Todas tus preguntas pueden ser respondidas, si eso es lo que quieres. Ahora bien, una vez hayas aprendido las respuestas, nunca podrás desaprenderlas. (Neil Gaiman. American Gods)
Hace muchos siglos, cuando las ciudades volvían a caminar a gatas, recién desperezadas de su letargo, y los seres humanos todavía no sabían lo que significaba la humanidad, un dios desconocido se atrevió a desafiar al Dios único y verdadero.
El Dios único y verdadero tenía cien nombres, tantos como lenguas había en el mundo. Al sur del Mediterráneo se llamaba Al-lāh; al este se llamaba Yahveh y se llamaba Tetragrámaton; al norte se llamaba Altísimo y Señor y también Jesús; en las tierras del hielo se quiso disfrazar de Wotan para no causar temor; al oeste del Atlántico aún no había desembarcado porque el oeste del Atlántico aún no existía. El Dios único y verdadero lo gobernaba todo. De él dependían la literatura y la medicina. Hacia él se pensaba y para él se componía. En su nombre se prendían lámparas, se recaudaban impuestos y se construían catedrales.
El dios desconocido no tenía nombre —todavía—, pero era más antiguo que los seres humanos, que el mundo y que Dios. Era más antiguo que todo; tan antiguo como el universo. Por eso triunfó.
Altius, altius, altius
Es sabido que el péndulo es la mejor analogía de la civilización. También es sabido que las frases que comienzan con la fórmula «es sabido» suelen servir para disfrazar de autoridad una afirmación esencialmente arbitraria. Al fin y al cabo, la multiplicación infecciosa de un virus, el camino de una fresadora industrial o una pelea a cuchilladas entre dos cangrejos ermitaños serían analogías tan válidas para la civilización como la del péndulo. Lo que pasa es que el péndulo nos sirve para la ingeniería, el urbanismo y la arquitectura y nos permite explicar por qué a la exuberancia helenística le siguió (aunque se solaparon bastante) una relativa modestia etrusca, tras la cual llegó el esplendor de Roma con sus acueductos, sus coliseos y sus panteones, después las tímidas basílicas románicas para terminar con la voluptuosa grandilocuencia arquitectónica del gótico. Luego llegaría el Renacimiento, el Barroco, el Neoclasicismo y así de un lado a otro del péndulo entre lo retraído y lo expansivo.
Por supuesto que la analogía es tan grosera como cualquier otra, porque las basílicas románicas no eran precisamente cuchitriles oscuros y, en más de un caso, su frescura formal las coloca entre los ejemplos más sugerentes de toda la historia de la arquitectura. No obstante, sí que es cierto que los edificios religiosos de la Alta Edad Media eran bastante compactos, de muros gruesos, ventanas exiguas y dimensiones limitadas. Se diría que, más que venerar, los habitantes del alto Medievo querían agacharse, ocultarse, incluso protegerse de un Dios que era único y verdadero, pero también amenazante y colérico. Por el contrario, el gótico, con la luz de sus vidrieras y la esbeltez del espacio, pretendía poner al hombre frente a algo tan inaccesible como era la trascendencia divina. Dios seguía siendo único y verdadero, pero ahora era mucho más que castigo y cólera, era inabarcable e incomprensible. Era metafísico. Era, efectivamente, trascendente. Así que los maestros de obra y los arquitectos de la época desarrollaron, a lo largo de varias decenas, cuando no centenares, de años, el artefacto definitivo para representar la magnificencia divina y elevar así al hombre por encima de sus menudencias terrenas: la catedral gótica.
Esta explicación tan simplista esconde una realidad que, como siempre, atiende a complejas maniobras geopolíticas y económicas. Digamos que los avances en la construcción del gótico tenían tanto que ver con la relación entre los hombres y Dios como con el crecimiento de las ciudades, los cabildos y las diócesis. Cuantos más ciudadanos vivían en ellas, más poderosas eran las urbes, de más dinero disponían y más podían invertir en construir edificios más altos. O sea, que la cosa iba de llegar lo más cerca posible de Dios, pero, además, de que nuestra catedral superase en altura a la de la ciudad vecina porque nuestra ciudad tenía que ser la más grande, la más piadosa y la mejor.
Si a todo esto le añadimos la secular grandeur gala, nos encontramos con que en la Francia de principios del siglo XIII, y en apenas doscientos kilómetros a la redonda, se comenzaron a construir tres catedrales que, gracias a la competencia entre las diócesis de sus respectivas ciudades, se convertirían en olimpo de la arquitectura gótica. Tenían las trazas más ricas, las vidrieras más frondosas, los conjuntos escultóricos más sofisticados y los espacios más esbeltos. Y, sobre todo, eran las más altas. La nave de la catedral de Reims y la de la catedral de Chartres alcanzaban los 38 metros, y la de Amiens llegó a unos desafiantes 42,30 metros. Eran hazañas de piedra levantadas a mayor gloria del Dios único y verdadero.
La batalla por el gobierno del universo
Como bien advirtieron Terry Pratchett y Neil Gaiman por separado, aunque quién sabe si tras haber escrito Buenos presagios al alimón, un dios es tan poderoso como lo sea el fervor de sus fieles. En la Francia del gótico, el Dios único y verdadero era todopoderoso, pues todos los hombres le veneraban y todo se construía en su honor. Sin embargo, el dios desconocido, que había descansado plácidamente durante el románico, apaciguado por sus muros gruesos y sus ventanas estrechas, comenzaba a reunir seguidores. Quienes más devoción le profesaban eran, precisamente, los maestros canteros y los arquitectos. Eso sí, le veneraban en secreto; tan en secreto que ni siquiera ellos mismos lo sabían. El dios desconocido no tenía nombre —todavía— y su oración no se pronunciaría por primera vez hasta cuatrocientos años más tarde, pero era mucho más poderosa que todos los salmos y todos los versículos. Decía así: «Dos cuerpos se atraen con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa». Tardaron cuatrocientos años en bautizarlo, pero el dios desconocido se llamaba Gravitación Universal y su palabra era ley.
Lo arquitectos del gótico oraban al Dios único y verdadero, pero los templos que construían se regían por la Gravedad, que era el nombre que la Gravitación Universal recibía en la Tierra. En cada nuevo muro colocaron arbotantes y pináculos construidos en nombre de Dios pero diseñados para serenar a la Gravedad. Cada bóveda de crucería, autoportante como una cáscara por muchos arcos que la sujetasen, tenía como último propósito desviar y resistir los empujes y así mantener todo el edificio en pie. Así, las catedrales de Reims, Chartres y Amiens eran hazañas en piedra, pero levantadas a mayor gloria de la Gravedad. Tan trascendentes que su mera forma dibujaba los caminos que trasladaban las cargas desde la cubierta hasta el cimiento.
Estas proezas le debían parecer poco memorables al obispo Guillaume de Grez, cabeza de la diócesis de Beauvais y responsable de continuar las obras de la nueva catedral de la ciudad. La traza inicial de la construcción proponía una altura de 43 metros en la nave, lo cual ya superaría a Amiens, pero de Grez no solo quería que su templo fuese la catedral más alta de Francia, anhelaba ver su edificio inscrito en la historia como la arquitectura más cercana a Dios de toda la cristiandad, por los siglos de los siglos. Entonces, y por mucho que los arquitectos, en su secreta devoción por la Gravedad, le insistiesen en que tal empresa era imposible, el obispo se empeñó en cambiar el dibujo y levantar la nave otros cinco metros, hasta los 48. Además, como triunfante cénit, la silueta de la catedral habría de rematarse con una babélica torre sobre el crucero cuya cresta se alzaría por encima de los 150 metros.
El Dios único y verdadero era lo suficientemente poderoso como para obligar a arquitectos, maestros canteros, ingenieros y albañiles a comenzar las obras. A subir piedras, arcos, contrafuertes y arbotantes en un acuerdo sin firmar con la Gravedad. Pero el problema de los acuerdos precarios es que nacen destinados a estallar en hostilidades.
En 1284, con la construcción apenas empezada, la vibración resonante del viento desestabilizó una estructura demasiado débil y el empuje horizontal, oscilante y repetido, provocó el colapso de dos contrafuertes del ábside y parte de la bóveda del coro. La Gravedad, que sí era verdaderamente todopoderosa, había entrado en combate con Dios y le había derrotado.
Pese a la demostración de fuerza, la diócesis no cejó en su empeño por continuar el edificio, aunque, a partir de ese momento, pusieron gran cuidado en el sistema estructural. Repararon el desastre, añadieron más contrafuertes y ralentizaron el ritmo de las obras. Pero ya no era suficiente. En 1573, casi trescientos años después de que todos los responsables originales hubiesen muerto, se derrumbó la torre sobre el crucero, pues no había manera de mantener la altura de 151,6 metros que alcanzaba en su cúspide. Tras este segundo desplome, la diócesis comprendió que llevaban ya más de tres siglos enfangados en un problema irresoluble y decidió claudicar. Las obras se detuvieron definitivamente sin poner una piedra más; sin ni siquiera haber comenzado la nave principal.
Cien años después, en 1687, Isaac Newton publicó el volumen Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, donde enunciaría por primera vez la ley de gravitación universal. El dios desconocido recibiría un nombre que siempre se escribiría en minúscula porque nunca sería considerado como un dios.
Mientras, la catedral de Saint-Pierre de Beauvais siguió en funcionamiento religioso pero a medio construir, que es tal y como ha llegado hasta nuestros días. José Pijoán escribió en su Summa Artis, de 1927: «En arte hay un onceno mandamiento: no imaginarás sin razonar. La catedral de Beauvais no es un límite hasta donde se puede llegar, sino un más allá por el que forzosamente se tiene que sucumbir». Por eso el interior de la obra está lleno de refuerzos y apuntalajes metálicos, colocados, retirados y vueltos a colocar ya en el siglo XX. Porque nadie confía plenamente en la estabilidad del edificio.
Porque quizá la gravedad no es un dios y se escribe en minúscula, pero los ingenieros y los arquitectos le profesamos un respeto —y un miedo— reverencial. Porque ha gobernado toda la arquitectura de toda la historia de la humanidad. Porque ha gobernado el mundo y ha gobernado el universo desde el principio de los tiempos. Y lo seguirá gobernando. Por los siglos de los siglos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario