—Yo no soy irrespetuoso ni maleducado, soy francés, están discriminando mi cultura.
Podría ser una línea de diálogo de una obra de Miguel Mihura o de Jardiel Poncela, pero no se dejen engañar, es incluso mejor que eso, quizá un día esta frase sea esculpida en piedra como principio de una nueva épica.
La realidad es insaciable y no hace más que robar a la ficción momentos que solo podrían guionizar los genios del teatro del absurdo: la persona que pronunció estas palabras se llama Guillaume Rey y fue despedido de su trabajo como camarero en un restaurante de Vancouver en agosto de 2017. Nuestro protagonista ya había sido previamente amonestado varias veces por su «tono agresivo y demasiado directo» con sus compañeros de trabajo.
Guillaume Rey ha interpuesto una denuncia en el Tribunal de Derechos Humanos de la British Columbia por discriminación cultural, apoyándose en que su jefe le había especificado que no tenía ninguna queja respecto a su trabajo, ni respecto a cómo atendía a los clientes, el problema había sido su tono y modales en el trato con los compañeros que estaban bajo su supervisión.
Esto quiere decir que Canadá, y por ende el mundo entero, asistirá a un juicio donde nuestro héroe deberá justificar, como si no fuese obvio, que su modo de manifestarse es parte de su cultura y que el problema es de quienes tienen la piel demasiado fina y no son capaces de interactuar con personas para quienes los parámetros de lo que es cortés o grosero han sido colocados en límites ligeramente distintos.
La baza de la cultura es una jugada tan magistral que ha pillado con el pie cambiado a los ingenuos que simplemente esperaban que Guillaume Rey se volviese a su casa avergonzado, hiciese examen de conciencia, se disculpase y expiase su pecado de soberbia. Pero no. Quien pensó así no tuvo en cuenta que la cepa más pura de la arrogancia se destila en París, y que los camareros, como guardianes de las esencias, la sirven con guantes blancos para beber a sorbitos pequeños.
El síndrome de París y el problema de negar la realidad
Solo desde Japón llega cada año un millón de turistas a la capital francesa buscando todos los clichés que les han vendido acerca de la Ciudad de la Luz: los puentes del Sena desde donde ver puestas de sol dignas del mejor fondo de Windows, la subida a la Torre Eiffel, mujeres elegantísimas con bolsos de Chanel, cafés donde comer macaronsde todos los colores acompañándose con banda sonora de acordeón y rodeados de bohemios con boina. Entonces llega la realidad, que, como ya dijimos, tiene la mala costumbre de coger argumentos literarios y retorcerlos hasta asfixiarlos lentamente, los japoneses se encuentran con la «hospitalidad» parisina y el impacto es mayor de lo que algunos pueden soportar.
El profesor Hiroaki Ota, psiquiatra japonés afincado en Francia, describió en el año 2007 lo que vino a llamar el «síndrome de París», que afecta principalmente a turistas japoneses y por el que al menos veinte al año tienen que ser devueltos a Japón acompañados por una enfermera. Según el profesor Ota, era provocado por el choque cultural, especialmente por el hecho de que en Japón el cliente es siempre el rey allí donde va, así que darse de frente con la arrogancia autóctona, en crudo y sin hablar ni una palabra de francés, tiene, en individuos para los que el silencio es una forma de belleza, consecuencias devastadoras. Los síntomas pueden ir desde tristeza o ansiedad, en sus manifestaciones más leves, hasta mareos o alucinaciones, en casos más graves. La embajada japonesa ha visto necesario habilitar una línea de emergencias veinticuatro horas para atender este tipo de casos.
A simple vista pudiera parecer una especie de síndrome de Stendhal inverso llevado un poco al límite del drama, pero es que se han documentado casos incluso de un paciente que se creía Luis XIV, de una madre y una hija que se encerraron en la habitación de su hotel convencidas de que el personal estaba conspirando contra ellas o de una mujer que aseguraba que estaba siendo atacada con microondas; no queda más remedio que creer que hablamos de una dolencia real. Nadie que venga de una tradición de guerreros que son capaces de suicidarse por honor se degradaría de esta manera voluntariamente, esto es obra de profesionales. Conseguir que alguien experimente este estrés postraumático sin ni siquiera tocarle solo puede ser obra de maestros arrogantes con años de tradición.
La realidad es sádica pero, por suerte, no tanto, así que, una vez devueltos a su entorno habitual, los afectados por este estado transitorio de desorden psicológico vuelven a la normalidad.
Por si no fuese suficiente un síndrome causado por la interacción con sus ciudadanos y quedasen dudas acerca de la cultura de la arrogancia, en 2012 París fue elegida la capital más hostil de Europa, así que en 2013 la oficina de turismo de la capital, atónita como si todo fuese un terrible malentendido, mon dieu, envió a los parisinos una especie de manual de las buenas maneras con los turistas, convirtiendo en una prioridad nacional cambiar el parecer de los que les rodeaban. Fueron contratados embajadores que aparecían en los aeropuertos y las estaciones saludando sonrientes en inglés a todo el que llegaba. Alguna mente brillante no cayó en la cuenta de que solo hay una cosa más terrorífica que que alguien sea hostil contigo, que ese alguien de repente quiera ser tu mejor amigo. Sí, los embajadores de sonrisas corporativas, que decían «bienvenido a Francia» en inglés en cada estación, podrían estar en un episodio distópico de Black Mirror, pero tampoco, el mejor material siempre se lo queda la realidad.
Come to the dark side
Nuestra cultura occidental y judeocristiana es implacable, los humildes y obedientes por mandato divino no soportan ni la más mínima disidencia, de ahí la estupefacción cuando alguien decide abrazar la arrogancia como base cultural, como rasgo de carácter y como propia naturaleza. La noticia de Guillaume Rey, de su despido y de su denuncia, ha dado la vuelta al mundo. La humanidad educada en la parábola del buen samaritano y en el poner la otra mejilla asiste estupefacta al espectáculo de quien no pide perdón, y abre mil entradas en Google y en Tripadvisor preguntándose el porqué de este atropello. Expertos francófilos aportan su punto de vista como si fuesen antropólogos del siglo XIX que observan aborígenes: dando grandes vueltas argumentativas, apelando a la Revolución francesa, buscando el motivo por el que alguien querría escoger el lado del mal, como si fuese un misterio, como si viviésemos ajenos al atractivo del lado oscuro.
La respuesta es insultantemente sencilla, porque caer bien es el camino fácil y la rendición.
El problema no son ellos, sino nosotros. Cualquiera diría que nuestros ademanes cosmopolitas y los vuelos low cost a cualquier parte del mundo nos habrían curado ya este prejuicio traidor hacia cualquier cosa que no se parezca a lo que conocemos o que, pareciéndose, nos haga sentir mínimamente incómodos. Iría siendo hora de asumir que cada vez que viajamos estamos invadiendo el espacio de las personas que viven en ese lugar. Nos iría mucho mejor si admitiésemos, como adultos, que puede ser que los parisinos no se alegren de vernos, que tal vez el hecho de que casi cien millones de personas tomen su capital al asalto cada año no es la mejor manera de hacerse agradable.
No es nada personal, es que nadie les tiene cariño a los turistas, como nadie les tiene cariño a las termitas ni a la fiebre amarilla. París lleva siendo el primer destino turístico del mundo siglos, si no fuese por los parisinos ya la habríamos partido en trozos y vendido como souvenirs. Ser arrogante es, en este caso, una maniobra de supervivencia, una forma de resistencia, de no rendirse, de mantenerse en pie cuando sabes, sin lugar a dudas, que un tsunami de personas va a invadir todo tu espacio vital y que están dispuestas a cualquier cosa con tal de tener unas buenas vacaciones y poder demostrarlo.
El Tribunal de Derechos Humanos de British Columbia deberá decidir si la arrogancia es efectivamente parte de la cultura francesa y, en caso de serlo, hasta dónde se pueden forzar los límites de la cultura propia en nuestra interacción con los demás.
¿Qué pasará si Guillaume gana su demanda ante el tribunal y la arrogancia se reconoce como culturalmente francesa? Pues que tendremos que dejar de quejarnos y admitir que han vencido, incluso podría ser que, como sucede siempre que los hechos ajustan la lente con la que miramos las cosas, nos empiece a parecer más interesante la arrogancia y dejemos de pensar en ella como algo negativo, porque la connotación cambia por completo.
Se decía hasta no hace mucho que Francia tiene el mejor país, la mejor gastronomía, la mejor moda, el arte… y tuvieron que compensarlo con los franceses. Acuñar el sello de calidad de la arrogancia sería la jugada maestra que lo cambia todo, ya que significaría que ganarán siempre, tanto cuando sean arrogantes, porque estarán siendo fieles a su cultura, como cuando sean amables, porque nos harán cuestionarnos qué hemos hecho mal para no ser tratados con la idiosincrasia local; experimentar el desprecio de los autóctonos se podría convertir en algo ceremonial, como el té en Japón, una misa cantada o la recreación de una batalla.
El arrogante, no lo olvidemos, es un héroe que da un paso adelante y se enfrenta a cara descubierta con las hordas de buenos y humildes, con los sonrientes bienintencionados que invaden Instagram con fotos de cruasanes, con los que piden kétchup para acompañar un bœuf bourguignon y les contesta impasible, con la nariz apuntando al cielo y levantando una ceja: «N’est pas possible, monsieur».
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