En 1992, el autor norteamericano de origen serbio Steve Tesich empleó por primera vez el concepto de posverdad. Lo hizo en su ensayo “Un gobierno de mentiras” (“A Government of Lies”, The Nation), con ocasión del escándalo Irán-Contra, que tuvo lugar durante la administración del presidente Ronald Reagan. En este ya histórico texto, y refiriéndose a la elaboración por parte del gobierno Reagan de verdades alternativas, afirmó:
“Nos alejamos de la verdad acobardados… Buscamos al gobierno para que nos proteja de la verdad”.
Desgraciadamente, este fenómeno se ha ido extendiendo por todo el mundo: ‘posverdad’ es un término incorporado al Diccionario de la RAE, y los diccionarios Oxford eligieron ‘post-truth’ como palabra del año en 2016.
Sin embargo, de acuerdo con el Centro para el estudio de los medios, la comunicación y el poder del King’s College London, la producción de fake news no es un fenómeno reciente; de hecho, se remonta siglos en la historia.
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Mucho antes de que Tesich se refiriera en su ensayo a los bulos, la posverdad y la desinformación, en 1588 se produjo en Inglaterra y Gales un intento relativamente exitoso de intoxicación de la opinión pública: la conocida como ‘Controversia Marprelate’.
Las guerras de panfletos
Esta disputa dialéctica a través de panfletos publicados anónimamente y que se inserta en el ambiente de enfrentamientos doctrinales religiosos frecuentes en la Europa de la época (los autores acusaban a la iglesia Anglicana de ser todavía demasiado papista tildándola de diabólica y corrupta) ha pasado a la historia por constituir un ejemplo muy temprano del uso de la producción de fake news como forma de intoxicar con información cuando menos equívoca a la opinión pública.
Pocos años después de esta disputa surgió también en Inglaterra la llamada ‘Guerra de los Panfletos’, que supuso la consolidación de esta técnica de persuasión basada en textos las más de las veces no contrastados, adictivos y equívocos, cuando no directamente falsos. Como ahora, estos primitivos bulos se basaban en proporcionar al público lo que se sabía que esperaba, aquello que le tranquilizaba y que se acomodaba mejor a su estado de ánimo y de pensamiento. Y curiosamente, durante los años de estas disputas en las que la verdad era sacrificada en aras de la persuasión, el filósofo italiano Giordano Bruno, en sus De gli eroici furori (1585) introdujo la expresión (bien conocida en español) “se non è vero, è molto ben trovato”. Dicho de otra forma, si no es verdad, cuéntalo de modo que lo parezca.
La pregunta es: dado que somos bombardeados, en el siglo XXI como en el XVI, por múltiples campañas de intoxicación informativa, ¿podemos hacer algo? ¿Hay salvación? ¿Existe antídoto para librarnos de esta lacra?
La respuesta, breve y descorazonadora, es que no hay solución mágica, no hay Bálsamo de Fierabrás, que nos permita permanecer inmunes a estos ataques a la razón y a la ética. Esta es la mala noticia. La buena: que sí existen soluciones parciales que, si no eliminan por completo el peligro, sí disminuyen mucho –en algunos casos casi totalmente– el daño.
Aprender a leer con la ficción
El problema no es, como algunos apocalípticos pretenden, internet, lo que nos llega por la red. Hay numerosas fuentes fiables en internet, y una es ésta, The Conversation. Es fácil de entender que, si las personas que nos informan tienen nombre y cara, y trabajan o colaboran con alguna institución fiable de educación, investigación y/o cultura, las posibilidades de estar accediendo a información veraz son muy altas. Pero, ¿y si no tenemos esa pista casi definitiva? ¿Cómo ‘aprender a leer’ de modo que podamos penetrar las auténticas intenciones de la información que nos llega?
En este sentido conviene enfatizar que la proliferación de desinformación no es sino una manifestación más, si bien central, de la progresiva destrucción del componente ético de la comunidad. A remediar esto, y a ‘aprender a leer’, puede contribuir decisivamente la escritura de ficción.
Comprensión discursiva y conocimiento del mundo
La capacidad de comprensión discursiva y el conocimiento del mundo que nos proporciona la lectura, la de la obra de Graham Greene o Miguel de Cervantes, la de Olga Tokarczuk o Bob Dylan, constituye un primer antídoto contra totalitarismos, discursos monológicos y consensos impuestos por sistemas opresivos e injustos.
Sabemos que Horacio en su Ars Poetica definió el propósito de la literatura como el de enseñar y deleitar, y que el poeta inglés Sir Philip Sidney añadió a esta función un componente ético: mover a los lectores hacia la virtud (lo que Sidney consideraba la ‘nobleza’ de la poesía), algo que es incompatible con el engaño o la información falsa. En la actualidad, el experto en literatura comparada chino Nie Zhenzhao, a través de su ‘crítica literaria ética’, afirma en una entrevista que leer literatura “permite a los seres humanos cosechar una forma de ilustración moral, ayudándoles así a realizar mejores elecciones éticas”. La literatura, añade Zhenzhao de forma categórica, “es básicamente una guía para la formación moral de la humanidad”.
Las posibilidades éticas de la literatura
En definitiva, estamos enfatizando la capacidad de la literatura para cambiar la sociedad en la que se inserta. Y este cambio se realiza a través del efecto que los textos literarios puedan tener en cada uno de los miembros de estas sociedades y de las estrategias que éstos ayudan a desarrollar, algo que ninguna otra actividad permite.
A esta potenciación de las posibilidades éticas del texto literario deben contribuir, de forma inevitable para que resulte efectiva y no se convierta en otra forma de manipulación, el crítico literario y, casi con más relevancia, el profesor de literatura. Su tarea es fundamental: contribuyendo a expandir los horizontes mentales de los lectores/estudiantes, señalando la posibilidad de generar una diversidad de significados en cada mensaje, enseñando a reflexionar sobre la postura del Otro y sobre la nuestra, negándose a considerar las soluciones más sencillas –por cómodas que resulten–, y mostrando cómo se pueden y se deben desmenuzar los mensajes aparentemente más inocentes e inocuos, a pesar de su aparente y engañosa simplicidad.
La lectura literaria nos ayudará a descubrir la mentira, fomentando la crítica, separando el trigo de la paja. En suma, y como ya dejó escrito Antonio Machado, aprendiendo a distinguir “las voces de los ecos”.
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