mueve, la que es simiente y placenta de toda revolución:
¿Son sólo molinos?
¿Realmente son sólo molinos de viento?»
Pedro Sosa, Testamento del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
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