martes, 17 de mayo de 2022

Francisco Suárez, el jesuita que desarrolló una modernidad alternativa

 ¿Qué han aportado el pensamiento y la tradición jesuita al desarrollo sociocultural de la modernidad? ¿Cuáles son sus posibilidades latentes? 

Cuando nos pusimos a investigar, esas dos preguntas eran las que movían nuestra búsqueda. Pero queríamos plantearlas especialmente desde el estudio y recuperación de la obra del pensador Francisco Suárez (1548-1617) en el cuarto centenario de su muerte. Así que sintetizamos nuestras cuestiones en la siguiente duda: ¿puede la obra de los jesuitas ser vista no solo como precursora de la modernidad filosófica, política o jurídica, sino también como expresión de una modernidad alternativa? 

Averiguaciones de la investigación

La modernidad no es un proceso unívoco y lineal, sino que existe una pluralidad de caminos desde el Renacimiento. Estos, en cierto modo, estuvieron en pugna, porque el camino de la modernidad liberal capitalista y eurocéntrica terminó desplazando otros modos de articular la interacción social, política, económica y jurídica entre los pueblos de la sociedad global. 

Las investigaciones de nuestro proyecto sobre el aporte histórico-cultural de la obra de Suárez muestran otras líneas de fuerza aparte de las que se imponen desde el siglo XVIII en el desarrollo de la cultura moderna. Esta novedad diferencia la tradición y el pensamiento jesuita de la modernidad hegemónica globalizada en los últimos siglos. 

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En nuestra investigación, se avanzan líneas que permiten entender la contribución de la tradición jesuita, de otra forma de construir y gobernar la globalización de las relaciones humanas, lo que podemos denominar una ética de la sociedad global

Esta reconoce la igualdad en dignidad y diversidad cultural, que evita las lógicas meramente autorreferenciales de cada pueblo para cuidar una convivencia tanto nacional como internacional. Dicha ética también proyecta la lógica del bien común en las relaciones entre naciones. Considera que el cuidado de cada pueblo no debe estar subordinado a dinámicas de sometimiento de las periferias mundiales a un centro global. 

Por ello, la geopolítica moderna que se desarrolla desde el Renacimiento no puede ser entendida de una sola forma, esa en la que Europa se considera un imperio con respecto al Nuevo Mundo, con el objetivo de conseguir su dominación simbólica y político-cultural y su explotación. 

El jurista alemán Carl Schmitt, miembro del partido nazi, describió el nomos propio de los Estados europeos con respecto a los territorios del resto de la Tierra. En este nomos, todo no europeo aparece como un espacio vacío en un sentido social. Despojado de toda humanidad, se le considera disponible para ser propiedad de otro. 


Frente a este concepto, surge en la Escuela de Salamanca y, en el contexto más amplio de la Escuela Ibérica de la Paz y en la Escolástica Iberoamericana, otro modo de construir la interacción social ante la diversidad en el mundo. 

Puede reconocerse la contribución doctrinal de autores como Francisco Suárez a la Escuela Ibérica de la Paz. Es relevante su aportación a la construcción de una ética y una racionalidad jurídica global humanizadoras y posibilitadoras de formas de vida sociopolíticamente plurales. El estudio y recuperación de las fuentes suarecianas sobre la moralidad y eticidad humana muestra la importancia de considerar a todos los sujetos como tales para la conformación de la convivencia en el espacio público.

Esto permite la construcción de un sentido distinto al reconocido por Schmitt, una justicia inclusiva, descentrada etnocéntricamente, que revela otro derecho de gentes más alineado con lo que hoy denominamos derechos humanos.

Recuperar hoy este patrimonio cultural pasa por entender el proceso histórico en el que realizan sus aportes estos pioneros jesuitas. Frente a las lógicas de conquista que generaba la sociedad global polarizada entre un centro y una periferia y que implicaba una ruptura en la fraternidad dentro del género humano, se orientaron por el criterio del bien común de la humanidad. Ello les supuso enfrentarse a la tendencia dominante en la época, y generar “espacios anticoloniales en la colonia”. 

La articulación de un convivencia equitativa exige no anular la humanidad ni las diferencias culturales de los otros. Este posicionamiento, alentado por lo que hoy denominamos la defensa de la interculturalidad como proceso de comunicación, intercambio y corresponsabilidad ante desafíos comunes, es relevante para encarar los desafíos actuales de una convivencia cosmopolita. 

Conclusiones del estudio

La ética de esta modernidad alternativa, que históricamente se desarrolló sobre todo en el mundo iberoamericano, se alimenta de una cierta comprensión antropológica. Es capaz de acoger la diversidad de gentes y culturas, o de construir una justicia cosmopolita que supere el concepto de Estado en el ámbito geopolítico. Lo hace desde la dignidad y fraternidad humana y frente a la sospecha de inhumanidad de los otros. 

Frente al empobrecimiento de la convivencia pública en la modernidad liberal, emerge esta tradición como proyecto civilizatorio que se enfrenta a las contradicciones éticas del orden liberal ilustrado. Este no ha resuelto con equidad el racismo, la pluralidad cultural, el reconocimiento de subjetividades jurídico-políticas comunitarias no estatales, o la construcción de un orden dinámico cosmopolita que se alinee con un bien común de la humanidad. Al contrario, la legitimación jurídica de la competitividad geopolítica impide cuidar las condiciones comunes que ayuden a sostener las particularidades en una sociedad mundial.

El análisis moral de Francisco Suárez le conduce al reconocimiento de la existencia de una comunidad universalsupraestatal. Esta posee reglas morales que están por encima de los Estados, y se fundamentan en la dignidad de la persona, la unidad del género, el bien común y la igualdad natural de todas las soberanías. Se apunta a un concepto de comunidad propiamente universal, al mismo tiempo que defiende la legitimidad de las diversas soberanías indígenas u originarias en el Nuevo Mundo, porque el poder civil no radica en una fe, sino en la razón natural y en la comunicación y sociabilidad entre los hombres.

Por último, la tradición jesuita muestra que la espiritualidad, en diálogo con las tradiciones culturales, bajo un permanente ejercicio de racionalidad pública y crítica, no excluye las creencias de los diversos grupos a la hora de establecer dinámicas de bien común en la sociedad global. 

Ello nos hace replantearnos cuestiones como la formación integral de la persona en el ámbito educativo, la integración entre diversos tipos de conocimientos y disciplinas y el diálogo entre ciencias y tradiciones espirituales.

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