Publicado por Álvaro Corazón Rural
Cuando los niños solo teníamos una pantalla al alcance, hubo infinitas sobremesas de fin de semana en las que pusieron Papillon por la tele, la película de Franklin J. Schaffner —el de El planeta de los simios— con Steve McQueen. La historia de un presidiario en las colonias francesas del Caribe que se escapaba de todas las penitenciarías en las que le ingresaban, isla por isla. Tanto en la película como en los dos libros que escribió el protagonista, Henri Charrière, la parte que más se nos quedó grabada a todos era la de la colonia de leprosos encerrados en una isla que terminan ayudándole a huir. En una escena inmortal, un leproso le daba a fumar de su puro al protagonista, que accedía. El enfermo le preguntaba que cómo sabía que su lepra no era contagiosa, y Papillon contestaba: «No lo sé».
Esos leprosos estaban en la isla de las Palomas, que se encuentra en el río Maroni que divide la Guayana francesa y Surinam. Los presos que contraían la enfermedad eran abandonados allí a su suerte, sin alimentos siquiera. Charrière contó que el mayor delito que podían cometer los residentes era poseer una embarcación. Había guardianes apuntando a la isla de las Palomas y disparaban a cualquier piragua que entrase o saliese de ahí. Eso es lo que entendían por control de epidemias.
Años después, se construyó un puente que unía la isla a Saint-Laurent, la ciudad de cuarenta mil habitantes que está en la costa más cercana, se dio atención médica a los enfermos y un trato humano. Desde entonces se le ha cambiado el nombre y denominado como la isla de los leprosos. Y las pérgolas bajo las que vivían estos ahora sirven de toldos para irse de pícnic. Son un reclamo turístico.
Otra isla de leprosos que aparecía en Papillon era isla del Diablo. La más pequeña de las tres que componen las islas de la Salvación, originalmente una leprosería, que fue convertida en la prisión más dura del mundo de la que nadie, nunca, ha escapado. En la película es el último lugar, aislado, donde le confinan. Y se duda muy seriamente de que pudiera haber salido de ahí motu proprio.
Esta fue, durante muchos años, la mejor solución que se le ocurrió a la civilización para tratar a los leprosos: meterlos en una isla. En Europa, la isla cretense de Spinalonga fue una colonia de leprosos entre 1903 y 1957. En Hawái se estableció la de Kalawao, en la península de Kalaupapa de la isla de Molokai. La península de una isla, lo más aislado posible. Allí se envió entre 1866 y 1969 a todo el que contrajera la lepra, no se le permitía salir ni recibir visitas, y se le declaraba legalmente muerto para el Gobierno hawaiano. En África, la isla Robben, en la que estuvo preso Nelson Mandela, hasta 1931 fue una colonia de leprosos. Y había negros y blancos. Antes de que Madiba trajera —más o menos— la igualdad, ya estaban igualados por la lepra. En la India, entre tanto, eran más expeditivos: a los leprosos los enterraban vivos.
La experiencia de Molokai tuvo una réplica en Filipinas, en la isla de Culión, que fue llamada coloquialmente la isla de los Muertos Vivientes por la leprosería que albergó entre 1904 y 1987 a miles de enfermos. Fue la mayor del mundo. Actualmente viven allí tres mil quinientas personas. En la época en la que se confinó a los leprosos, se triplicó esa cantidad de población.
La historia de la llegada de la lepra a Filipinas es harto curiosa. Se dice que en 1633 el emperador del Japón cargó un barco con todos los leprosos japoneses que pudo reunir y se lo envió a los misioneros españoles que estaban en el archipiélago. Si no eran recibidos, el capitán de la nave tenía orden de hundir la embarcación con los enfermos dentro en lugar de regresar. Este simpático gesto del emperador era una muestra de desprecio por las actividades de los misioneros católicos en sus dominios en plena época de las persecuciones de cristianos y sus revoluciones correspondientes en el periodo del sogunato. Aunque está registrado que antes de la llegada de los españoles a esas latitudes los indígenas ya conocían la lepra. Pensaban que era un castigo de los dioses y hacían lo mismo que los hindúes: enterrar vivos a los enfermos y santas pascuas.
No obstante, los franciscanos recibieron el barco del emperador con el irónico mensaje de: «¿No queríais convertir japoneses?», y se hicieron cargo de ellos. Ese es el origen, se cuenta, de la leprosería de San Lázaro, en Manila, fundada en 1635. El poder de los franciscanos fue creciendo en el archipiélago, especialmente después de la expulsión de los jesuitas decretada por Carlos III, pero en una ocasión, en una de las muchas rebeliones que se desataron contra los españoles, se vieron obligados a huir. El hospital quedó abandonado, los leprosos escaparon y se dedicaron a vagar por ahí. La lepra se extendió y los leprosos siguieron campando por sus respetos propagando la enfermedad como nunca antes se había visto. Cuando se quiso actuar contra la epidemia hubo que establecer tres leproserías, la ya existente de Manila, una en Cebú y otra en Palestina, al lado de la ciudad de Nueva Cáceres, que ahora se llama Naga City.
En 1898, los españoles perdieron definitivamente Filipinas y su lugar en la administración de las islas lo ocupó Estados Unidos. Hasta entonces las leproserías se mantenían con fondos públicos y donaciones. Los americanos no se anduvieron con esas sutilezas, y tomaron la decisión de meter a todos los leprosos en una misma isla e impedirles todo contacto con la civilización. Hubo persecuciones policiales por todo el archipiélago.
Primero fue en la pequeña isla Cagayán de Sulu. En el Diccionario geográfico de Malte-Brun, del siglo XIX, se decía que era muy fértil y que tenía un gran puerto. Pero los estadounidenses tuvieron problemas para establecer un sistema de agua potable y tuvieron que llevarse a los leprosos a Culión, una isla de las Calamianes en el mar de la China, donde solo había un fuerte español, Parola, para defender las Filipinas de los piratas. Los habitantes de la isla fueron enviados a otra cercana, Busuanga, por su bien.
Para hacerse cargo de la leprosería, el arzobispo de Manila designó a un jesuita, el padre Manuel Vallés, un veterano misionero que conocía el cebuano, el idioma de los primeros leprosos que llegaron. Estaba listo para ser enviado a la leprosería de Gandía, en España, pero por la misión en Culión se canceló su viaje. Dicen que se puso tan contento por el cambio que tuvo que rezar para que el Señor contuviese su alegría, ya ven qué atractiva le resultaba la madre patria. Se le unió otro jesuita, el hermano Juan Ferrerons, y un equipo médico. Ellos recibieron dos meses después a los primeros leprosos, unos cuatrocientos, llegados en dos barcos. Estaban aterrorizados. Destrozados. Se habían separado de sus seres queridos, de sus amigos, de sus pueblos, y se adentraban en algo desconocido.
Días más tarde, llegaron unas hermanas de la caridad francesas. Una de ellas escribió en su diario en qué estado se encontraban los pacientes: «Todos desfigurados, algunos sin nariz, o con los labios o los párpados comidos, horribles de mirar». De otro diario de un sacerdote, se sabe que una Navidad este había dado la comunión a enfermos terminales en condiciones espantosas: «Gente que era sorda, ciega y ni siquiera sentía la hostia en su boca». En un año pasaron a ser seis mil los enfermos confinados en la isla.
En 1910 llegó el padre José Tarrago Aragonés, que trajo instrumentos musicales para montar una banda de música de leprosos, banda que estuvo funcionando mientras duró la colonia. Hizo todo lo posible por animar la vida en la isla hasta que en 1917 le salieron unas erupciones en la piel. No sabían lo que era exactamente, pero no había lugar para las dudas. Le obligaron a cruzar la línea que separaba a los leprosos de los que no lo eran y pasó a vivir con ellos. Tras años de protestas, logró que le enviaran a Manila y con un análisis de sangre como es debido se vio que en realidad no había contraído la enfermedad. No quiso volver a Culión y se marchó a una misión portuguesa en China, pero, incapaz de aprender el idioma, volvió definitivamente a España y se retiró. No faltan historias pintorescas como esta entre los jesuitas españoles de Culión. Por ejemplo, Felipe Millán murió por el golpe que se dio al resbalarse después de que un leproso le atacara con un paraguas. El porqué, sin embargo, no ha pasado a la posteridad.
Pero la vida cotidiana en Culión, al contrario de lo que pueda creerse, distaba mucho de ser espantosa. Los leprosos que no estaban postrados en la cama se dedicaban a cultivar sus huertos tranquilamente. Algunos hasta tenían caballos. Aunque no eran autosuficientes y necesitaban suministros del exterior, tenían todos un sueldo del Gobierno, lo que ahora llamamos renta básica. Había ciento veinticinco casas y un hospital con cien camas, en el que solo ingresaban los que ya no podían valerse por sí mismos.
Los casos avanzados solo quedaban en manos de las monjas. Incluso los propios leprosos se negaban a tocar a esos enfermos. En los informes sanitarios que salieron de la isla dice que se volvían «horriblemente repulsivos», que tenían «el cuerpo recubierto de úlceras, de la cabeza a los pies, los ojos en blanco, ulcerados y sin visión, el septumde la nariz había desaparecido y la punta se descomponía. Expelían olores hediondos, la lengua también desaparecía, no sentían gusto ni olfato. No tenían dedos, ni en las manos ni en los pies, tampoco orejas y pronto perderían también brazos y piernas». Y lo peor de todo no era eso, sino que «los enfermos conservan su intelecto para darse cuenta de cuál es su condición, por lo que no les sorprende que les rechacen con odio, sino que haya personas con un sentido de la caridad tan grande y un valor tan maravilloso que dedique su vida a aliviar los sufrimientos de estos pobres desgraciados».
Cuentan las crónicas que era realmente bonito ver a los niños leprosos hacer la primera comunión vestidos para la ocasión. Cuando hacían deporte, una hermana de la caridad escribió que se les veía felices, pero que daba pena verles coger el bate de béisbol sin dedos en las manos. Al campo donde jugaban lo llamaron Raymundo. La orquesta que montó el padre José Tarrago, que se llamaba Angelitos, de dieciséis miembros, amenizaba cada día tocando música española y jazz. También había representaciones de teatro con frecuencia. Y el padre Juan llegó a formar dos comparsas de leprosos para alegrar la vida a los que estaban internos en el hospital. Benditos sean.
El de los niños llegó a ser un problema de orden público. Entre los pacientes surgían parejas y, como es natural, tenían hijos. Los médicos y los jesuitas los apartaban de sus padres y, si no desarrollaban la lepra, los enviaban al hospicio de San José en Manila. Pero los padres no tardaron en protestar y hubo que construir un hogar para estos niños en la propia isla, para que no estuvieran lejos de sus enfermos progenitores. Los datos de la colonia indican que la mitad de los críos que pasaban al menos seis meses con sus padres desarrollaba la lepra. Sin embargo, el jesuita vasco Javier de Olazábal escribió sobre este problema con un enfoque mucho más prosaico: «Lo único que importaba a los padres afectados era que sus hijos contrajeran la lepra, pues era todo lo que podían ofrecerles; de esta manera tenían asegurada su alimentación por el Gobierno».
Otras tensiones llegaron por la cuestión religiosa. Leprosos protestantes convirtieron a su religión a otros leprosos, que abandonaron el catolicismo y empezaron a desafiar la autoridad de los jesuitas. También llegaron leprosos musulmanes, pero aproximadamente la mitad recibieron bautizo cristiano antes de morir. En 1925, tras dos décadas de experiencia, habían entrado mil leprosos por año en la isla y la población se había mantenido en torno a los cinco mil habitantes. Muchos de los tratamientos que se aplicaron eran experimentales, lo que disparó los índices de mortalidad.
La isla estaba dividida en dos zonas. La de leprosos y la de los que no lo eran. Para pasar de una a la otra había puestos de control con policías armados. A pesar de ello, cientos de leprosos lograron escaparse, aunque desde 1920 se registraron menos de cinco huidas por año.
En 1932 hubo otra rebelión, más cruenta, por las restricciones que sufrían los internos, ya que se les impuso una separación por sexos. El jefe de policía, un leproso, reclutó a otros tres leprosos desesperados e intentaron quemar el pabellón de las mujeres. Los jesuitas se referían a ellos como «los rojos» porque usaban las tácticas, decían, que habían empleado pocos años antes los rusos en su Revolución soviética. Llegaron soldados a la isla y repartieron armas entre los médicos, pero, como buenos «rojos», los revolucionarios se levantaron contra su líder por disputas internas y en pocos días las revueltas se apagaron por sí solas.
Sin violencia, los leprosos organizaron su vida de forma democrática y con instituciones propias. Elegían presidente y concejales. Tenían su propia legislación y siempre permitieron el sufragio femenino. Los hombres eran mayoría de tres cuartos, por lo que el voto de las mujeres siempre era el que decidía. Ya en 1912, en el New York Times aparece una crónica anunciando que un leproso americano, Michael Whalen, había sido elegido presidente de lo que denominaron como la primera República Leprosa del mundo, que llegó a tener también su moneda propia, muy cotizada actualmente por los coleccionistas. En 1938, el doctor Gordon Alexander Ryrieprobó en Malasia que la lepra no se extendía por el papel moneda y poco a poco fueron desapareciendo las monedas exclusivas de leproserías. En la leprosería donde trabajaba este galeno, la de Sungai Buloh, llegaron a tener casino.
La II Guerra Mundial tuvo unas consecuencias terribles en Culión. Los japoneses anunciaron que los leprosos no tendrían derecho a ningún tipo de manutención mientras un solo soldado del país del sol naciente necesitase su rancho en el frente. Muchos se murieron de hambre. Los americanos intentaron enviar alguna embarcación con alimentos, pero las hundieron inmediatamente los japoneses. Famélicos, todos los que intentaron huir de la isla en busca de comida fueron masacrados. De los cinco mil leprosos que había antes, en 1945 habían sobrevivido mil ochocientos.
Incluso hoy queda algún enfermo en Culión, pero desde 1988 el Gobierno filipino declaró la isla libre de lepra. Una organización española, Anesvad, con unos spots televisivos muy agresivos, recaudó millones de euros en 2000 en una campaña para acabar definitivamente con la lepra. Su director, José Luis Gamarra, que mientras pedía dinero para los leprosos se paseaba por Bilbao con chófer y dos guardaespaldas reclutados en los gimnasios y discotecas que frecuentaba, fue condenado a seis años de cárcel por apropiación indebida. Se quedó más de siete millones de euros que aportaron los españoles aterrorizados y conmovidos por aquellos anuncios de televisión. Un suceso que traza una línea recta entre el Imperio de los Austrias del siglo XVI y el de la Corrupción en el XXI con la llegada del euro a España. Y todo ello a través de la lepra. Para que luego digan que en la historia no hay poesía.
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