Publicado por Alejandro Roque Hermida
El idealismo ortodoxo considera la religión como un estadio más en la evolución del pensamiento, superado por el ser humano bajo el signo de su avance. Para el materialismo la religión no es más que una gran blasfemia que entorpece la consecución de sus objetivos. Es preciso extraer de la religión y su constructo su más preciado útil, por cierto harto incómodo para las dos corrientes filosóficas: la fe, esa extraña fuerza poderosa tan difícil de abarcar por ser el común, extremo opuesto de estas dos corrientes filosóficas de la Edad Moderna, idealismo y materialismo, que todavía hoy tratan de procurarnos una respuesta reduccionista sobre el enigma que plantea la posibilidad del conocimiento de la realidad.
Hay muy pocas propuestas —pero interesantes— en ese sentido, que han pasado desapercibidas en la sintética historia de la filosofía, excepto la del visionario Nietzsche, que advirtió que Dios había muerto porque era el hombre mismo el que había deseado y decidido que así fuera. La sentencia nietzscheana no solo no fue novedosa, sino que la encontramos casi medio siglo antes en La comedia humana de Honoré de Balzac, lo que nos da la pista de que el declive de la fe en la práctica de las religiones era ya desde antaño algo evidente. Ahora, con la fe convertida en un concepto petrificado, puede ser extraída de la religión y jugar con ella en el sentido de colocarla en sitios nunca vistos y para otros cometidos.
Es difícil secularizar la fe. Lev Shestov le reconocía a su amigo y discípulo Benjamin Fondane, en una confesión a tumba abierta, que su problema era precisamente que no tenía fe. No podía creer en el milagro, pero sí creía en la posibilidad de que todo era posible mediante el pensamiento, si bien es cierto que tan solo para aquel que se practica más allá de la especulación-razón. El pensamiento no se agota, pues, en la razón especulativa. ¿No es eso un desplazamiento inconsciente o autoconsciente de la fe? Autoconsciente en el sentido de que representaba la gran conciencia de esos filósofos —la misma historia de la filosofía— preocupados por la vida en la tierra. Tanto había desplazado Shestov la fe, que le dijo a su discípulo Fondane que luchara, pues él consideraba que no había nada imposible. Fondane ya había superado la religión, no creía en ella, tan solo creía en la revuelta y en la libertad, en poder crear nuevas formas de vivir sin el salvavidas de la fide traditio.
Si colocamos la fe en el lugar que le corresponde tras el paso por la historia del pensamiento de Nietzsche, Shestov y Fondane, ¿no aparecería ya, una vez vaciada de su vínculo identitario con las religiones, como una potencia liberadora para nosotros? Creeríamos en el sobrenombre que todo puede cambiarlo, creeríamos en el poder y las posibilidades de contravenir el principio de no contradicción, creeríamos en la fragilidad de los principios morales universales. Ignoraríamos cuestiones sobre las divinidades y encontraríamos al fin hartos limitados y cortos de miras tanto el idealismo como el materialismo, retóricas pretenciosas omniscientes de nuestro todo.
El ser humano ha ideado las especializaciones del saber, que se expresan en la clasificación de las ciencias como compendio, siguiendo el patrón aristotélico, como el intento de explicar lo inefable: Dios, la ciencia, la psicología. Estas no son sino callejones que han alejado a la filosofía de su verdadera misión: la vida, la filosofía de la vida. Las ramas o especializaciones son en sí finitas; las limitaciones y las categorizaciones de aspectos de la vida en su conjunto desde un prisma determinista no podrán ser nunca completas porque una parcialidad nunca da una perspectiva amplia. Ni siquiera las propias ramas son capaces de delimitarse como unidades indisolubles y aisladas, puesto que cada nuevo acercamiento a su totalidad vuelve a desintegrar su completitud.
Nosotros le sacamos una buena ventaja a Nietzsche. Él, antes de perder el uso de razón, no sabía que ciertas partes de la matemática eran irresolubles, que eran incomprensibles. Su comprensión o nuestra capacidad de abarcarlas todas es como esperar ser testigos de un milagro. La perspectiva de Nietzsche es la de los griegos antiguos, la de Galileo, también la de Dostoievski: dos más dos son cuatro es un juicio universal y necesario ad aeternitatis, y por extensión toda la matemática habría de ser así. Después, matemáticos como Gödel nos han demostrado que no podemos extrapolar el dos más dos al resto de la matemática. Nos ponen los pies en la tierra, y ahí va otra contradicción más: el ser humano no podrá comprender ni asir todos los conceptos matemáticos. Resulta esto, sin embargo, una suerte para nosotros, porque de esa impotencia surge la posibilidad, la posibilidad de lo imposible, de que las cosas hasta ahora no pensadas podrían ser ciertas, y estarían fuera de nuestra limitada comprensión.
La matemática ya no se reduce a la pura lógica o carácter formal; quizás los números tengan más de irracionalidad de lo que querríamos admitir. Como consideraron los pitagóricos, los números están más cerca del yin y el yan que del universal occidental. Las zonas sombreadas que no conocemos son ahora posibilidades alternativas a las zonas soleadas asibles racionalmente, lugar de descanso para nuestra ansiosa paz mental. Dostoeivski tenía razón: ¿por qué dos más dos no pueden ser cinco? Pues sí, en las matemáticas podrían darse resultados como aquellos. Una fe secular era la que profesaba Dostoievski.
También Nietzsche, atrapado como todo ser humano en su época y en su lenguaje, en la redacción madura de Así habló Zaratustra, intentó sacudirse su camisa de fuerza que era el lenguaje para expresar lo que debía quedar al margen de esta herramienta racional, y ampliar sus límites mediante el uso metafórico y paradójico de figuras complejas y creativas, como un ilusionista que se mueve dentro del elástico traje que viste y del que intenta escapar, logrando nuevas formas corporales por la elasticidad del traje que no nos permite ver la verdadera posición de los miembros dentro del traje, y ocultos a la vista. La plasticidad de su lenguaje situó a la especulación más allá del lenguaje que lo atenazaba. Burló sus limitaciones y escapó quizás al mismo lugar al que fue Hölderlin.
Las teorías de san Marx y san Engels en La ideología alemana, apodados aquí como santos tal y como a ellos les gustaba apodar a sus enemigos intelectuales, nos han traído hasta aquí. En este libro de juventud hacen una declaración de intenciones temprana:
Allí donde termina la especulación, en la vida real, comienza también la ciencia real y positiva, la exposición de la acción práctica, del proceso práctico del desarrollo de los hombres. Terminan allí las frases sobre la conciencia y pasa a ocupar su sitio el saber real. La filosofía independiente pierde, con la exposición de la realidad, el medio en que puede existir… Estas abstracciones de por sí, separadas de la historia real, carecen de todo valor. Solo pueden servir para facilitar la ordenación del material histórico, para indicar la sucesión en serie de sus diferentes estratos… Tratándose de los alemanes, situados al margen de toda premisa, debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para «hacer historia», en condiciones de poder vivir.
Si aceptamos que el materialismo ha cumplido sus promesas y ha puesto al hombre en el punto en que ahora se encuentra, de él resulta una pirámide edificada sobre estos principios como cimientos. Aquí podrán seguir construyendo los pisos que quieran, que lo que quedará siempre en la cúspide será el producto interior bruto. La degradación material de la mayoría frente a la minoría y la negación de su dimensión espiritual. Añaden los dos santos, un poco más adelante, en el mismo libro: «solamente dentro de la comunidad es posible, por tanto, la libertad personal… Porque la comunidad no es otra cosa, precisamente, que la asociación de los individuos, que entrega a su control las condiciones del libre desarrollo y movimiento de los individuos, condiciones que hasta ahora se encontraban a merced del azar».
Es justamente ese azar, el arbitrio secular no el de la fe, la resulta especulativa que ha sobrevenido a algo más de cien años del anuncio de Nietzsche y casi un siglo y medio del de Balzac. Hoy las personas se abandonan a él desde una participación activa. Si lo que trata ahora de comprender y dominar la ciencia es la amenaza del curso de la naturaleza en forma de virus, aprovechemos de ella la lección secular de que cualquier cosa es posible. Rindámonos a lo pagano. Sea la ciencia sanadora, sea la pandémica, sea el dios en el que todavía unos pocos creen, cualquier cosa es posible.
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