El pensador científico Jorge Wagensberg dejó dicho en uno de sus aforismos que las lagunas del conocimiento suelen ser inundaciones de sólidas creencias. Una de esas “sólidas creencias” es la de la maldición de Tutankamón, por la cual, toda persona que se acerque a la tumba de un faraón egipcio estará condenada a morir en breve.
Todo empezó cuando, en noviembre de 1922, el egiptólogo Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes. A partir de ese momento empezaron a morir personas relacionadas con el descubrimiento. El caso más famoso es el de Lord Carnarvon, mecenas que financió la excavación, que murió tras ser picado por un mosquito en la mejilla. Parece ser que al afeitarse se le infectó la herida que causó el fatal deceso.
A la muerte de Carnarvon siguió la de su hermano, Aubrey Herbert, que fue testigo del descubrimiento de la momia. Tampoco se salvó el hombre que dio el último golpe al muro que blindaba la cámara donde se encontraba el sarcófago. De igual manera que tampoco se salvó de la maldición el hombre que radiografió a la momia de Tutankamón. Cuentan que al ir a hacer la autopsia, a la momia le encontraron una herida en la misma mejilla donde a Lord Carnarvon le picó el mosquito.
En resumidas cuentas, la creencia de la maldición de Tutankamón se fue haciendo cada vez más sólida, y los periódicos sensacionalistas del momento difundieron la leyenda a lo largo de la década de los años veinte, llegando así hasta nuestros días. El éxito de tal creencia se atribuye a la imaginación de Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, y escritor de gran influencia en su época.
Fue en el año 2012 cuando la maldición volvió a golpear fuerte. Un virus transmitido al ser humano a través de dromedarios avanzaba a paso lento, pero seguro, por Oriente Medio. Se trataba de una enfermedad parecida al SARS (síndrome respiratorio agudo grave que fue reportado por primera vez en Asia en el año 2003) y que estaba causando estragos, extendiéndose por Arabia Saudí y dejando a su paso un reguero de muertes. Era el MERS, causado por un coronavirus propio de los murciélagos que habitan las tumbas egipcias. De nuevo, la leyenda maldita de las momias faraónicas tomaba fuerza.
El MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio) es una enfermedad respiratoria vírica provocada por un coronavirus que, para entendernos, es primo hermano del que hoy nos tiene en alerta. Sin embargo, la diferencia entre la covid-19 y el MERS radica en la capacidad de adaptación a la transmisión humana. Mientras que el MERS implica un contacto íntimo, la covid se transmite con mucha más facilidad.
Lo importante de todo esto es que una creencia como la maldición de Tutankamón, originada en los años veinte, no encontró sitio en nuestro siglo. Desechando teorías mágicas, la investigación científica llegó hasta el descubrimiento del MERS y, con ello, al hallazgo del murciélago como reservorio natural de la mayoría de los coronavirus existentes.
A partir de este hecho primordial se están realizando los avances en la activación de las distintas vacunas para paliar la epidemia que hoy asola nuestras vidas. El secreto de dicha epidemia radica en nuestra relación con el medio ambiente, con el hábitat natural de los animales, lugar sacro que hemos profanado sin miramiento y, hasta ahora, impunemente. Esa es la verdadera maldición.
Los saltos de los virus animales a los seres humanos no deberían sorprendernos, es más, deberían formar parte de nuestro conocimiento para evitar que las creencias y las teorías conspiranoicas ocupen un lugar que no les corresponde.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento
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