El significado que comúnmente damos a utopía es ambivalente. Por un lado, significa un proyecto de sociedad deseable, aunque sea de difícil o imposible realización. Por otra parte, las sociedades que han pretendido alcanzar la utopía tienen rasgos que las hacen francamente muy poco deseables, especialmente por su fuerte tendencia a desembocar en el totalitarismo.
Hoy día, cuando se habla de utopía, el sentimiento que evoca es más bien agridulce: o bien desconfianza ante un proyecto totalitario deshumanizador, o bien frustración ante un proyecto inalcanzable, por el que no vale la pena esforzarse.
El término utopía fue inventado por Tomás Moro, un célebre humanista y político de la Inglaterra de Enrique VIII. Murió mártir en 1535, siendo Lord Canciller del Reino, acusado de alta traición por no prestar el juramento antipapista frente al surgimiento de la Iglesia anglicana.
Utopía es precisamente el título de su obra más famosa, publicada en 1516, donde describe una isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, donde reinan la paz y la justicia.
Moro acuñó este término griego que da nombre a la isla (y que significa literalmente u-topos, ningún-lugar) para denominar una sociedad ideal, y por tanto inexistente. La obra está inspirada en La República de Platón, donde se describe asimismo una sociedad idealizada.
Con el paso del tiempo, el término se ha popularizado como sinónimo de perfección u objetivo inalcanzable, si bien Moro no le atribuye explícitamente ese matiz en su obra.
Proyectos que terminan, y proyectos que nunca terminan
En los proyectos humanos, que se definen ante todo por su finalidad u objetivo, podemos hacer una distinción entre aquellos que tienen una finalidad determinada, cerrada, y aquellos otros cuya finalidad permanece siempre abierta.
En los primeros es posible verificar si su finalidad se ha cumplido, si el proyecto ha llegado a buen término. Podríamos decir que el paradigma de proyecto cerrado es la construcción de una máquina o artefacto tecnológico.
Una parte esencial de cualquier proyecto de ingeniería consiste en poder realizar el control de calidad, es decir, verificar que el artefacto responde a lo que se esperaba de él, que satisface los objetivos que fueron definidos al comienzo del proyecto.
Cuando el proyecto está terminado, ahí queda, con la tarea de mantenerlo en su sitio, de que no se deteriore: la carretera se mantiene con el firme en buenas condiciones, la central eléctrica sigue produciendo energía, la mesa no cojea.
Pero hay otro tipo de proyectos que no tienen una finalidad perfectamente definida y cerrada a priori. Esto es, no obstante, hasta cierto punto paradójico, pues si no puedo comprobar si se han alcanzado los objetivos del proyecto, ¿en qué sentido puedo decir que hay “proyecto”? ¿Hacia dónde voy, si no tengo forma de comprobar que ya he llegado?
Creo que vale la pena examinar con más detenimiento esta dificultad, porque los proyectos más importantes que nos traemos entre manos son precisamente de esta índole, abiertos.
Para ver más claramente la diferencia, pensemos en un proyecto educativo de instrucción en determinadas habilidades: como los objetivos del proyecto están claros, es posible evaluar formalmente si los alumnos los han alcanzado o no, si ya son competentes: han aprendido a conducir un vehículo, a resolver determinada categoría de problemas matemáticos, a realizar este ejercicio gimnástico.
En cambio, en un proyecto educativo integral –que nunca es mera instrucción– no es posible afirmar que se ha alcanzado la meta, siempre estamos abiertos a un crecimiento ulterior.
La meta de los proyectos personales y sociales
Algo completamente análogo ocurre con un proyecto de desarrollo personal, de familia, o de comunidad: sus objetivos no son alcanzables en esta vida, en el tiempo de la historia. Y esto nos puede ayudar a comprender que el ideal de una sociedad perfecta tampoco será alcanzable dentro de la historia. Pero, entonces, ¿acaso no es frustrante proponer una meta que se sabe nunca se alcanzará? ¿Para qué esforzarse?
Mirémoslo de otra manera. Si consideramos la sociedad misma, el conjunto de estructuras sociales, como un artefacto proyectado, diseñado y construido por nosotros, con objetivos verificables, como si fuera una máquina (ingeniería social), ¿qué ocurrirá cuando hayamos alcanzado esos objetivos?
Parece claro: del mismo modo que ocurre con los artefactos mecánicos, habrá que mantener un estricto control de calidad para que la sociedad permanezca dentro de los límites de lo proyectado (como ocurre en la película El Bosque). Será el fin de la historia, la congelación del tiempo, la eliminación de toda creatividad humana, la muerte del espíritu.
Lo hemos visto en tantas obras ya clásicas de ficción que muestran la distopía (término inventado precisamente como antónimo de utopía): Un mundo feliz, de Aldous Huxley; 1984, de George Orwell; Farenheit 451, de Ray Bradbury. Como explica María del Rosario González Martín:
“La diferencia entre la utopía y la distopía es la realidad y la libertad. Las utopías se vuelven distopías cuando se topan con la realidad y la libertad. Entonces las utopías se transforman en ideologías totalitarias para no salirse de su proyecto utópico fijista. Las utopías son como fotos, cristalizaciones de un momento que reclaman eternidad; pero la eternidad de esas utopías supone no moverse de la foto, y por tanto totalitarismo”.
En otras palabras: la pretensión de alcanzar la utopía social dentro de la historia no puede evitar la trampa de la supresión totalitaria de la libertad. Alcanzar la utopía es caer en la distopía.
La inalcanzabilidad de la meta, por tanto, no es algo negativo, sino algo positivo. Deja abierta la puerta a la mejora continua, como fruto de la libre iniciativa humana, hacia una meta que siempre es “meta–”, más allá.
Así pues, la utopía es indeseable: o bien por inalcanzable y frustrante, o bien por alcanzable y totalitaria. Pero, en tanto que inspiradora, la utopía sí que es deseable. Es decir, aunque la meta sea inalcanzable, la utopía marca la dirección en la que caminar: si no tenemos utopía, no sabemos hacia dónde ir.
Podemos mejorar, crecer, podemos acercarnos a la meta, aunque nunca será completamente nuestra: la plenitud a la que estamos llamados permanece siempre abierta, como el horizonte hacia el que siempre caminamos sin alcanzarlo nunca. La mejora es real, aunque nunca completa y perfecta, por eso seguimos caminando. La sociedad perfecta no es realizable en este mundo, dentro de la historia. Está fuera del tiempo, en un no-lugar.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog del autor De máquinas e intenciones.
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