Publicado por Juan Bonilla
Lo propio de un dios, o de Dios, es andar escondido. Se muestra alguna vez, se hace presente mediante sus intérpretes y sus enemigos, pero cumple su ley de no estar al alcance de la mano sino con sus obras, aspirando —esto ya es teología para principiantes— a que sus obras no solo lo representen, sino que sean «Él», de donde los envidiados creyentes lo vean no porque lo ven, sino porque entienden que un árbol es Dios y las olas del mar que repiten el infinito al llegar a la playa ni te digo, y el manto de estrellas de cada noche también. Así que nadie más copión de la vieja estrategia divina que aquellos artistas que alcanzan la fama, se muestran un poco y chas… cuando crees que me ves cruzo la pared. La invisibilidad les otorga presencia, por decirlo en paradójico. Hay un momento en la sensacional The Young Pope en la que el papa que interpreta Jude Law se lo dice a los asesores que le recriminan que no se muestre a la gente, le piden que se deje ver a menudo, que es necesario que la multitud que se congrega en la plaza de San Pedro vea a su guía. El papa les pregunta quién es el autor más legendario de la literatura norteamericana actual. Después de unos titubeos alguien responde que Philip Roth, y el papa le corrige: no he preguntado por el mejor, sino por el más legendario. La respuesta es Salinger. No tiene que ver solo con que haya producido unas cuantas obras maestras, tiene que ver con la actitud: esa estrategia de huida hacia la invisibilidad, esa querencia por no ser alcanzado, por ser solo obra, esa ambición —enfermiza en su caso— de ocultamiento.
Llamémosla estrategia divina para entendernos: es la que endiosó a Salinger, desde luego, convirtiéndolo en algo más que el autor de unos cuentos tallados con mano maestra y de una novela que generó uno de esos personajes inolvidables que corren el insolente riesgo de volverse arquetipos. Toda su juventud la había pasado en ambientes literarios, anhelando que se le abriesen las puertas de The New Yorker, donde iban a estrellarse muchos de sus cuentos —entre ellos el relato donde comparecía por primera vez Holden Caulfield— y dejándose ver en saraos literarios. Pero antes de que se publicase su primera novela —debía de respirarse en el ambiente— ya se sabía que iba a ser un éxito. Tan calculada parecía su maniobra editorial, que a pesar de que tenía cuentos para estrenarse con un libro de relatos consideró que para pegar fuerte de veras era necesario estrenarse como novelista. Y eso hizo, y en efecto el éxito —junto con muchas malas críticas que despreciaban su lenguaje y no veían la menor poesía en la intensidad poética de la soledad del adolescente que solo desea que los niños no cometan el error de caer por el abismo que lleva a la madurez— fue excepcional. Y a partir de ahí, la necesidad de esconderse. De no dejarse ver. De imponer condiciones estrictas a sus ediciones: nada de ilustraciones, nada de información sobre el autor en las solapas, nada de bandas publicitarias.
No siempre pudo impedirlo, desde luego. Pero parecía saber cuál iba a ser la reacción de los medios y de la gente ante esa actitud: que te quieres esconder, vale, nuestra misión será encontrarte. El acoso tuvo algunos capítulos de veras hilarantes, fotógrafos escondidos en cubos de la basura para obtener una foto del dios, periodistas que se hacían pasar por otra cosa, vecinos recién llegados a los que no les interesaba una mierda nada que no fuera el béisbol… La mística salingeriana funcionó. La revista que antes no dejaba pasar ninguno de sus cuentos podía dedicar en algún numero todas y cada una de sus páginas a un relato de Salinger —el último que publicó, que es ciertamente agotador y oscuro, por no decir francamente malo, ocupa toda la revista con excepción de las páginas de publicidad y las secciones de información cultural y chismes—. El dios no quería saber nada del mundo, pero no podía estar más enterado de todo lo que le concerniera. Interponía demandas y quejas allá donde se saltaban las reglas que había impuesto de respeto a su privacidad o sus exigencias contractuales. Una edición yugoeslava de sus cuentos fue retirada porque el editor había cometido el error de llenar la solapa de información divulgativa sobre el autor y de colocar en la cubierta una ilustración inapropiada. En España debieron de recibir también una queja en Plaza & Janés cuando publicaron Franny y Zooey con un dibujo en sobrecubierta. Cuando quisieron reimprimir, el representante de Salinger ya había acordado con otra editorial la venta de derechos: Alianza —con diseño de Daniel Gil— respetó con escrúpulo los deseos del autor de que en las cubiertas de sus libros solo hubiera letras, las del nombre del autor y las del título del libro.
Es una estrategia que han seguido otros, el más famoso de los cuales es Thomas Pynchon, inmortalizado en Los Simpson cuando aparece con una bolsa de papel cubriéndole la cabeza —aunque la voz del personaje es la de Pynchon, según dicen los hacedores de la serie—. Pero Pynchon es bastante más productivo que Salinger y no parece haber alcanzado esa cumbre que consiste en imitar el gesto de Rimbaud —cosa que Salinger sí hizo: no dejar de escribir, pero sí abandonar todo afán de publicación—. Rimbaud lo hizo bien temprano, no hay carrera tan meteórica como la suya, tan escandalosa también, y es difícil conseguir un epílogo a la altura del suyo cuando se va a traficar con armas, olvidada para siempre la tarea que lo consagró. Por supuesto, en su época el canibalismo de los medios no era el que hoy padecemos, de hecho, a los medios ni les habían salido los colmillos aún. Ser secreto entonces era la norma: ahí tenemos a Lautréamont, del que solo se conoce una foto, y cuya leyenda pusieron en pie los surrealistas necesitados de un abolengo. Una vez le hicieron una crítica destructiva a Pío Baroja, un amigo fue a consolarlo y Pío Baroja se sorprendió: pero no ve usted que junto al texto va un retrato mío de quince centímetros, ese retrato es lo único que verá la gente, el libro ya está agotado, la opinión de ese señor no puede hacer nada contra esos quince centímetros. Era una época deliciosa en la que la aparición de una foto de un escritor nuevo —como entonces era don Pío— resultaba una victoria extraordinaria. Hoy, cuando abundan los escritores que fotografían el plato que van a zamparse en un restaurante cualquiera para poner al tanto a sus seguidores, quizá llevaba razón el joven papa al valorar la excelencia de no dejarse ver: claro que, para alcanzar esa cúspide, hay que previamente hacer noche en un campo base imprescindible: haber hecho algo para que merezca la pena ser visto.
Quien mejor lo ha conseguido en nuestro tiempo quizá sea Banksy, con independencia de que sus obras vayan de la bonitura decorativa más o menos irónica en modo denuncia a la tontería conceptual —eso de la subasta que cuando se acaba pone en marcha un mecanismo que hace trizas la mitad de la obra subastada, que el comprador de todos modos se queda porque hecha trizas va a valer más que como estaba—. Banksy empezó a ganarse fama de grafitero en la ciudad de Bristol, donde están algunas de sus mejores obras, ilustraciones persuasivas realizadas al stencil —el estarcido—. De hecho, uno de sus libros lleva como título un juego de palabras entre la técnica y el existencialismo: Existencilismo. Decoró con sus grafitis el hotel con las peores vistas del mundo, porque estaba en Belén y daba al muro de Cisjordania. Pero lo sustancial de su figura, aquello sin lo que sería Banksy, en el caso supuesto de que no sea una empresa con múltiples operarios, es precisamente el escondite, el no mostrarse, la táctica «joven papa», por decirlo así. Ha generado bastante más prosa, y bastante más interesante, que la que se haya podido escribir sobre sus obras, acerca de la que tampoco hay mucho que apuntar, salvo que el ascenso del grafiti a los mercados de alta cotización artística es considerado por buena parte de la comunidad grafitera como alta traición mientras que los sumos pontífices del arte lo consideran un digno representante del vandalismo que, al no tener nada que proponer, solo merece ser rebajado al nivel de los artistas edulcorados que gustan al gran público, un producto de consumo rápido más, una marca más que hace del misterio dogma. Al principio tenía sentido narrativo: o sea, se entendía que Banksy se había de ocultar porque si no iba a la cárcel. Pero desde que hay un teléfono donde se pueden contratar sus servicios y se arrancan paredes para depositarlas en el chalet de un multimillonario, ese sentido narrativo carece de vigencia.
Mucho más lo tenía Ted Kaczynski, apodado Unabomber, que también se escondía huyendo de la policía después de enviar artefactos caseros a unos cuantos ejecutivos de empresas informáticas y profesores universitarios, convencido como estaba de que el progreso era la destrucción y que Don Quijote sabía bien por qué atacaba a los molinos de viento: no los confundía con gigantes, eran gigantes que se iban a cargar las formas de vida humanas que hasta entonces habíamos disfrutado y padecido. O sea, para Kaczynski, la máquina era el mal absoluto y podía ver en el futuro el día en que se revolvieran contra los humanos, como si les hiciera falta esa jugada, como si no les bastara con colonizarnos las horas. El caso de su captura dio para una serie de televisión y para una estantería bibliográfica. Muchas paredes de universidades americanas se llenaron con eslóganes que decían: «Unabomber es Dios», «Unabomber, presidente». El hombre permanece encerrado hace muchos años y lo estará hasta que se muera, pero contesta amablemente a todo el que le escribe: de hecho, su correspondencia será seguramente su gran obra cuando pasen algunos años.
Más convincente en su afán de borrarse fue el dios del ajedrez, Bobby Fischer, un auténtico misántropo, en constante huida de su propia celebridad. Es el Salinger del ajedrez, aunque dado que el ajedrez es una competición y la literatura no, lo de Fischer tiene otro valor: hay que escalar a la cumbre, demostrar que se es el mejor, y una vez allí, despedirse del mundo. Es decir, sigue la táctica de Dios: se mostró a unos pocos, y esos pocos fueron los encargados de expandir la leyenda. Una vez conseguido el título de campeón del mundo, abandonó el ajedrez profesional, tenía solo veintinueve años, ya solo se le vio desafiando a las autoridades de su país: cuando Estados Unidos impuso un bloqueo a Yugoslavia, Fischer decidió ir a Yugoslavia a jugar contra Spaski y el Gobierno de los Estados Unidos decretó orden de búsqueda y captura, que se hizo efectiva en Japón cuando Fischer quiso abordar un vuelo con pasaporte falso. ¿Por qué a los veintinueve años Fischer decidió borrarse? Hay varias teorías, una de ellas dice que sencillamente después de aquella cumbre que había anhelado desde pequeño no había más que escalar, y descender tampoco estaba entre sus planes, así que prefería no arriesgarse a jugar contra nadie que pudiera vencerle. La verdad es que su destronamiento, a manos de Kárpov, tiene algo de sainete. Fischer impuso unas condiciones para el enfrentamiento imposibles de cumplir y la Federación Internacional le quitó el título. Luego sus pocas apariciones estuvieron rodeadas siempre de un halo de escándalo. En Pasadena la policía lo detuvo porque lo confundió con un vagabundo. Luego lo apresó por lo de Yugoslavia. Cada vez que alguien le acercaba un micrófono soltaba un mitin antisemita y antiyanqui. Incurrió en majadería cuando se alegró de los ataques a las Torres Gemelas. Finalmente, Islandia le ofreció asilo y nacionalidad, sin duda agradecida porque fue en Reikiavik donde nació el gran mito Fischer, allí se proclamó campeón del mundo en lo que se llamó el combate del siglo, y allí murió… a los sesenta y cuatro años, que es el número de escaques del tablero de ajedrez. Los dioses siempre escriben haikus así, pequeños azares para que los creyentes sigan creyendo en la divinidad.
En la maravillosa serie de Sorrentino, «el joven papa» convence a los suyos de que es mejor que el papa no se muestre, o sea, que se muestre su ausencia, la dificultad de llegar a él, su visible invisibilidad: esa es la presencia en la que desea basar su pontificado. Como en un cuento de Borges, uno de los últimos que escribió, «La rosa de Paracelso», conoce el secreto de los milagros, pero sabe que lo importante de los milagros es creer en ellos, esperar que puedan ocurrir, no confundirlos con un truco de magia. Paracelso recibe la visita de un discípulo convencido de que su maestro puede hacer renacer una flor de las cenizas, pero se lleva una gran decepción ante la imposibilidad de su maestro, que solo cuando su discípulo se ha ido, sin el menor esfuerzo, a solas, cansado de su propia divinidad, hace emerger la rosa de sus cenizas. Cuánto de táctica y cuánto de pudor hay en el gesto, ya debe decidirlo cada quien. En muchos casos el marketing y los buenos resultados de este juego del escondite de algunas deidades son las que marcan esa invisibilidad en una época en que las empresas han convertido a los propios usuarios en mercancía siempre expuesta y los datos que nos componen son puro comercio. En otros casos hay una verdad profunda en el gesto de invisibilizarse, huir, ser solo un nombre asignado a unas cuantas obras que, sencillamente, prefiere no ser como los otros. Que esos casos corran el riesgo de ser considerados marketing es inevitable, por supuesto. Todo es marketing ya, pero ya que todo es marketing, hay que reconocer que es bastante menos pesado el que se esconde, por salvaguardar la llama de un misterio o sencillamente porque se pone enfermo de imaginarse en una gira de conferencias, que el que año tras año viene con su sermón a decirnos qué tenemos que hacer para ser buenos, y dignos, y shalalá…
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