La humanidad es una fábrica de dioses.
Si una obviedad como esta emite para alguien una vibración escandalosa, ya no digamos blasfema, será, sin duda, porque —creyente o no— se ha educado, como casi todos nosotros, en una cultura de tradición monoteísta.
La hegemonía del Occidente cristiano ha abonado el supuesto de que las religiones monoteístas son las propias de las civilizaciones más evolucionadas. Pero habría mucho que decir al respecto. Baste señalar hacia la «cuna» de nuestra propia civilización, a Grecia y a Roma, donde sabemos que los dioses eran muchos, acaso incontables, siempre dispuestos a acoger a otros nuevos. Bien mirado, el politeísmo es más elástico y más democrático que el monoteísmo, también más confortable. La Iglesia católica se percató muy pronto de esto último y consintió en su seno un politeísmo de baja intensidad, empezando por el dogma de la Santísima Trinidad (¡tres dioses en uno!) y continuando con el vasto y abigarrado santoral, todo un panteón en minúsculas.
Hago estas consideraciones para justificar que nada tiene de extraña la tendencia de nuestra sociedad, en apariencia tan laica, a producir dioses, por muy humanos que estos sean. Tampoco tiene nada de extraña, en correspondencia, la tendencia de tantos humanos a producirse ellos mismos como dioses. La cosa viene de muy lejos, de cuando en el Paraíso Terrenal la serpiente tentó a Eva incitándola a comer del fruto del Árbol del Bien y del Mal con la promesa de que ella y Adán serían como dioses (Génesis, 3:4-5). Haber padecido las consecuencias terribles de esa desobediencia no ha disuadido a los humanos, durante siglos, de intentarlo una y otra vez.
Es curioso lo que ocurre —en español, al menos— con el verbo endiosar. En su primera acepción, el DRAE lo describe como «elevar a alguien a la divinidad». En régimen pronominal, sin embargo, endiosarse significa —siempre según el DRAE— «erguirse, entonarse, ensoberbecerse». En su forma sustantivada, endiosamiento adopta de lleno esta última connotación negativa, y pasa a significar, en su primera acepción «altivez extremada».
De la actividad corriente de endiosar, pues, deriva —se diría que, casi inevitablemente, al menos cuando de personas de trata— una actitud por lo general repudiable: la de tomarse uno mismo por un dios. Muy conscientes de ello, los romanos de la Antigüedad tenían por costumbre, cuando un general victorioso desfilaba por las calles de Roma aclamado por la multitud, hacerlo acompañar por un siervo que, al tiempo que sostenía sobre su cabeza una corona de laurel, le susurraba al oído: «Recuerda que eres mortal». Lo cual no fue óbice para que, tiempo después, los emperadores fueran elevados a la condición de dioses una vez muertos, hasta que Domiciano (siglo I), impaciente por serlo, se declaró a sí mismo dios en vida propia, algo que, si bien causó escándalo en su momento, no tardarían en imitar sus sucesores.
Cuando se recuerda esto último conviene precisar que el término que se asignaba a los emperadores, o que ellos mismos se asignaban, no era exactamente el de dios. El latín distingue entre deus («dios») y divus («divino», «deificado»). Los emperadores eran divus. De este término ha derivado, en español y otras lenguas romances, el de divo, que si bien designa, en primer lugar, al artista (sobre todo al cantante de ópera) que goza de un gran éxito, de forma más extensa viene a calificar a todo aquel que, más o menos «ensoberbecido» por la fama obtenida, se conduce no tanto como un dios propiamente (¿a qué demonios equivaldría eso?), sino como un endiosado.
Parece, así, que el idioma, si bien da por natural y común el acto de endiosar, asume las consecuencias negativas que ese acto tiene siempre sobre aquel en quien repercute, divo o endiosado. Lo que mueve a preguntarse de qué modo le cabría, a quien es endiosado por los otros, resistirse al endiosamiento.
Pues los mecanismos de la vanidad son muy sutiles, por no decir insidiosos. Las cosas nunca son tan groseras como para que uno llegue a plantearse siquiera que está siendo endiosado. El éxito, la fama —los atributos modernos de la divinidad—, suelen ser sentidos, por quien los disfruta, como una especie de retribución. Por muy inalcanzables que a uno se le antojen cuando no los tiene, parecen siempre muy razonables cuando llegan.
Nadie lo ha expresado mejor que Lady Gaga cuando, preguntada hace ya mucho acerca de cómo experimentaba la fama que le había sobrevenido de forma tan súbita, replicó: «Yo siempre he sido famosa, lo que pasa es que nadie se había dado cuenta».
Al parecer, todos llevamos un dios dentro: basta sentirse suficientemente adorado para que emerja. El problema, a continuación, consiste en mantener el nivel de adoración imprescindible. El olvido es la muerte de los dioses, y haber sido endiosado no asegura la perpetuidad del endiosamiento. De ahí que, más allá del brillo y de los beneficios que procuran el éxito y la fama, quienes los disfrutan permanezcan encadenados a ellos, penosamente dependientes de sus adoradores.
En La inspiración y el estilo, ensayo escrito en 1965, cuando él mismo contaba apenas veintisiete años y era un perfecto desconocido, Juan Benet dedica unas páginas asombrosamente sagaces a especular sobre los retos a los que se enfrenta el escritor novel y los riesgos que acechan al escritor consagrado. Acerca de este último dice que la obra que ha edificado «pesa sobre él, y no en vano; el público que le ha aplaudido le reclama, y no sin exigencia; el refinamiento y la autocrítica que le han empujado hasta la gloria le han restringido también su campo de acción y prefiguran su obra futura con un condicionamiento excesivo».
Lo que Benet dice del escritor cabe extenderlo al artista en general y, aún más extensamente, a casi cualquier individuo tocado por la fama. Y digo «casi» porque la televisión, en estrecha connivencia con las redes y con el periodismo rosa y amarillo, ha generado, de un tiempo a esta parte, una inédita modalidad de famoso: el «famoso por ser famoso», etiqueta de uso en la cultura popular para referirse a «alguien que alcanza el estado de celebridad sin ninguna razón en particular, o que logra la fama con la asociación de una celebridad». La definición la saco de Wikipedia, que dedica a esta categoría una entrada particular, en la que se citan como ejemplos a Paris Hilton, Kim Kardashian y John F. Kennedy Jr., entre otros. Sobre esta modalidad de famoso pesa, más que sobre ninguna otra, la dependencia de sus adoradores, a quienes debe proveer continuamente de noticias y declaraciones que sostengan su celebridad.
Pero ciñámonos ahora al famoso por méritos propios, y dentro del amplísimo espectro de quienes lo son, a los artistas y escritores, más en concreto a estos últimos.
Benet habla de la tendencia a la profesionalización del escritor exitoso, de cómo, para mantener el estatus adquirido, «se ve obligado a fijar su atención en aquel trabajo que le rinde mayores beneficios (íntimos y externos) y en aquella índole del mismo que suscita el mejor favor del público», y lo describe como «un hombre que con gran frecuencia —y tanto mayor cuanto ese favor es más alto— debe pignorar su libertad para renunciar a un tipo de ensayos y aventuras que, además de ser poco lucrativas, pueden llegar a indisponerle con el cliente».
Como he dicho ya en otra ocasión, cuesta dar con un escritor que, habiendo alcanzado reputación y fortuna, eluda este proceso, que obra la mayor parte de las veces de manera inconsciente. Mirando alrededor, la reflexión de Benet contribuye, por ejemplo, a comprender la evolución literaria de los más conspicuos escritores españoles del momento; y no me refiero ahora a los escritores llanamente comerciales, sino a aquellos que gozan de más amplia y consolidada reputación. En la mayoría de los casos se advierte cómo, en lugar de dilatar sus alcances, la bien ganada confianza en sus propios recursos y el experto control de sus efectos tienden a constreñir en ellos su campo de acción y parecen prefigurar su obra futura (lo cual, dicho sea entre conciliadores paréntesis, no ha de estimarse por fuerza calamitoso, ni siquiera decepcionante).
Los dioses permanecen prisioneros en sus altares. La primera servidumbre del éxito es el confinamiento del artista en la propia fórmula que se lo ha procurado. Esa fórmula termina por cobrar cierta autonomía, hasta constituirse en una especie de reglamento cuyo eventual incumplimiento suele ser penalizado con el desapego de los propios seguidores.
Hace unos años, durante la campaña de promoción de su novela Falcó (2016), Arturo Pérez-Reverte declaraba: «Soy un escritor profesional, sé lo que he hecho y por qué lo he hecho cuando presento una novela. Una novela debe ser un artefacto que funcione. Para que funcione tienes que poner personajes, estructura, estilo… Lo que tú quieras, pero que funcione. Yo hago el mejor producto posible para que el lector lo reciba de la mejor manera posible. Un lector de cuarenta países, no solo de España, lo que significa que hay elementos muy españoles que hay que diluir, llevar a un marco mucho más amplio. Yo no puedo ir contándole milongas sobre la guerra civil a un lector croata o ruso o japonés… O sea que el trabajo es un trabajo profesional, y procuro que sea lo mejor posible».
Difícil expresar con más contundencia el constreñimiento creativo a que se ve abocado el escritor de éxito, profesional de sí mismo, si aspira a mantenerse en el candelero.
Pero el mismo Pérez-Reverte sirve bien para ilustrar otro rasgo que aflige al autor endiosado. Se trata ahora de la relación con la posteridad. La misma necesidad de alimentar siempre y a toda hora la adhesión de sus admiradores siembra en el autor de éxito una duda razonable: la de qué ocurrirá cuando él mismo no esté presente y no pueda ocuparse personalmente de esa tarea. Basta mirar a nuestro alrededor para constatar el eclipse casi inmediato de tantos autores cuya estrella declinó tan pronto murieron. Cuando no se han cumplido aún nueve años desde su muerte, ¿quién se acuerda hoy, por ejemplo, de Carlos Fuentes? ¿Quién de un escritor como Terenci Moix, fallecido hace apenas dieciséis años? En la primera mitad del siglo XX, los novelistas españoles de más éxito, dentro y fuera del país, fueron, con mucha ventaja, Vicente Blasco Ibáñez y Armando Palacio Valdés, a quienes hoy nadie lee. Incluso en vida, no es difícil que circunstancias más o menos penosas conspiren para desterrar al olvido a quienes disfrutaron de un éxito tan avasallador que bien podía inducirlos a pensar que les era intrínseco. Así, José María Gironella en sus últimos años. Así, en el presente, Antonio Gala.
Las mieles del éxito pueden verse agriadas por la intranquilidad de que dicho éxito, por grande y unánime que sea, resulte pasajero. Una de las marcas indelebles del endiosado es la aspiración a la inmortalidad. Ni la fama ni la riqueza son suficientes para él sin los indicios de una consagración más consistente que la que procuran la popularidad y el mercado. De ahí ese extraño enojo con que tantas veces reacciona el endiosado frente al desdén de la crítica o el desinterés de la academia; de ahí el desasosiego que le produce atisbar la posibilidad de que, por amplio que sea el favor del público, su obra no quede alineada con la de quienes, pese a no gozar de ese favor, sí en cambio reciben un tipo de atención que les permite cuando menos aspirar al olimpo del canon. Y qué dios no aspira a habitar en el Olimpo.
Pero decía Adorno que el ascendente de la fama en nuestra cultura es directamente proporcional al descrédito de la posteridad. Y es precisamente la desaparición del horizonte de la posteridad lo que convierte la fama en una cuestión de simples mortales, cuyo eventual endiosamiento resulta tanto más risible en cuanto ignoran su condición cada vez más fortuita, cada vez más concurrida y perecedera.
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