Heracles, vencedor aún jadeante, arrastra la cabeza de la Hidra ante los atentos ojos de su sobrino Yolao, que porta la antorcha crepitante en su mano derecha, mientras trata de recuperar el aliento. Camina por la ruta sagrada que recorre el trayecto entre Lerna y Eleunte. Tras unos pasos, levanta pesadamente la losa y entierra la cabeza, aquella que ni siquiera el hierro ha podido herir. Los restos del despiadado monstruo acuático ctónico con forma de serpiente salpican el terreno pantanoso próximo a Nauplia. La bestia ha sido masacrada y despedazada, y sus infinitas cabezas esparcidas por la ciénaga oscura. Ha concluido el segundo de los trabajos previstos por el oráculo de Delfos, consiguiendo una prórroga excepcional a una muerte que solo el héroe ha podido burlar.
Pero Heracles desconoce el misterio de la transfiguración. La cabeza inmortal de la Hidra mutará lenta y pausadamente a ser heterocéfalo, mientras el semidiós, ajeno a su destino, emprende la búsqueda de la cierva de cuernos dorados y pezuñas de bronce. El animal quimérico hijo de la Hidra resultará ser un engendro todavía más poderoso que la propia serpiente policéfala. El origen del decimotercer trabajo. El definitivo. Aquel que traerá indefectiblemente la segunda muerte de Heracles.
El animal invencible monocéfalo, la bestia de la cabeza heterogénea, descubierto en 1842 por el explorador Wilhelm Peter Eduard Simon Rüppell, el primer naturalista en atravesar el reino de Abisinia. Rüppell, el primer europeo que observó la rata histricomorfa, el único superviviente hegemónico de su género, un animal dotado de un poder excepcional, casi mágico, probablemente alienígena.
La estructura eusocial de una reina dictadora, con un pueblo subterráneo sometido, dividido en castas dominadas; los sirvientes, los soldados, ambos estériles, y su harén particular, los tres machos fornicadores. Una sociedad altamente organizada, sojuzgada por una hembra mucho más grande que el resto, con un mayor número de vértebras en su columna, un tercio más grande que sus congéneres, nacida para mandar, que obliga a que todos sus súbditos se rebocen en la orina aristocrática, marca indeleble que subyuga a su estirpe. Una reina surgida de la lucha a muerte con otras hembras por el trono.
El animal cuasi ciego, lampiño, repugnante, pero con unos poderes posiblemente venidos desde otro mundo. El heterocéfalo o farumfer, que puede usar las diminutas patas para correr a la misma velocidad hacia delante y hacia detrás, tal es su deforme constitución, condenado como está a un mundo angosto de túneles y galerías asfixiantes, carentes de aire, convirtiéndose por derecho propio en el guardián de un inframundo que antes pertenecía a la Hidra policéfala de aliento venenoso.
El animal que resulta insensible al dolor, una bestia con deficiencias en los neuropéptidos de sus fibras sensoriales cutáneas, haciéndolo indoloro a las agresiones; la insensibilidad, la mayor coraza de protección conocida.
El animal inmune al cáncer, que ha conseguido desarrollar un mecanismo adaptativo de acumulación de ácido hialurónico y de activación de genes supresores de tumores que le permiten resistir a la malignidad celular, en una suerte de supremacía darwinista, que sobrepasa de largo al resto de los mamíferos.
El animal que puede vivir casi en ausencia de oxígeno. Un ser que ha desarrollado extrañas características para adaptarse a un mundo subterráneo en el que apenas hay aire respirable, seleccionando minuciosamente las mutaciones genéticas adecuadas para ello. Un vertebrado asqueroso, capaz de vivir en atmósferas con el 80 % de dióxido de carbono y tan solo el 20 % por ciento de oxígeno, o capaz de sobrevivir durante horas en ambientes con cantidades irrisorias de oxígeno, más próximas a las del planeta del dios de la guerra que a la propia Tierra.
Un animal que además es capaz de adaptarse al frío y al calor más extremos, que adapta vertiginosamente su temperatura corporal a la del entorno, sin inmutarse apenas.
Un animal, además, casi eterno. La extremada longevidad le permite alcanzar la treintena de años, el roedor más longevo del punto azul pálido, según la revista Science. Comparado con una rata común, es como si un humano pudiera vivir mil doscientos años, como si fuésemos contemporáneos del nacimiento de los primeros samánidas de la oriental y lejana Samarcanda. La bestia raída que desafía a la ley de Gompertz-Makeham, aquella que reza que el aumento de mortalidad de una especie depende de la edad. El monstruo que no envejece, cuyo cerebro no sufre cambios con los años, que muestra una senescencia exigua. Un animal que consigue acercarse a la inmortalidad reduciendo su metabolismo en los tiempos difíciles, un ser que vive su vida en pulsos. La rata pulsante.
En conclusión, el animal definitivo, el digno hijo de la Hidra de Lerna. El futuro asesino de Heracles. Tal vez venido de más allá de nuestro sistema solar, proveniente de la eyaculación cósmica de la panspermia, como los cefalópodos, o cabeza-patas, en una suerte de analogía a los seres interestelares de La llegada, en las naves-molusco que exhibían su majestuosidad suspendiéndose en una ingravidez mágica sobre la campiña de las lejanas tierras de Montana.
Afirman los investigadores que, efectivamente, esos seres anómalos no cuadran. Que vienen de estrellas lejanas, o cabalgando sobre cometas más allá de la nube de Oort. Que llegaron aquí tras la explosión cámbrica. Que se conforman como el más alto vértice de la pirámide del segundo foco de complejidad inteligente de la evolución. Que sus huevos fertilizados llegaron criopreservados y protegidos en una extraña matriz en los cometas, cual arcas de Noé, preñando prolijamente los mares paleozoicos, hace cientos de millones de años, en el preciso instante de la máxima fecundidad de los océanos, dando origen a la radiación evolutiva en la época de la Gran Gondwana. Solo así se puede explicar el asombroso nivel de complejidad del genoma de los pulpos, o su cantidad de genes, muy superior al de los humanos. Solo así se puede entender el enorme encéfalo, su sofisticado sistema nervioso, sus ojos más semejantes a cámaras fotográficas que a órganos de animales, sus cuerpos blandos y flexibles, su prodigiosa capacidad de camuflaje instantáneo. La teoría de la biología cósmica, o la tesis de Hoyle-Wickramasinghe, que se añade a otros seres alienígenas que conforman ese bestiario galáctico, tales como los tardígrados, los monstruos de Tully, o las bacterias encontradas a altitudes estratosféricas, a decenas de kilómetros de altura, lejos de nuestro planeta.
O tal vez tales peculiaridades extraordinarias correspondan a robots camuflados provenientes de cierta ruta en diagonal por la Vía Láctea, diseñados por los arquitectos siderales de civilizaciones inteligentes que ya han adquirido la consciencia necesaria de que habitamos un océano interestelar insondable que nos condena a una soledad eterna en nuestro oasis particular, y que solo somos, son, capaces de otear torpemente mundos lejanos y extraños, como el niño que escruta su domo de nieve, siendo dolorosamente conscientes de que estamos condenados a morir sosegadamente, a extinguirnos como civilización, y que nunca, nadie, podrá visitarnos jamás.
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