Publicado por Elios Mendieta Rodríguez
En la excepcional Cold War (2018), del director Pawel Pawlikowski, la pareja protagonista, bajo un absoluto y romántico silencio, pasea en barco por el Sena parisino, mecidos por la nocturnidad y tranquilidad del momento, mientras observan la capital y fijan su mirada en Notre Dame, con su icónica aguja sobresaliendo en el plano filmado por el cineasta polaco. Meses después del rodaje del filme, en la Semana Santa de 2019 —tiempos prepandémicos que hoy parecen tan lejanos— ardía la catedral y la citada aguja y parte del techo se venían abajo. Notre Dame, con ocho siglos de historia, quedó dañada, pero pudo ser devorada más aún por las llamas. Surgió, tras el presumible accidente, una inquietud en muchos, una preocupación que, recientemente, no había sido tenida en cuenta en Occidente, al menos desde la Segunda Guerra Mundial —no hay que olvidar que, en febrero de 1945, los aviones de la RAF bombardearon y destruyeron Dresde, conocida como «la Florencia del norte»—: ¿Hasta qué punto están a salvo las obras de arte? ¿Qué peligro de desaparición puede llegar a correr el patrimonio arquitectónico, escultórico o pictórico al que nos hemos acostumbrado a disfrutar? El cineasta Paolo Sorrentinotambién reflexiona sobre ello en su último trabajo, la serie The New Pope (2020, HBO), y más concretamente en su excelso séptimo capítulo: «La Piedad» (1498-1499) de Michelangelo Buonarroti es severamente dañada tras ser objeto de un atentado terrorista. Como en toda su obra previa, la presencia de lo artístico constituye mucho más que un mero deleite estético, ya que para el cineasta napolitano va a ser un tema desde el que repensar la realidad y deliberar sobre los muy distintos retos que nos atañen como sociedad.
The New Pope es la fascinante segunda entrega de la ficción vaticana que empezó cuatro años atrás con The Young Pope (2016). Si en esta última el absoluto protagonista era Pío XIII —magistralmente interpretado por Jude Law—, un pontífice conservador, arrogante y con ínfulas autoritarias que apostaba por un hermetismo mayor de la Iglesia católica y por el rechazo de cualquier medida de talante progresista o aperturista, en la serie estrenada este año el protagonismo es compartido. Pío XIII entró en un coma profundo tras desmayarse en el último capítulo y The New Pope arranca más de nueve meses después, con el papa aún postrado en la cama de un hospital veneciano y con la necesidad imperiosa del catolicismo de encontrar un nuevo obispo de Roma. Y así es nombrado como nuevo pontífice Juan Pablo III —un excepcional John Malkovich, como acostumbra—, un ser tranquilo, amable y elegante, que esconde un turbio secreto y trauma pretérito que le impide su felicidad. Ambos coinciden, tras el inesperado y milagroso despertar de Pío XIII, en la parte final de la serie, y el joven papa recupera la silla petrina de la que había sido apartado por su enfermedad. Sin desmerecer un ápice su intrigante trama y el microcosmos de historias que rodean al citado argumento principal —como ocurre en toda la obra sorrentiniana—, es cierto que resulta aún más importante el amplio grupo de temáticas contemporáneas en las que mete el bisturí para ser analizadas desde una imagen nada inocente y con unos diálogos punzantes y, con frecuencia, hilarantes. En The New Pope Sorrentino reflexiona sobre el estado de la fe, los retos que rodean al catolicismo en la actual era postsecular —por citar a Jürgen Habermas— o el particular modo en que se afrontan los escándalos que han salpicado a la Iglesia en los últimos tiempos. Un ejercicio crítico que realiza desde el mayor de los respetos hacia la institución católica y lo religioso, sin caer en el escarnio más simple y banal. Y en todo ello, el papel que juega el arte es preponderante.
De hecho, la anteriormente referida Piedad de Michelangelo no solo aparece cuando es damnificada por el ataque, sino que la escultura también cobra importancia para tratar de comprender la identidad del protagonista y, más aún, la del propio Sorrentino. En The Young Pope, Pío XIII accede a los Museos Vaticanos para poder ver con tranquilidad la obra, acompañado del cardenal Gutiérrez —un gran Javier Cámara—, y ante ella, emocionado, exclama: «Al final todo se reduce a la madre». El pontífice, como se descubre con posterioridad, fue abandonado por sus progenitores en un orfanato a los siete años de edad y desde entonces espera su regreso, especialmente el de la madre. Siente dolorosamente su ausencia. Por su parte, y como es sabido, en el mármol de Michelangelo la virgen María sostiene el cuerpo yacente de Cristo, que aparenta, intencionadamente, una edad mayor que la madre. Pocos episodios después, el pontífice parece sufrir un desmayo sin consecuencias, hasta caer postrado en los brazos de la fiel Ester, en la misma posición de la escultura del renacentista. En The New Pope, la escultura vuelve a tomar un papel destacado. En el séptimo capítulo —reconocido, con suma justicia, como el mejor de esta segunda entrega—, además de aparecer dañada, La Piedad vuelve a cobrar vida, a convertirse en un impresionante tableau vivant, siendo ahora sus protagonistas Ewa, la madre sufriente, y su hijo enfermo, Arek, anticipándose así, además, la posterior muerte del niño y el descanso definitivo que nos muestra el napolitano al final del episodio en una de las secuencias más poéticas —y místicas, si se quiere—, de toda su filmografía. Pero la cita no termina aquí. Se ha de viajar al final de la serie para demostrar el brillante broche que Sorrentino pone a la misma. Pío XIII, convertido de nuevo en el único obispo de Roma, baja a la piazza San Pietro y abraza a todos los fieles allí congregados. Es subido y tomado a hombros por todos ellos, en la posición de Cristo crucificado, y es llevado en volandas al interior del Vaticano para ser depositado frente a la escultura. En toda esta secuencia Sorrentino muestra la potencia de lo artístico, su marcado simbolismo. «Todo se reduce a la madre» y, finalmente, el protagonista puede dejar atrás su orfandad: son los fieles los que llenan la ausencia y el vacío que para él supuso el abandono, los que le portan hasta descansar frente a La Piedad. En clave autoficcional no se puede olvidar que el propio Sorrentino perdió a sus padres en un desgraciado incendio cuando tenía quince años.
La ciudad de los canales toma un papel destacado en la trama. Como la Roma de La gran belleza (2013) o la más hostil Nápoles de su ópera prima L’ uomo in più (2001), Venecia se convierte, por momentos, en una protagonista más. Es una ciudad a la que Sorrentino dota de un fuerte poder simbólico, y a la que no ha sido ajena en trabajos previos. Sin ir más lejos, la primera temporada vaticana pone el cierre allí, en una plaza atestada de fieles, deseosos de escuchar las amables palabras del pontífice. También en la excepcional Youth (2016), el compositor Fred Ballinger —Michael Caine— sueña que se ahoga mientras camina por una piazza San Marco prácticamente vacía, mientras no puede escapar de la crecida del agua. Este largometraje se cierra, al mismo tiempo, con la visita de Ballinger al camposanto veneciano en el que están enterrados Igor y Vera Stravinsky. Mucho antes de que Sorrentino llegase al séptimo arte, otro músico, el alemán Gustav von Aschenbach, también huye a esta ciudad en pos de reencontrar la anhelada inspiración, y allí le sacude la peste del cólera seca, en una Venecia que es más que nunca una ciudad de muerte, pero de la que no puede escapar, atrapado por la belleza del joven Tadzio. Thomas Mann describe en La muerte en Venecia (1913), novela que luego Luchino Visconti convertirá en película en 1971, la primera ensoñación con aguas cenagosas que tiene el ficcional Von Aschenbach, y que igualmente conecta, aunque un siglo después, con la pesadilla que Ballinger —también músico y apático con el oficio creativo— sufre al inicio de Youth.
La serie que nos ocupa abre, de este modo, donde lo deja la anterior. Vemos a Law postrado en una cama de una habitación de hospital absolutamente renacentista, y está prácticamente desnudo, mientras que una cuidadora limpia con una esponja su cuerpo, con solo una diminuta toalla ocultando el sexo del protagonista. La secuencia ofrece un inusitado erotismo, una provocación más del esteticismo sorrentiniano que se convierte en toda una declaración de intenciones del juego que propondrá a lo largo de The New Pope. La única luz que entra en la estancia aparece del lateral, lo que concede al plano la cercanía con los lienzos del maestro del XVII Johannes Vermeer. Emana un color rojizo, procedente de una gigantesca cruz pop que concede un toque kitsch a la situación. No obstante, hay que esperar al séptimo episodio para observar la potencia simbólica que posee la ciudad. Pío XIII pasea junto a su médico por una Venecia absolutamente solitaria, bañada por la oscuridad de la noche: «Venecia está vacía de turistas en enero y los locales se han ido», le comenta el doctor Helmer Lindegard. Resulta curioso y, también triste, observar el desolador vaticinio involuntario de la secuencia: la serie llega a las plataformas, además, el mismo mes de enero, y lo que no conoce el ficcional Lindegard es que, en realidad, Venecia seguirá vacía de turistas, por culpa de la Covid-19, durante los siguientes meses. Pero más allá de la inesperable profecía, Sorrentino continúa aquí proyectando, aunque a otro nivel, el imaginario de ciudad muerta que ya habían trabajando Mann y Visconti, relacionándolo también con la belleza, el poder de la creación o la búsqueda de inspiración. Así se lo expresa Ewa, la esposa del médico, al propio Pontífice: «Venecia es hoy una ciudad muerta». ¡Qué mejor sitio, por lo tanto, para que el protagonista resucite!
Mientras tanto, en el Estado Vaticano la crisis existencial de Juan Pablo III se agrava. Como la inmensa mayoría de los personajes creados por Sorrentino —guionista de sus propios filmes junto al escritor Umberto Contarello—, el personaje interpretado por Malkovich sufre de un trauma pretérito que le impide afrontar el presente con optimismo. Por decirlo con el filósofo Paul Ricoeur, el nuevo pontífice padece una memoria herida que pesa como una losa en su propia interioridad y que no consigue cicatrizar. Si en la injustamente ninguneada This Must Be the Place (2011) el pesar del músico protagonista Cheyenne —Sean Penn— procede de su no superación del suicidio de dos de sus fans y del distanciamiento con su familia, cuyo padre sobrevivió a Auschwitz, en The New Pope, el trauma de John Brannox, nombre secular de Juan Pablo III, surge tras la muerte de su hermano gemelo Adam mientras ambos esquiaban. Es un ser con problemas de adicción que se acusa de poseer una galopante mediocridad, pero que Sorrentino dibuja con inusitada elegancia y atractiva chispa en los diálogos. Y, como acostumbra el napolitano, no exento de ironía. Brannox recibe numerosas llamadas de teléfono de Meghan Markle, quien tiene en el pontífice a su particular personal shopper. Además, deja para la posteridad una de esas grandes frases en forma de geniales destellos que siempre aparecen en los filmes del director. Ante Sharon Stone,quien le visita en la Santa Sede, afirma: «Nunca es pronto para un Gin-Tonic».
Marylin Manson también tiene un divertido cameo en la serie, en conversación con el citado Brannox. No son pocos los artistas, de muy diferentes disciplinas, que de forma directa o indirecta son evocados a lo largo de The New Pope. Uno de los más visibles, como suele ocurrir en todos los trabajos de Sorrentino, es Federico Fellini. El imprescindible creador de Rímini —cuyo cine estudia la investigadora Manuela Partearroyo en relación a otros directores que utilizaron la estética grotesca a mediados del pasado siglo, tanto en España como en Italia, en el recientemente publicado y recomendable libro Luces de Varietés (La Uña Rota, 2020)— se evoca en numerosas escenas de la serie. Es el caso del desfile de la curia que tiene lugar en el primer episodio, y que tanto recuerda al inolvidable pase de modelos eclesiástico de Roma (1972), el delicioso experimento fílmico de Fellini que dedicó a la ciudad en la que vivió desde su mayoría de edad. Justamente, los cardenales que filma Sorrentino se dirigen a la Capilla Sixtina para elegir al papa que ha de sustituir al yaciente Pío XIII. En un primer momento, el elegido es Viglietti, que elige el nombre de Francisco II para su mandato, ya no tanto por el actual Jorge Bergoglio, sino por San Francisco de Asís: «Mi papado será una larga y lujosa manifestación de pobreza. Yo me llamo Francisco II porque hago aquello que haría San Francisco de Asís», declara. De este modo, suprime todos los lujos y pertenencias necesarias a los cardenales, y abre las puertas de la Santa Sede a los refugiados y las personas sin techo. Esta medida de Viglietti que, a priori, parece revolucionaria, no es más que un intento populista y patético del nuevo obispo de Roma por mantener controlados como súbditos a los cardenales. Pero el papa se equivoca, y su pontificado dura pocos días: Francisco II fallece en misteriosas circunstancias que nunca son aclaradas. Sorrentino evoca, de este modo, la también intrigante muerte real de Juan Pablo I, quien duró en la silla petrinatan solo treinta y tres días, en el verano de 1978.
Además de su maestro Fellini —a quien dedicó el Oscar cosechado por La gran belleza, junto a Martin Scorsese, Diego Armando Maradona y Talking Heads— se pueden detectar sutiles guiños al cine de otros creadores, como Stanley Kubrick, David Lynch o Michelangelo Antonioni, pero también de otras ramas artísticas, como Fiódor Dostoievski, Luigi Pirandello, Christo o José de Ribera. Este último, el pintor conocido en Italia como Lo Spagnoletto, pasó gran parte de su vida en Nápoles, y parte de su obra se puede visualizar en la ciudad partenopea, donde Sorrentino nació en 1970. Su cuadro Magdalena Ventura con su marido (1631) —popularmente conocido como La mujer barbuda—, que actualmente cuelga en el madrileño Museo del Prado, aparece ante Pío XIII en uno de sus habituales paseos por los laberínticos paseos del Vaticano, en The Young Pope. ¿Cómo es posible, entonces, que aparezca allí en lienzo? Se debe, sin duda, a que el cineasta juega a torsionar —que no distorsionar— la historia y la realidad, sin que ello se traduzca en una pérdida de verosimilitud. Operaciones como esta, además, esconden un gran juego interartístico. En la ficción siguiente, la desventura de Magdalena Ventura, el ingente pelo que cubre su tez, toma vida en la figura del secundario Attanasio, al que nadie ama por motivo de esta desgracia. Una forma de transvasar el lienzo a la pantalla realmente original por parte del director con la que se evoca, además, un filme de otro de sus más queridos directores, el italiano Marco Ferreri. En Se acabó el negocio (1964), guionizada por el tándem de lujo formado por el propio Ferreri y el logroñés Rafael Azcona, es María la que vive recluida en un asilo, fruto de la vergüenza que le produce que su cara y brazos estén repletos de vello.
El arte, de este modo, toma una importancia capital en toda la trama, tanto en términos de contenido como en la forma. Entendemos ahora la contundente frase que el propio Brannox expresa y que parece tatuada en la propia identidad creativa de Sorrentino: «Digamos que la vida pasa, pero el arte permanece». Esta importancia de lo artístico no es óbice para que el talentoso cineasta encare otras cuestiones de actualidad. Es el caso del feminismo y del papel de la mujer en la Iglesia católica. Un grupo de novicias se va a revelar contra el todopoderoso Voiello e, incluso, veremos cómo una de ellas se tatúa una figura similar a la del famoso logo de Rosie the Riveter en su espalda. También el problema de los refugiados sale a la luz, con el sirio Faisal, que se cuela en el Vaticano y que posteriormente es encarcelado. Y la importancia de saber controlar la información toma gran relevancia, con el objetivo de tener el poder del relato y hasta Voiello, en un momento dado, realiza una defensa de las fake news. No hay que olvidar, como le decía Sorrentino al crítico cinematográfico Luis Martínez, que la fuerza de la religión es que constituye una narración, y que la Iglesia católica ha sabido utilizar perfectamente la gran belleza que atesora con fines políticos.
Y si hablamos de belleza y de un uso inteligente de la misma en pos de sus intereses, el propio Sorrentino no se queda atrás. De hecho, es ya una seña irrefutable de su cine: la consecución de filmes extraordinariamente bellos, en donde el virtuosismo técnico, la cuidada fotografía, el juego con el tiempo en el montaje, la magnética banda sonora o la construcción de planos como lienzos se anexionan con el propósito de generar una auténtica experiencia de la visión y, de este modo, alcanzar una gran belleza en la que se privilegie el componente estético, a la búsqueda de una gran potencia figurativa que se constituye, cada vez más, como signo distintivo de su trabajo en el séptimo arte. Y es esto lo que consigue en The New Pope, demostrando que la reivindicación del componente estético no tiene porque estar reñida con la construcción de un producto audiovisual complejo, original y que suponga, al mismo tiempo, un reto interpretativo para el espectador. En La gran belleza, Jep Gambardella le reconoce al personaje secundario de Sor María que ha estado buscando, precisamente, «la gran belleza», pero sin haberla encontrado. Sorrentino sí parece haberlo conseguido. La salvación que propone mediante su obra está en el arte, a la manera nietzscheana, en el deseo, en el placer, en la propia belleza. Y The New Pope es el enésimo ejemplo de ello. Por eso se ha de reivindicar a Paolo Sorrentino como uno de los grandes autores de la contemporaneidad.
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