de les coses que senzillament hem compartit, quan l'esperança no habitava en el meu cor, cercant miratges que no em duien mai a port. És des de l'amor que vull cantar-te i agrair-te tot el que has fet per mi; les teves mirades, les teves paraules m'apropen a Déu, em fan ser feliç de debò. I SÉ QUE TU M'ESTIMARÀS I QUE EM PERDONARÀS QUAN VEGIS QUE M'ALLUNYO. I JO T'OFEREIXO EL MEU COR, LA VIDA, LA CANÇÓ, TOT EL QUE PUC DONAR-TE. ÉS SENZILL COMPARTIR DES DE L'AMOR. I des de l'amor, vull oferir-te els meus somnis i les il·lusions d'un nou present, deixant enrere les foscors i les angoixes que jo sentia quan estava lluny de tu. És des de l'amor que me n'adono que en tu tinc un amic de veritat. I res no em demanes, m'escoltes silent, vull compartir amb tu la vida, l'amor i la fe. I SÉ QUE TU M’ESTIMARÀS I QUE EM PERDONARÀS QUAN VEGIS QUE M’ALLUNYO. I JO T’OFEREIXO EL MEU COR, LA VIDA, LA CANÇÓ, TOT EL QUE VULL DONAR-TE. ÉS SENZILL COMPARTIR DES DE L’AMOR.
un equipo arqueológico polaco-estadounidense, dirigido por Steven E. Sidebotham, de la Universidad de Delaware, y Mariusz Gwiazda, del Centro Polaco de Arqueología Mediterránea de la Universidad de Varsovia, en colaboración con el Ministerio de Turismo y Antigüedades de Egipto, excava desde el año 2008 en el yacimiento de Berenice Troglodytica, una antigua ciudad portuaria situada a orillas del mar Rojo, en el desierto oriental de Egipto, que fue fundada por Ptolomeo II en el siglo III a.C.
Todas las tumbas deberían mirar al mar, que es el morir. Orientarse como una aguja imantada hacia la travesía que comienza. La del cambio de estado, la del cuerpo que vuelve a la tierra como la mierda al ancho azul. Y desde el agua las almas, si es que las hay, verán sus lápidas como cuando los pescadores leían las noticias en las fachadas de sus casas de colores. Una sábana blanca anunciaba la muerte de un pariente. «Lamento que haya muerto». «¿Cómo dice?». «Sí, ¿no ve allí su lápida, al lado de la mía?».
La palabra cementerio deriva del griego koimeterion y significa literalmente «lugar en el que se duerme». El término sustituyó a necrópolis («ciudad de los muertos») cuando el cristianismo impuso su visión de la muerte como un sueño, una sala de espera al más allá. El primer depósito de cuerpos del que se tiene constancia existió hace aproximadamente cien mil años en las cuevas del monte Carmelo (Israel). Las comunidades nómadas que habitaron en ellas empezaron a guardar los cuerpos de sus difuntos en pequeños pozos excavados en la piedra. Las cuevas eran puntos de reunión de los cazadores. «No había distinción entre el espacio en el que vivían, dormían y comían los vivos y donde colocaban a sus muertos», explica Paul Pettit, profesor de Arqueología Paleolítica de la Universidad de Durham (Inglaterra). Los cementerios más parecidos a los actuales surgieron cuando los humanos dejan de ser nómadas, hace unos diez mil años. Los enterramientos reforzaban los lazos de pertenencia con la tierra y eran lugares de conmemoración.
La función de las necrópolis no ha cambiado mucho desde entonces. Aunque sí lo haya hecho la legislación —con indicaciones precisas sobre cómo manipular e inhumar los cadáveres— y el negocio que ha florecido a su alrededor. «Morirse es barato, lo caro es que te entierren», contaba Jesús Pozo durante una visita al tanatorio de la M-30. El escritor sostenía una urna decorada con el escudo de un equipo de fútbol; costaba seiscientos euros hace unos años. La representación del duelo —porque es eso: un teatro, un drama en varios actos— también ha cambiado. Del velatorio instalado en la casa del muerto, con el finado expuesto en la cama durante varios días, hasta la catarsis compartida de las redes sociales. Hace tres años murió uno de mis contactos, tenía veinticinco años. La gente aún sube fotos a su muro de Facebook y le felicitan los cumpleaños.
Los cementerios, como los mausoleos digitales, son lugares para los vivos. «¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos?», escribía Larra en su «Día de Difuntos de 1836». El columnista se refería al «cementerio» político que era Madrid en el siglo XIX, pero olviden eso. Larra seguía: «Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte […]. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y esa la obedecen». Ellos no pagan impuestos ni van a la guerra, decía.
Las lápidas, como plantar un árbol, escribir un libro o tener un hijo, son ficciones de permanencia. Si no, ¿qué sentido tiene seguir ocupando espacio en la tierra? El 2015, el 35 % de las personas que fallecieron en España fueron incineradas, más en las zonas urbanas que en las rurales. Hace tiempo leí la historia de una antigua maestra de pueblo que no quiso ni una cosa ni la otra. Como último gesto hacia los vivos rellenó un formulario para donar su cuerpo a la ciencia. Para seguir enseñando después de irse. Eso sí que es trolear a la muerte.
Y ahora muévanse para ver muertos. Pueden empezar por estos ocho cementerios. No son los más vistosos ni los más ilustres, pero todos tienen una historia. Y algunos miran al mar.
Cementerio de Luarca (Asturias)
El mar que siempre está empezando
El de Luarca tiene mucho de aquel lugar que inspiró a Paul Valéry para escribir El cementerio marino (1931). La necrópolis asturiana no comparte historia con la de Saint Charles de Seté, ciudad natal del poeta, pero sus lápidas contemplan los mismos versos en el horizonte:
Ese techo tranquilo —campo de palomas—
palpita entre los pinos y las tumbas.
El meridiano sol hace de fuego
el mar, el mar que siempre está empezando…
¡Es recompensa para el pensamiento
una larga mirada a la paz de los dioses!
El cementerio de Luarca está situado en lo alto del promontorio de la Atalaya, junto a la ermita de Nuestra Señora la Blanca y el faro construido sobre un antiguo fuerte defensivo. Las lápidas blancas dominan el puerto de punta a punta, de la Encoronada a la de Argumoso. En una de ellas descansa el nobel Severo Ochoa. Un pequeño pinar abraza el recinto, construido a principios del siglo XIX en varias alturas, con los mausoleos en la zona más elevada y las balconadas mirando al este. Desde el espigón, los nichos parecen panales blancos. Una tapia alta separa el cementerio de la carretera del faro. Las memorias del general Ángel Ramos (1904-1996) recogen una escena de la guerra civil: «Los reos fueron puestos mirando a la pared del cementerio […]. Iban solamente atadas a la espalda sus manos, teniendo los pies libres. Se formaron los piquetes, el alférez dio la voz de ¡fuego! Los soldados dispararon y los reos, en lugar de caer, salieron corriendo con las manos atadas a la espalda. Se conoce que ningún soldado apuntó a dar. Huyendo se fueron a las rocas de los acantilados cercanos, empezando entonces una cacería humana, persiguiendo a los fugitivos los soldados, algunos guardias y demás personal que habían ido a presenciar la ejecución. Lograron escaparse tres de los reos». Pese al recuerdo de las balas,
¡Qué pura luz en su esplendor consume
tantos diamantes de impalpable espuma
y qué paz entonces se concibe!
Cementerio civil (Madrid)
El club de la lucha
Hoces y martillos tallados en piedra; frases de Lenin sobre mármol; menorás y estrellas de David; inscripciones en alemán, ruso y japonés; epitafios como el de Marcelino Camacho («Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar») y versos de Miguel Hernández: «Sonreídme, que voy a donde estáis vosotros los de siempre». Todo junto y bien revuelto en la parcela que Madrid puso a disposición de la carne en reposo de ateos, masones, suicidas, comunistas, judíos y protestantes hace un siglo y medio. Descansan, entre otros, Pablo Iglesias (el fundador del PSOE, en un mausoleo de granito rosado), Dolores Ibárruri, Nicolás Salmerón y Francesc Pi y Margall (presidentes de la Primera República), Pío Baroja y Francisco Giner de los Ríos. Quien quizá no descanse tanto sea Johannes E. F. Bernhardt —general nazi que apoyó el golpe militar de 1936 y, tras la Segunda Guerra Mundial, se quedó en España al abrigo impune del generalísimo—. Su cuerpo está enterrado a unos metros de la Pasionaria. Maravillas Leal, una joven de veinte años que se suicidó en 1884, ocupó la primera tumba del recinto civil de la recién construida Necrópolis del Este. Alfonso XII inauguró el recinto el mismo día en que la joven fue inhumada. El conjunto funerario, incluida la parte católica (Nuestra Señora de la Almudena), recibió el sobrenombre de Cementerio de Epidemias por motivos obvios. En 1883, una Real Orden —basada en una ley anterior de 1855— obligó a los municipios de más de seiscientos habitantes a construir cementerios o ampliar los ya existentes con un espacio reservado a los no católicos. La llegada de la democracia acabó con la segregación «obligatoria» de las tumbas.
Aunque no sea vecino de este cementerio, sino del de San Justo, merece la pena recordar que, al contrario que los suicidas como Maravillas, Mariano José de Larra fue enterrado en suelo cristiano. El romántico, muerto mitad por amor y mitad por un disparo en la sien (1837), fue enterrado en sagrado en el cementerio del Norte. Después fue trasladado varias veces, hasta su tumba actual.
Cementerio de San Cristóbal (Comillas)
Gótico y modernista
La historia es bien conocida en Comillas. En algún momento del siglo XVI o XVII, durante una misa de domingo, el administrador del duque del Infantado se enfrentó a los feligreses a costa de unos asientos reservados en la iglesia. Una mujer se negó a levantarse porque en la casa de Dios, mire usted, todos somos iguales. La disputa siguió hasta que el jefe del Concejo abandonó el templo seguido del resto del pueblo. Los feligreses decidieron construir otra iglesia, una «sin privilegios», y el antiguo templo gótico quedó abandonado hasta principios del siglo XVIII, cuando se convirtió en el cementerio de Comillas. Unas décadas después el recinto se quedó pequeño y el marqués de Comillas encargó al arquitecto Lluís Domènech i Montaner la reforma del camposanto. El catalán diseñó un muro bajo, rematado con cruces y pináculos modernistas, que permitiese ver las ruinas originales de lejos. También perforó las paredes del antiguo templo para crear dos grandes arcos que se abren al mar.
Desde lo alto de la iglesia una escultura de Josep Limona vigila las tumbas. Tiene las alas desplegadas y una espada en la mano derecha; si es un ángel guardián o exterminador depende del punto de vista. La Vanguardiapublicaba en 1895: «[…] aquella imagen, de actitud descompuesta y de colérica expresión, no representa el ser angélico que custodia con celestial serenidad, tranquilo en la eficacia de su misión divina, sino una criatura huraña y desaforada que, en vez de guardar, acecha, inquieta, provocadora, furiosa […]. Llimona ha padecido una equivocación. Su estatua podía ser, en todo caso, el ángel tremendo del juicio final o el que lanza del paraíso a nuestros primeros padres. Nunca el custodio de las ruinas silenciosas, nunca el que vela la paz de los sepulcros cristianos». En el croquis realizado por Domènech en 1893 había dos ángeles, uno de pie y otro sentado, pero en algún momento cambió de opinión.
Un arco de piedra rosada —blanda, corroída como un rostro con viruela— se eleva sobre la puerta de entrada. A ambos lados hay una invocación a la Virgen y la inscripción AM (Ave María). La cancela de hierro está decorada con lirios y adormideras, invitación al sueño eterno. En la franja superior hay un memento mori que se cae a pedazos, letras góticas recortadas en chapa (Memo resto / juditii mei / heri mihi / hodie tibi) cuya traducción sería: «Acuérdate de mi condición pues esta será la tuya. Yo ayer, tu hoy».
Cementerio alemán de Yuste (Cáceres)
Muertos de otras guerras
A finales de los años 70, una alemana residente en Mallorca recibió un encargo insólito: localizar los cadáveres de unos doscientos soldados alemanes de la Primera y Segunda Guerra Mundial, exhumarlos y llevarlos a un pueblo de Extremadura. Insólito no por la tarea en sí, sino por lo que dice de un país la forma de tratar a sus muertos. Gabriele Poppelreuter recorrió sesenta y ocho cementerios durante tres años, la mayoría de ellos cerca de la costa. En 1983, el embajador alemán en España inauguró el cementerio militar de Cuacos de Yuste: ciento ochenta tumbas colocadas en una cuadrícula perfecta, marcadas con una cruz de granito oscuro, todas iguales, todas rodeadas de alcornoques y olivos. Una placa anuncia a la entrada: «[Los soldados] pertenecieron a tripulaciones de aviones que cayeron sobre España, submarinos y otros navíos de la armada hundidos. Algunos murieron en hospitales […]. Sus tumbas estaban repartidas por toda España, allí donde el mar los arrojó a tierra, donde cayeron sus aviones o donde murieron». De los que acabaron en Yuste, veintiséis participaron en la primera guerra y ciento cincuenta y cuatro en la segunda; veinticinco tumbas están vacías (in memorian) y ocho no tienen nombre. Casi todos rondaban los veinte años.
El cementerio fue creado por la Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, una organización que recupera y mantiene las tumbas de los militares fallecidos en el extranjero. «Con frecuencia se cree que los muertos de la Legión Cóndor —que bombardeó Guernica— están enterrados aquí. No es así: sus cuerpos fueron llevados a Alemania en 1939 y enterrados en los cementerios civiles de sus familias», aclara. Los alemanes eligieron este lugar porque fue allí, junto al monasterio de Yuste, donde el emperador Carlos I de España (y V de Alemania) se retiró después de abdicar. Estaba corroído por la gota y esperaba que el clima mejorase su salud. Murió de paludismo en 1558. Años después fue trasladado al Panteón de los Reyes en El Escorial.
Cementerio de La Muedra (Soria)
Tumbas sin pueblo
Las verjas de hierro siempre están abiertas. Tras ellas, cerca de treinta tumbas se hunden en la maleza. «Entre las lápidas salen unos níscalos enormes y jugosos», me cuenta un amigo soriano. También hay un mausoleo financiado por los hijos de la aldea que habían emigrado a Argentina. Los indianos, les decían. Hace setenta y cinco años, el pueblo al que pertenecían los cuerpos desapareció bajo el agua. Los últimos vecinos abandonaron sus casas el 30 de septiembre de 1936. «¿Ya vienen los ingenieros a echarnos?», preguntaban desde que empezaron las obras del embalse de la Cuerda del Pozo, que regula el cauce del Duero cerca de su nacimiento. Las casas fueron demolidas, los muedranos recibieron una pequeña indemnización y la mayoría se trasladó a Vinuesa, el pueblo más cercano. Cuando el pantano fue inaugurado en 1941 —con retraso, debido a la guerra civil— lo único que quedó a salvo fue el cementerio, ligeramente elevado sobre una colina. Un pequeño recinto abandonado, con cruces de forja de la antigua fundición del pueblo y un rollo —una columna de piedra coronada con una cruz— frente a la entrada. El símbolo fue trasladado de la plaza del pueblo al cementerio, metáfora de una lápida común para todos sus habitantes. En las pocas fotos que quedan del pueblo, dos mozos con boina se agarran al rollo. Parece domingo. «La gente sigue visitando las tumbas», me explican. Al lado del camposanto, escondidos junto a un camino que discurre en la margen del pantano, quedan otros dos vestigios fúnebres sumergidos en el agua: el campanario de la iglesia, que en años de sequía emerge completo y desnudo (sin campanas, sin reloj), y cinco arcos de piedra de la fundición (la Numantina) que asoman como una serpiente de río.
El cementerio de Teresa (Lleida)
El más pequeño del mundo
Teresa murió hace cien años, pero se había ganado el infierno desde el día en que se juntó con Francisco. Eran primos carnales. La pareja necesitaba una dispensa eclesiástica para «anular» su pecado y casarse en la iglesia. Como no pudieron pagarla no fueron bendecidos por el párroco. En 1916, cuando una neumonía se llevó a Teresa a la edad de Cristo, el cura se negó a enterrarla en el cementerio de Bausén. La ley canónica privaba de sepultura eclesiástica a los apóstatas, masones y excomulgados, a los que se suicidaban «deliberadamente» —por ira o desesperación—, a los que pedían ser incinerados —¿cómo entonces iban a resucitar sus cuerpos?—, a las parejas en pecado y a los matrimonios civiles. El destino de sus restos era, en teoría, un espacio apartado dentro del camposanto (el corralillo). Pero en la práctica muchos cuerpos acababan en un agujero en el monte. «Pretendieron condenarla al olvido y el tiro les salió por la culata», señala la escritora Nieves Concostrina, a quien debo esta historia. Los vecinos buscaron un lugar tranquilo a un kilómetro del pueblo y construyeron un cementerio para ella. Un recinto con su murito de piedra, su cancela de hierro y sus árboles dando sombra a la tumba de Teresa. Dicen que lo construyeron por la noche, a espaldas del cura. La lápida tiene dos inscripciones, la de su marido —«Rercuerdo a mi amada Teresa, que falleció el 10 de mayo de 1916 a la edad de treinta y tres años» (sic)— y la de sus hijos —«A nuestra querida madre». Francisco no reposa con ella. Emigró a Francia tras la guerra civil y a su muerte fue enterrado en Toulouse.
Cementerio de las Columbretes (Castellón)
No man is an island
Illa Grossa es el islote más grande de las Columbretes, un archipiélago volcánico situado a cincuenta kilómetros de la costa de Castellón. En 1892, el hijo de un farero murió después de ponerse enfermo. Tenía dos años. Fue el primer cuerpo de un cementerio que aún no existía. ABC publicó la historia en 1965: «No había teléfono ni radio para solicitar ayuda a nadie. No pasaron barcos aquella mañana. Ni a la mañana siguiente. Ni a la otra… El torrero fabricó un ataúd, cavó una fosa en la caliente arena que se extendía sobre la roca y enterró a su hijo. Luego levantó una tapia alrededor y encima de la tapia colocó una cruz de madera». La inscripción de la lápida es la siguiente: «O. D. M. El ángel Miguel Garau suvió al cielo el 26 de marzo de 1892 a la edad de 26 meses. Sus desconsolados padres le dedican este recuerdo» (sic). En el pequeño cementerio hay otras cuatro tumbas: la de un bebé de tres meses (1907), la de un torrero (1908), la de una niña de once años (1920) y la del artista Alfonso Trillo Capi (1997), que durante un tiempo fue guarda del parque de las Columbretes. España colonizó las islas y construyó el faro a mediados del siglo XIX. Hasta entonces había sido un enclave de pescadores, contrabandistas y piratas. Griegos y latinos lo llamaron Ophiusa y Colubraria, nombres que hacían referencia a la cantidad de serpientes que había en los islotes. En 1975 el faro se mecanizó, el archipiélago quedó vacío y hasta 1982 sirvió como campo de pruebas de los ejércitos español y estadounidense. Seis años después fueron declaradas parque natural.
El cementerio más desolador situado en un islote quizá sea el de la isla del Rey Francisco, en el archipiélago de las Chafarinas. Orientado a la costa de Marruecos, el recinto tiene unas doscientas tumbas cubiertas de azulejos blancos de antiguos habitantes, marineros y presos —políticos y militares desterrados, así como rebeldes rifeños—. La tierra es árida, los muros están enfermos de salitre y las gaviotas han cubierto el suelo de excrementos. Las islas dependen del Ministerio de Defensa, que organiza también las visitas al cementerio.
Cementerio moro (Granada)
Cuerpo a tierra
La rauda de Granada fue construida en 1936 para enterrar a los soldados rifeños que lucharon en el bando sublevado durante la guerra civil. Cerca de cien mil hombres fueron reclutados en el protectorado de Marruecos a cambio de ciento ochenta pesetas al mes, comida y derecho al pillaje. Para el régimen eran voluntarios que «impregnados del amor y la cultura que en ellos ha sembrado España, acudían en socorro inmediato al escuchar los clarines de la llamada de Occidente». Unos veinte mil murieron en combate. Un centenar fue enterrado en la dehesa del Generalife, con vistas a la Alhambra, cerca de aquella otra rauda —cementerio— donde descansan los reyes nazaríes. A la guerra siguió el abandono hasta los años ochenta, cuando volvió a usarse de forma irregular. El Ayuntamiento y la comunidad musulmana llegaron a un acuerdo en 2002 y el cementerio se reformó en 2008. Actualmente está gestionado por la mezquita At-Taqwa («Temor de Alá»). Los entierros siguen el rito tradicional. El cuerpo se lava, se cubre con telas blancas, se coloca sobre el costado derecho, orientado a la Meca y en contacto con la tierra. «De ella os hemos creado, a ella os devolveremos, y de ella os haremos surgir de nuevo», indica el Corán. Pero esta práctica colisiona con las normas de sanidad mortuoria de las comunidades autónomas, que exigen el uso de féretro. Andalucía es la única región que contempla oficialmente «los ritos religiosos del fallecido» siempre que no haya un riesgo sanitario (cadáveres con cólera, rabia o contaminación radioactiva).
Sevilla, Zaragoza y Asturias también tienen cementerios de guerra. El de Barcia, absorbido por el bosque, esconde unos trescientos cuerpos. Los miembros de la Guardia Mora de Franco durante la dictadura fueron enterrados en Griñón (Madrid). El único cementerio islámico del centro de España funcionó al margen de la ley hasta 2014. El Ayuntamiento lo reformó y ordenó el uso de «bolsas estancas o ataúdes de cinc» dentro de fosas revestidas de hormigón. En el resto de la península, los musulmanes tienen espacios reservados en algunos cementerios corrientes. Cuando pueden, repatrian sus cuerpos. Cuando no, echan tierra dentro de los ataúdes para intentar seguir la tradición.
Cementerio de Finisterre (A Coruña)
No es lugar para muertos
La idea quedaba bien sobre el papel: una necrópolis sin muros, sin parafernalia religiosa, integrada en un paisaje sublime, el último cabo de la tierra conocida. Un cementerio que curiosamente es un prólogo (el de un acantilado) y un mirador al llamado «mar de dentro» (el pedazo de Atlántico contenido entre el cabo de Fisterra y la punta dos Carballiños). Una obra con la que César Portela fue finalista del premio Mies Van der Rohe de arquitectura contemporánea: catorce cubos de granito con doce cámaras funerarias cada uno, además de otros tres que albergarían el tanatorio, la capilla y la sala de autopsias. «Esta es la arquitectura en la que me reconozco plenamente: cada vez más desnuda, cada vez más sencilla, cada vez más trascendente, cada vez más personal y a la vez menos personalista […]».
La práctica fue otra cosa distinta. A los vecinos de Finisterre no les convencen los cubos: el nuevo cementerio estaba lejos, disperso, azotado por los vientos de la costa da Morte, cosa mala incluso para los huesos de los difuntos. Portela terminó el cementerio en el año 2000 y desde entonces ha sido un cadáver político. La burocracia y la falta de dinero lo condenaron a la inutilidad. El primer inquilino que tuvo fue un peregrino que en 2011 abrió uno de los nichos, guardó sus bártulos dentro y vivió allí durante dos meses, hasta que el Concello selló la cámara. Algún que otro okupa «de las más diversas latitudes» (Modesto Fraga dixit, portavoz de BNG) se ha dejado caer por allí de vez en cuando.
Al cementerio le falta humanidad. La Topografía, el Silencio, la Ausencia y la Memoria en mayúsculas de las que habla Portela no hacen de los bloques un lugar acogedor. No por ahora. Si hay una tumba que da más miedo que la propia quizá sea la de la tradición. La del lugar reconocible en el mundo. La del hogar en cierto modo. Encuentro una crítica que entronca con esto. Es de una fuente prosaica, un blog de arte cualquiera, pero verán que viene a cuento: «¿Debe la viuda de ochenta años ir a llevar flores en invierno a un lugar sin resguardo en una ladera permanentemente golpeada por el océano? En caso afirmativo, ¿[es] solo para abuelas gafapasta?».
Lanueva temporada de 'Stranger Things'supone el esperado regreso de la serie más popular de Netflix a la plataforma después del parón pandémico. La espera ha merecido la pena: la serie ha regresado con fuerzas renovadas, sin acusar el desgaste de algunos de los momentos desu tercer año, y con episodios que hacen honor a la fama de la producción y asu mezcla única de tragicomedia adolescente y terror / ciencia-ficción de inspiración ochentera.
La serie nunca ha ocultado sus referencias, ni las cinematográficas ni las procedentes del mundo real. Por ejemplo, los protagonistas jugaban a 'Dungeons & Dragons' o se disfrazaban como los personajes de 'Los Cazafantasmas' en Halloween, en referencia al éxito que estos mastodontes de la cultura pop tuvieron en la época. Y por otro lado, abundan los guiños metalinguísticos a clásicos del horror, como a John Carpenter en la banda sonora, a Stephen King en el espíritu general y a 'Pesadilla en Elm Street' en esta nueva temporada.
En esta ocasión, la atención de 'Stranger Things' se centra en parte en una oleada de pánico moral en Estados Unidos en los ochenta, cuyos efectos duraron años y que en algunos casos no se han difuminado del todo, como demuestran las últimas tácticas de la nueva ultraderecha mediática estadounidense. Se trata del Pánico Satánico, un movimiento conspiranoico que marcó durante décadas la imagen de los juegos de rol, los videojuegos y el rock.
Los múltiples tentáculos del Pánico Satánico
Esencialmente, el Pánico Satánico (o Satanic Panic, como se le conoció en Estados Unidos) abarca una serie de acusaciones (más de 12.000), no demostradas, de abusos rituales que se propagaron en Estados Unidos en la década de los ochenta. Fue con el arranque de estos años cuando se publicó 'Michelle Remembers', un libro del psiquiatra Lawrence Pazder en el que usaba una dudosa técnica de recuperación de recuerdos ocultos en el que su paciente (y, ahem, futura esposa) Michelle Smith sacaba a la luz un caso de abusos en el contexto de una secta satánica y que había olvidado a causa del trauma.
La popularidad del caso llevó a un miedo colectivo a la existencia de sectas satánicas en el subsuelo (y los altos cargos políticos) del país y propició otros sonados casos vinculados espiritualmente con el infausto libro de Pazder. Por ejemplo, una serie de acusaciones (cientos de ellas) en 1983 a la guardería McMartin de California, acusada en falso de abusos infantiles, entre otras cosas más folclóricas: que las encargadas eran brujas que se llevaban a los niños volando por la ciudad y que había un intrincado sistema de túneles que conectaban guarderías de todo el país.
El impacto mediático de este caso (que acabó con todos los acusados absueltos en 1990, en lo que es el juicio por conducta criminal más largo y costoso de la historia de Estados Unidos) generó su propio pánico moral por abusos sexuales (y satánicos) en guarderías, pero se considera que todo forma parte del multiforme Pánico Satánico. Del mismo modo que las chifladas teorías conspiratorias de Qanon y los mensajes en pizzerías de Hillary Clinton son coletazos recientes de esa hidra de mil cabezas.
Se celebraron miles de juicios que hoy, con la perspectiva histórica, consideramos dentro de ese enorme fenómeno que fue el pánico moral estadounidense de los ochenta, pero también hubo un impacto social, y ese es el que refleja 'Stranger Things'. Sin entrar en detalles argumentales, hay un momento en el arranque de la temporada en el que se acusa de asesinato y prácticas satánicas, sin pruebas (por parte, como siempre, de los habitantes acomodados del pueblo), a uno de los jóvenes de pintas más dudosas de la zona.
Juegos de rol y otros satánicos entretenimientos de la juventud
Es normal que una serie que siempre ha demostrado un amor desbordante por 'Dungeons & Dragons' (y que recupera en esta temporada, por ejemplo con una secuencia que equipara las emociones e intensidad de una partida con la de un partido de baloncesto) acabe recalando en el Pánico Satánico. El mítico juego de rol fue, junto al heavy metal, el cine de terror y los videojuegos, el gran chivo expiatorio de todos los males morales que los artífices del Pánico Satánico disparaban desde sus zumbadas cabecitas.
La aparición en 1980 de una expansión de las reglas de 'Dungeons & Dragons' titulada 'Deities & Demigods' enfureció a los padres, que iniciaron una campaña en contra del juego de rol. Uno de los casos más sonados fue el panfletario y extremo caso de persecución a un club de rol de instituto en Heber City, Utah, con panfletos cristianos y todo tipo de publicaciones acerca de los signos satánicos y ocultistas que escondían las reglas(que las esconden como guiño, pero ese es tema para otro día).
Los tres de Memphis
Esta vertiente del Pánico Satánico -referenciada de forma implícita en 'Stranger Things'- dio pie a una de sus manifestaciones más tardías, el juicio a los tres de Memphis, una persecución mediática y legal a tres adolescentes acusados de matar a un niño, y cuyo único pecado era básicamente escuchar a Metallica y llevar el pelo largo en un pueblo donde no eran la norma. Si os interesa la historia, es muy recomendables la trilogía de documentales sobre el caso 'Paradise Lost', más un largometraje producido por Peter Jackson, 'West of Memphis'.
Este último caso es uno de los más paradigmáticos, y buen ejemplo de lo peligrosos que pueden ser los pánicos morales: los tres acusados fueron liberados en 2011 después de 18 años en prisión, tras ser condenados en juicios muy irregulares, y donde los chavales se declararon culpables debido a la presión mediática y policial y a interrogatorios que rozaban la ilegalidad.
El reverendo Jim JonesEste pánico a que los jóvenes estén poseídos por Satanás tiene orígenes que se pueden rastrear hasta 1969, año del asesinato de Sharon Tate a manos de la secta de hippies xenófobos de Charles Manson. Y casi una década después, en 1978,la masacre de Jonestown -en la que 918 de miembros de una secta se suicidaron de forma colectiva- alertó a la sociedad estadounidense: había cultos aparentemente inofensivos pero letales operando a la sombra de la sociedad. El perfecto caldo de cultivo para el pánico que se desataría solo unos años después.El Pánico Satánico, como se puede ver, fue más que una psicosis colectiva momentánea: representaba el miedo a que cualquier vecino pudiera estar llevando a cabo actos aberrantes bajo una apariencia apacible. Es un fenómeno que entronca con asesinos en serie que marcaron a una sociedad obsesionada con las apariencias, como Zodiac o el Hijo de Sam y que llegan hasta los delirios de laalt-rightmás casposa de la actualidad.Este extraordinario artículo de Vox(la web, no nuestra humorística ultraderecha particular) mapea muy bien todas sus ramificaciones y manifestaciones más insospechadas del Pánico y Satánico, y 'Stranger Things' es la mejor muestra de hasta qué punto aquella paranoia a nivel nacional ha llegado a formar parte de la cultura popular de nuestro tiempo.