parece increíble que, después de la fatiga que acusaban las naciones del Occidente cristiano, bastase la predicación de un pastorcillo de doce años para desatar un frenesí religioso disparatado que animó una empresa completamente absurda. Esteban, un joven de la pequeña ciudad de Cloyes (no lejos de Orleáns), se presentó en mayo de 1212 en la corte del rey Felipe Augusto de Francia con una carta que, según aseguraba, le había sido entregada por Jesucristo en persona mientras guardaba sus ovejas, con el encargo de predicar la cruzada. El rey lo envió a casa, pero el pastor cayó en un delirio de fervor místico y anunció que encabezaría una cruzada de niños para la salvación del cristianismo. Y que, así como el mar Rojo se había abierto ante Moisés, el Mediterráneo se abriría para que la cruzada infantil pudiera alcanzar Tierra Santa.
En menos de un mes el pastorcillo predicador reunió a millares de niños, unos 30.000 según los cronistas. En compañía de algunos religiosos y de otros peregrinos adultos, salieron de Vendôme en julio de 1212 hacia el sur; el pastor Esteban viajaba en un carrito con toldo y los demás a pie.
La noticia de la cruzada infantil francesa desencadenó un movimiento parecido en Alemania. Un joven campesino llamado Nicolás inició en Colonia la predicación y en pocas semanas reunió a su alrededor un ejército de niños. Al igual que en Francia, la procesión estaba formada por sencillos aldeanos e hijos de familias nobles. Acompañados por vagabundos y prostitutas, los niños alemanes cruzaron los Alpes en dirección a Génova, Ancona y Brindisi.
Es fácil comprender que unos niños, en su ignorancia y afán de aventuras, se dejasen arrastrar a semejante empresa. Lo que resulta difícil de entender son los motivos por los que sus padres les permitieron marcharse, los adultos se tomaron el asunto en serio y ningún sacerdote ni obispo intervino para prohibir la expedición a aquellos Santos Lugares, donde habían fracasado y perecido ejércitos enteros. Acaso fuera precisamente el fracaso de las cruzadas anteriores lo que hizo concebir una última esperanza en las cruzadas infantiles.
LA MARCHA HACIA EL DESASTRE
Unos años antes, en 1199, el papa Inocencio III había convocado la cuarta cruzada, pero no se había dirigido a los reyes sino, expresamente, a los «pobres». A medida que la Iglesia se hacía más rica y poderosa, y era mayor la ostentación que reyes y príncipes ponían en sus expediciones a Tierra Santa, más cundía entre el pueblo llano la idea de que los pobres eran los verdaderos elegidos. De estos ideales de pobreza y humildad cristianas, que inspiraron órdenes religiosas como la fundada por san Francisco de Asís, derivaba la creencia casi mágica en la posibilidad de vencer a los infieles con las armas de Jesucristo. ¿No había dicho Él mismo «dejad que los niños se acerquen a mí, pues de ellos es el reino de los cielos»?
El hombre de hoy en día apenas logra representarse la mentalidad medieval, que combinaba la fe con la ignorancia, la fantasía y una buena dosis de magia y superstición. La mayoría de los protagonistas de aquellas infelices cruzadas partieron con el permiso y la bendición de sus padres. Sólo cuando un pequeño grupo de niños llegó a Roma y logró ser recibido por el papa Inocencio, éste les explicó en tono cordial, pero firme, que eran demasiados jóvenes par ir a una cruzada, y los animó a regresar. Pero para entonces ya había ocurrido la desgracia.
De los que habían salido de Colonia, menos de la tercera parte llegó a la ciudad portuaria de Génova a finales de agosto. El hambre, la sed y las penalidades del paso a pie por los Alpes habían causado numerosas víctimas. También la expedición francesa padeció hambre y sed. Muchos murieron al borde del camino; otros volvieron sobre sus pasos y trataron de hallar el camino de regreso a sus casas. Los pocos que lograron alcanzar Marsella o Génova corrieron en seguida a las playas para vivir el milagro del mar abriéndose ante ellos. Al comprobar que no sucedía tal cosa, su decepción fue inmensa. Algunos pensaron que habían sido engañados por Esteban y volvieron a sus hogares, pero muchos acudían todos los días a la orilla del mar en espera de que se cumpliese el prodigio anunciado.
Algo parecido ocurrió a la cruzada alemana encabezada por Nicolás. Algunos de sus miembros continuaron hasta Brindisi y allí encontraron barcos dispuestos a llevarles a Tierra Santa; otros, en especial las niñas, se quedaron en Italia por temor a las penalidades del regreso. Muy pocos consiguieron volver a las regiones del Rin. Los padres de los niños que habían perecido en el camino, después de haber creído en las promesas celestiales, clamaron venganza terrenal, y el padre de Nicolás fue preso y ahorcado.
Aparentemente, los niños franceses tuvieron más suerte en Marsella. Al cabo de varios días, y como el mar insistía en no querer abrirse, dos mercaderes marselleses se declararon dispuestos a transportarlos sin cobrar, para mayor gloria de Dios. Esteban aceptó la oferta, y los dos mercaderes, Hugo el Hierro y Guillermo el Cerdo, fletaron siete barcos y zarparon. Pasaron dieciocho años antes de que se volviese a tener noticia de lo que había sucedido a sus pasajeros. En 1230, un sacerdote que regresaba a Francia procedente de Oriente contó cómo acompañó a la expedición de Esteban; dos de los siete barcos se habían estrellado contra las rocas durante una tormenta, en la isla de San Pietro, al suroeste de Cerdeña, y todos sus ocupantes se habían ahogado. En cuanto a los niños de los otros cinco barcos, fueron llevados a Argel por los mercaderes y vendidos como esclavos.
Los que no encontraron comprador en Argel fueron conducidos a Alejandría, donde se cotizaban mejor los esclavos francos. La mayoría fue adquirida por el gobernador egipcio para que trabajasen en sus fincas. En total, según el sacerdote, debían sobrevivir aún unos 700; algunos de ellos quedaron libres en el año 1229, cuando el emperador Federico II firmo un tratado con el sultán Malik al-Kamil, pero muchos continuaron siendo esclavos hasta su muerte.
El recuerdo de estas cruzadas se ha conservado en el folklore. Medio siglo después de tan terrible desenlace comenzó a circular la leyenda del músico que encantaba a los niños con su flauta; años más tarde fue convertido en encantador de ratas. Este es el origen del cuento del flautista de Hamelin, que recuerda el trágico episodio de la época de las cruzadas.
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