Publicado por Carlo Frabetti
Como la caridad, la crítica bien entendida empieza por uno mismo, así que empezaré por hablar de mi propio maniqueísmo. Y de mi propia idiotez.
A principios de los años sesenta del siglo pasado, yo era un ateo rodeado de católicos, un vegetariano rodeado de carnívoros, un comunista ingenuo rodeado de burgueses acomodados, un autista rodeado de neurotípicos y un matemático rodeado de gente «de letras». Mayo del 68 y la contracultura aún quedaban lejos y, más que solo, me sentía acorralado, y a veces me refugiaba en una forma típicamente adolescente de arrogancia defensiva: los católicos eran idiotas filosóficos, los carnívoros eran idiotas morales, los burgueses eran idiotas políticos, los neurotípicos eran idiotas sociales y quienes ignoraban (en ambos sentidos del término) las matemáticas eran idiotas a secas. Y, huelga decirlo, en la medida en que me escudaba en tales simplificaciones, el idiota1 era yo.
El maniqueísmo es, en última instancia, un intento de atrincherarnos en nuestras posiciones de una forma «negativa», es decir, negando rotundamente las posiciones contrarias o excluyentes. La forma más sencilla y cómoda de creerte muy listo es convencerte a ti mismo de que los que no piensan como tú son idiotas; la más sencilla y cómoda, sí, pero también la más idiota.
Y la forma más sencilla, cómoda e idiota de creerte bueno es convencerte a ti mismo de que quien no comparte tus valores y convicciones es malo. Y quien no solo no los comparte, sino que los ataca, es malísimo. Es el Enemigo con mayúscula, perverso e irreductiblemente ajeno, casi demoníaco. Pero al pensar de esta manera —y casi todos lo hacemos en ocasiones— no nos damos cuenta de que el maniqueísmo es un bumerán que cada vez que lo lanzamos acaba dándonos en la cabeza.
En una de las dependencias del Memorial del Holocausto de Jerusalén hay dos puertas de salida con sendos rótulos; en uno pone «Personas sin prejuicios raciales» y en el otro «Personas con prejuicios raciales». Naturalmente, todos intentan salir por la primera puerta; pero no pueden hacerlo, pues está cerrada con llave. Y si alguien les pregunta a los empleados del museo por qué está cerrada esa puerta, le contestan: «Porque las personas sin prejuicios raciales no existen». En las últimas décadas se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo y la xenofobia; pero, de alguna manera y en alguna medida, el recelo ante lo étnica y culturalmente distinto sigue vivo en la inmensa mayoría de la gente. Pero entonces, puesto que el racismo —ningún demócrata se atrevería a discutirlo— es puro fascismo, ¿hemos de concluir que la inmensa mayoría de la gente es fascista?
El carnivorismo, perfecta metáfora (o metonimia) del capitalismo depredador y de la sociedad de consumo, es una aberración ética, dietética, económica, ecológica y sanitaria, y por ende política. Producir un kilo de proteína animal supone el gasto —el despilfarro— de hasta diez kilos de proteína vegetal (que además es mucho más saludable), con lo que también se decuplica el consumo de agua y de energía (y de medicamentos). Decía Isaac Bashevis Singer, que sufrió en carne propia los rigores del nazismo, que con respecto a los demás animales todos somos nazis. Y mientras no superemos esta forma resistente y ampliamente generalizada de fascismo interespecífico, no podremos transformar radicalmente la sociedad. Porque una sociedad justa y solidaria, una verdadera democracia, no puede ser violenta, ni xenófoba, ni racista, ni sexista, ni consumista, ni especista…
¿Significa esto que todos los carnívoros y los hinchas de fútbol (forma ritualizada de competitividad violenta) y los que consumen en exceso son fachas? No, a no ser que ampliemos tanto el sentido del término que acabe alcanzándonos a todos. Sencillamente, hay conductas y actitudes que tienden a perpetuar el orden establecido y otras que tienden a transformar la sociedad. Y, como decía Sartre, todos somos medio cómplices y medio víctimas (aunque no hay que entender lo de medio y medio en el sentido literal del cincuenta por ciento: algunas personas son muy cómplices y muy poco víctimas, y viceversa).
Hace veinte años —pero, lamentablemente, podría haberlo escrito hoy— escribí un artículo humorístico (o eso creía yo) titulado «El binarismo, fase superior del maniqueísmo», en el que, entre otras cosas, decía:
El término ‘binarismo’ no viene de Bin Laden, aunque sea igualmente peligroso, ni de Mr. Bean, aunque sea igualmente risible. ‘Binarismo’ viene de ‘binario’, y es la filosofía del interruptor, para el que solo hay dos estados posibles: abierto o cerrado, sí o no, blanco o negro, cara o cruz. ‘Entreabierto’, ‘quizás’, ‘gris’ o ‘canto’ son términos ausentes del diccionario binario… Paradójicamente, el viejo maniqueísmo está muy desprestigiado, a pesar de que, como primera aproximación, es aplicable a muchas situaciones… Sin embargo, la radicalización extrema del maniqueísmo, su fase superior, el binarismo, tiene cada vez más adeptos (ha pasado lo mismo que con el liberalismo: sus formas tradicionales, relativamente moderadas, se consideran simplistas, a la vez que se impone por doquier el neoliberalismo más despiadado)… El binarismo tiene grandes ventajas, pues para su implantación basta con que en el cerebro del adoctrinado haya una sola sinapsis neuronal, con sus dos estados posibles: si hay flujo de neurotransmisores, es abierto, sí, blanco, cara; si no hay flujo, es cerrado, no, negro, cruz… El único problema para la implantación total y definitiva del pensamiento binario es que, a pesar de los esfuerzos de los poderes establecidos y los medios de comunicación, aún quedan personas con más de una sinapsis en funcionamiento. Aún quedan personas en las que la indignación puede más que la comodidad y el miedo.
Pero sería bueno que no solo la indignación se sobrepusiera a la comodidad y al miedo, sino también el diálogo y la comprensión. Que no es lo mismo que la tolerancia.
No hay que tolerar que los antiabortistas se concentren delante de las clínicas y acosen (o intenten «redimirlas») a las mujeres que se disponen a abortar; pero criminalizarlos sería incurrir en su mismo binarismo: no son taimados delincuentes, sino personas movidas por unas creencias irracionales que, nos guste o no, siguen desempeñando un papel fundamental en nuestra sociedad y que, en alguna medida, nos intoxican a todos. Los criminales no son los drogadictos, sino los que trafican con las drogas, y no hay peor droga que el dogmatismo.
No hay que tolerar las corridas de toros; pero zaherir a la viuda de un torero muerto en el ruedo (estoy recordando un caso concreto) no es un acto de reivindicación, sino de crueldad (por la misma regla de tres, habría que celebrarlo cada vez que un carnívoro muere de cáncer de colon).
No hay que tolerar las agresiones machistas, sean de palabra, obra u omisión; pero si, como se ha llegado a proponer, se castrara a todos los que incurren en ellas2 la especie humana no llegaría a conocer el próximo siglo (una posibilidad, dicho sea de paso, cada vez menos remota).
No hay puertas de salida para personas sin prejuicios de clase, género o especie, porque tales personas no existen. Pero sí existen las que luchan contra los prejuicios. Y la lucha bien entendida, como la caridad y la crítica, empieza por uno mismo.
1. No en vano el término «idiota» viene del griego idiotes, que significa «privado», «uno mismo», y se usaba para designar a los ciudadanos ensimismados y egoístas que no se ocupaban de los asuntos públicos; y también puede aplicarse, creo, a quienes se ocupan de los asuntos públicos desde el ensimismamiento y el egoísmo.
2. En 1967, Valerie Solanas publicó su manifiesto SCUM (interpretado como Society for Cutting Up Men), que empieza diciendo: «Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, solo les queda una posibilidad: destruir el Gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino». Poco después intentó poner en marcha su programa disparándole a Andy Warhol.
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