DEL TIRADOR A LA CIUDAD
La enseñanza de un jardín zen
Los jardines secos, de piedras rastrilladas en lugar de vegetación o con apenas vegetación, y capaces de evocar un paisaje lunar son lo que reconocemos como jardines zen. Son espacios para la meditación en los que la grava parece congelar el momento en que la piedra cae al agua y, por lo tanto, consigue una imagen inusitada. Tan imposible como el trabajo de un jardinero exquisito que, rastrillo en mano, trabaja descalzo para evitar dejar huellas. Con tanto cuidado que su labor se intuye sin hacer ruido. El jardín de meditación para los monjes alcanzó el kitsch cuando se empezaron a comercializar jardines zen en miniatura para los salones de los occidentales pudientes con supuestas ínfulas culturales, que eran, en realidad, la misma apuesta de siempre por la cultura del consumo para alcanzar la felicidad.
Entre los jardines zen de Kioto, Ryoan-ji es el más famoso. Tiene apenas 23x10 metros y data del siglo X. En él son legendarias sus 15 grandes rocas, en ocasiones rodeadas de musgo, de las que, se ponga uno donde se ponga, solo se pueden ver 14. El 15 se asocia, en el budismo, a la perfección de nuestro 10. Por eso en ese jardín, es complicado alcanzarla. No hay que mirar solo con los ojos para alcanzar la iluminación. Sin embargo, y también en Kyoto, en el templo de Tofuku-ji, un jardín, arraigado en el siglo XIII y ampliado en el XX agranda la lección del famoso templo.
Aquí, corría el año 1939 cuando el abad le pidió al jardinero Mierei Shigemori un plan para mejorar lo que tenían. Shigemori se entusiasmó tanto que trabajó sin cobrar y, de acuerdo con los principios zen, utilizó solo lo que ya tenía: las piedras del lugar y su vegetación para evitar el desperdicio. El resultado fue un jardín abstracto, inesperado, moderno y ejemplar, un jardín para el siglo XX cuya sutil y a la vez contundente lección permanece viva en el XXI.
Lo que Shigemori hizo se resume en la lógica, el reciclaje, la pasión y el atrevimiento. Así aprovechó lo que tenía, pero en lugar de protegerlo lo mezcló. Hizo convivir el musgo con el pavimento gris que había en la entrada construyendo un damero de musgo y piedra que ha sido incansablemente imitado. También convirtió, como en los mejores jardines zen, la grava en agua, rastrillándola y dibujándole ondas y círculos concéntricos. Ideó, finalmente, la marca de la casa: parterres de azaleas construyendo un orden cartesiano y montañas de vegetación que parecían surgir de la grava explicando que donde parece que no hay nada puede llegar a brotar todo.
/21 de agosto de 2015,
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