Si algo caracterizó al ascenso de las contraculturas occidentales del último tercio del siglo XX fue la aparición de una nueva visión mística de la realidad vinculada al fenómeno New-Age y la proclamación del advenimiento de la Era de Acuario. Idearios que aún resuenan en infinidad de demandas socioculturales del presente. Este movimiento trataba de “curar espiritualmente” a un Occidente “enfermo”, adoptando un estilo de vida basado en principios místicos orientalizantes, inspirado en el modus vivenditibetano.
Entre otras cosas, clamaba por una revisión de la posición del ser humano ante la naturaleza, la búsqueda interior, el abandono de la degradación espiritual provocada por el positivismo y el materialismo devenidos de la revolución industrial y la aceptación de alguna clase de verdad cósmica. Pocos libros fueron tan influyentes en este proceso como El tercer ojo.
Del éxito a la controversia
Publicado en febrero de 1956, el libro ya nació envuelto en sospechas. Su autor, que se hacía llamar “Tuesday Lobsang Rampa”, de aspecto occidental, se presentó en las oficinas ataviado al estilo de los lamas tibetanos. Había sido rechazado por otras editoriales, pero afirmó ser un místico oriental que trataba de transmitir su camino de transformación espiritual, a la par que publicitar en Occidente la causa política del Tíbet.
Entonces leyó la mano del editor, Fredric J. Warburg, y le explicó que había presentido que su editorial tenía el karma correcto para publicar la obra. Hablaba un perfecto inglés con acento de Devonshire, pese a que aseguró haber aprendido el idioma durante su internamiento en un campo de prisioneros japonés, y no supo qué contestar al saludo en tibetano con que Warburg lo recibió en una cita posterior. De hecho, sufrió un oportuno desmayo que justificó diciendo que había reprimido hipnóticamente su conocimiento de las lenguas orientales, durante su estancia en el campo, a fin de no “revelar secretos”.
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El manuscrito estaba bien escrito y tenía cierto interés. Además, tocaba una temática emergente en la cultura de la época, que tendría un público potencial ávido de escapatorias místicas. Podía ser un buen negocio. Sin embargo, Warburg dudaba. Decidió cubrirse las espaldas y enviar el texto a una veintena de especialistas en cultura tibetana, budismo e hinduismo. El dictamen generalizado fue negativo. El libro contenía errores de bulto en la comprensión de las doctrinas tibetanas e hinduistas, con algún aderezo propiamente occidental y otros contenidos imaginarios, como encuentros con el yeti o estancias en la mítica ciudad de Shangri-La. El editor propuso a Rampa publicarlo como obra de ficción, pero éste se negó en redondo, ratificándose en la veracidad de todo lo escrito.
Uno de los consultados fue el antropólogo Agehananda Bharati, nombre adoptado por el austriaco Leopold Fischer, profesor de la Universidad de Syracuse, tras abrazar el hinduismo y ser ordenado monje. En un artículo de 1974 publicado en el Tibet Society Bulletin explicó que sospechó incluso antes de abrir el envoltorio. El tercer ojo olía a tonterías teosóficas y antropoteosóficas. No obstante, tras aportar a Rampa un anticipo de 800 libras, Warburg decidió editar el manuscrito, aportando un prólogo en el que eludía veladamente cualquier responsabilidad sobre su autenticidad.
El éxito de El tercer ojo fue rápido y contundente. La obra había llegado a las librerías en el momento óptimo. Vendió 300 000 ejemplares en apenas 18 meses. Pero también llovieron las críticas de los especialistas. Así, por ejemplo, el diplomático y experto en historia y cultura tibetana Hugh Richardson, que ya hubo rechazado el manuscrito tras ser consultado por la editorial E.P. Dutton, publicó en el Daily Telegraph una crítica extremadamente ácida de la obra, en la que no dudaba en calificarla de “desvergonzada”.
Lo cierto es que la inmensa mayoría de lo que Rampa narraba en su obra carecía de cualquier asimilación con las genuinas creencias vajrayana. Pese a todo, el libro aún permanece en la mentalidad de muchos lectores como una visión fidedigna del Tibet.
El escándalo
El deportista, explorador y tibetólogo austriaco Heinrich Harrer es hoy mundialmente conocido gracias al cineasta Jean-Jacques Annaud, quien llevara a la gran pantalla en 1997 su relato autobiográfico Siete años en el Tibet (1953). Consultado por Warburg y con motivo de la primera edición alemana de El tercer ojo, publicó una crítica tan sarcástica del libro que incluso fue amenazado con una demanda por difamación por parte del editor germano. Optó entonces por hacer algo más y contrató al detective privado Clifford Burgess a fin de que investigara al autor.
El resultado de las pesquisas fue insólito: Rampa era un tal Cyril Henry Hoskin. Había nacido en Plympton (Devon), hijo de un fontanero. Fue un niño enfermizo que no había estado jamás en el Tíbet y que abandonó la enseñanza secundaria. Vivía en Londres desde 1940, trabajando como comercial de instrumental quirúrgico, y no hablaba ni una sola palabra de tibetano. La rocambolesca historia, publicada por el diario Daily Express en 1958, explicaba que el supuesto lama Hoskin, ya en 1948, había dado un giro excéntrico a su vida, adoptando la identidad de Carl Kuan-Suo.
‘Soy Rampa, pero no exactamente’
La primera respuesta de Hoskin-Kuan-Suo-Rampa a la acusación fue comedida, pues no negó la autenticidad del reportaje. En una nota de prensa manifestó que era Hoskin y que había escrito el libro como homenaje al verdadero Dr. Kuan, prisionero ilocalizable en un campo de prisioneros en China.
Esta versión se tornaría en una rocambolesca nota del autor inserta en la siguiente reimpresión de El tercer ojo: allí Hoskin argumentó que, en realidad, su cuerpo se hallaba ocupado por el espíritu del lama Lobsang Rampa. Explicó que, cuando vivía en Surrey, escaló a un árbol para fotografiar un ave, pero resbaló y cayó. Durante la inconsciencia se le aparecería en el plano astral el monje budista, que le pidió ocupar su cuerpo. Y aceptó. Así fue como accedió a todos los conocimientos y vivencias místicas y esotéricas biográficas de Rampa –no de sí mismo, que se diluyó en el proceso– que exponía en su libro superventas.
Por supuesto, este relato no solo influyó poco en las ventas crecientes –la gente cree lo que quiere creer–, sino que alentó una enorme polémica: de un lado, sus partidarios, aceptaron la versión de Hoskin con entera naturalidad. De otro, sus detractores vieron corroborada la teoría del fraude literario. Una confrontación que aún hoy permanece viva, pues los textos de Rampa siguen teniendo lectores, e incluso furibundos defensores, que los consideran como una (discutible) “fuente de inspiración”.
Resulta muy difícil discernir cuánto de lo que cuenta Lobsang Rampa en sus controvertidos libros es cierto, y cuánto –posiblemente la mayoría– es mera invención. No tanto en relación con su visión de las doctrinas budistas y tibetanas, que es tan inverosímil que incluso el decimocuarto Dalai Lama, Tenzin Gyatso, pese a reconocer la importancia de la obra de Hoskin para dar a conocer la causa de su país, hubo de desmarcarse abiertamente de ellas. Sino en torno a su “biografía espiritual”. Posiblemente, su obra pueda caracterizarse como de una oportuna ficción que llegó a las librerías en un momento óptimo y encontró un caldo de cultivo proclive.
Baste un dato: Hoskin-Rampa siempre defendió haber estudiado medicina en Chungking (China) y dijo haber aportado a la editorial ciertos documentos al respecto que nunca se han hecho públicos y cuya autenticidad jamás ha sido verificada. La única noticia, que él mismo relató en otra pieza supuestamente autobiográfica, Tal como fue (1976), es que habría tratado de homologar sin éxito dicho título en el Reino Unido. Argumentó el fracaso en la enconada negativa de la administración británica, que no habría querido reconocer un título emitido por el gobierno de la China comunista. Él, dijo, dejó de insistir.
Con todo, lo cierto es que en su excelente libro Prisoners of Shangri-La (1999), el experto en estudios budistas y tibetanos Donald S. Lopez explica que el texto de Rampa tuvo un efecto paradójico: más allá del demostrado fraude, que solo dañó a su propia credibilidad, Hoskin despertó el interés por la desconocida cultura tibetana en Occidente.
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