martes, 10 de mayo de 2022

Chamanes de nuestro tiempo

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Gerry López en 1969. Imagen: Schell Bell Productions. chamanes

Es bastante improbable que ustedes hayan visto esta película. Corría la primavera de 2010 y abandoné la sala con la sensación de que había pasado algo, pero no sabía exactamente qué. La quise ver otra vez, busqué más salas, luego el DVD, intenté descargármela… Nada. Resulta que una de las películas de surf más premiadas de la historia nunca se llegó a comercializar. Sea of Darkness se titula, o titulaba. No sé qué tiempo verbal usar en este caso.

Ha pasado ya más de una década desde aquella epifanía y, claro, el recuerdo es casi como ese sueño que uno se esfuerza en amarrar nada más levantarse de la cama. ¿Estaré mitificando algo que quizá no fuera para tanto? Es posible, pero lo cierto es que solo podemos agarrarnos al tráiler disponible en YouTube. No sé si recomendarles que interrumpan la lectura durante los dos minutos que dura para verlo y seguir después. Si prefieren dejarlo para el final, les hago un resumen. Un grupo de jóvenes australianos y estadounidenses viajan a Indonesia para buscar olas perfectas en una travesía en barco que cambiará sus vidas para siempre. Si lo dejamos aquí puede ser un guion perfecto para un telefilme de domingo de verano, pero es que hay que entender el tiempo y el contexto y, sobre todo, recordar que hablamos de un documental. 

Sea of ​​Darkness fue un trabajo de tres años para Michael Oblowitz, un sudafricano de 1952 que produjo, escribió y dirigió la película. Arranca a principios de los setenta en Bali, donde hay soldados estadounidenses y jóvenes que no pueden volver a casa porque no quieren hacer la mili, y menos en Vietnam. También hay australianos que arrastran cuentas pendientes con la justicia, californianos con el seso achicharrado por los alucinógenos y que han abrazado a Cristo (Jesus freaks, los llaman), ferroviarios de Montana que no pueden volver a calzarse las botas de puntera metálica tras probar las sandalias y otros tantos que se resisten a triturar su juventud en una cadena de producción en Detroit.

Luego está Mike Boyum. Es hijo de un piloto de la Marina estadounidense y lleva en Bali desde finales de los años sesenta. Ha crecido en todos los aeródromos en los que destinaron a su padre y es precisamente desde el aire desde donde el chaval descubre la que será su única patria: volando sobre Yakarta ha visto una ola de izquierdas increíblemente larga en un lugar de la costa de Java al que solo se puede llegar en barco. Allí, en Grajagan, levantará G-Land, oficialmente un campamento de surf, pero eso es quedarse muy corto. Se duerme en chozas colgadas de los árboles para evitar convertirse en la cena de serpientes, ratas o tigres, y, al alba, se espera en la orilla a que los tiburones desayunen para poder pillar esas olas sobre un arrecife de coral. Es el reino de Boyum, un joven carismático que se ve a sí mismo como un chamán. Extrae su credo de Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Casteneda, y su praxis se articula a través del ejercicio físico, una dieta macrobiótica y el consumo constante de psicotrópicos. Contra la malaria o cualquier problema de salud que pueda brotar de la selva siempre está el ayuno. Eso lo cura todo. 

G-Land es un paraíso en el que dejarse hipnotizar por el mar y su metrónomo de olas incluso antes de que lleguen a romper. Se enciende una pipa de opio concentrando la mente en la borrasca en alta mar que está creando una onda de energía, la misma que se convertirá en esa bóveda de cristal verde sobre tu cabeza diez horas más tarde. Se puede elegir entre dejarse llevar por letárgicas corrientes de morfina o la psicodélica profundidad de una ola hueca puesto de LSD; ahí dentro, la eternidad se cuenta en segundos y el caos en un fractal. El surf había abrazado toda esa cultura de las drogas de los sesenta y los setenta, pero limándola de ideología: no había ni pacifismo ni neopaganismo, ni tampoco decreto alguno para el sexo libre o la utopía. Era mucho más punk que hippie, aunque le faltara la mala hostia del primero. No la hay en una estampa polinesia de Gauguin.

El relato de Sea of Darkness se despliega a través de entrevistas a calzón quitado con los protagonistas de aquella historia o los que los conocieron. No en vano, hasta G-Land llegarán surfistas tan legendarios como Gerry López o Peter McCabe, pero también personajes mucho más universales, como Bill Murray o John Milius. Todos quieren quedarse o, al menos, alargar la estancia, pero rozar el infinito pasa por subsistir, aunque sea en mínimos vitales. Algunos lo intentan haciendo trabajos submarinos de limpieza o sacando tragos en los tugurios más negros de Bali. Pero lo que se antoja más obvio es traficar con drogas. A medio camino entre la India y Australia, ese archipiélago indonesio (diecisiete mil islas, dice la Wikipedia) era el lugar perfecto para mover opio, heroína, hachís, lo que fuera, aquí y allá. Y si las cosas se ponían feas, uno siempre podía perderse en alguno de esos atolones. 

William Finnegan, periodista de The New Yorker y ganador del Pulitzer en 2016 con una autobiografía (Años salvajes), definía el surf como algo «capaz de llevarte lejos de la ciudadanía hacia una frontera donde viviríamos como bárbaros de nuestro tiempo». Pues bien, G-Land se convierte en un sindiós tal que el Gobierno indonesio acaba tomando cartas en el asunto tras publicarse en la prensa que aquello es un auténtico almacén de distribución de heroína. Boyum huye tras prender fuego al campamento y se esconde en Yakarta, y, desde ahí, se embarcará en la primera misión de exploración de surf a bordo del Indies Trader: al mando de Martin Daly, su capitán, será el primer barco en acercarse, entre otros muchos lugares, hasta el jardín de olas de las islas Mentawai. Una forma de costear aquello son las labores de buceo o suministro, o los tesoros que rescatan del fondo del mar (hasta cincuenta mil dólares les dan por una pieza de porcelana china de hace novecientos años). También hay una gran demanda de heroína en la costa oeste australiana y de cocaína entre los trabajadores de las plataformas petrolíferas de la zona. Pero Daly no aprueba el plan de Boyum de maximizar los viajes con kilos de droga en la sentina.

Aquel barco seguirá navegando hasta convertirse en el buque insignia de Quiksilver (los todopoderosos magnates del surf), pero ya sin Boyum. Junto al australiano David Chitty, el rey destronado de G-Land intentará conseguir fondos para comprarse un barco propio traficando en vuelos intercontinentales, pero acabará encadenando condenas en prisiones californianas tras ser arrestado hasta por el FBI. Las de Australia eran para David Chitty, que se prometía a sí mismo buscar un trabajo de oficina tras cada condena. No pasará ni un puñado de horas en libertad hasta que reciba esa llamada: «He encontrado otro lugar fantástico para surfear y retomar el negocio», le decía Mike Boyum. Chitty pasó más de doce años en prisiones de máxima seguridad. Una vez cumplidas sus condenas, acabó atrapado en un bucle de metanfetamina y alcohol hasta que murió dos años después de estrenarse la película. Boyum se fue mucho antes, a una isla perdida donde intentó expulsar la sífilis de su cuerpo con un ayuno brutal. Acabó matándose de hambre. 

Puedo equivocarme y mezclar sitios y nombres porque escribo a vuelapluma sobre recuerdos cada vez más líquidos, pero creo que no me equivoco al decir que la película te atrapa porque cuenta una historia salvaje sobre libertad, exploración y aventura en lugares aislados e inhóspitos. Se puede hablar de la audacia de estos ascetas sin religión alguna para pasar, con absoluta naturalidad, al lado oscuro; también de un acto de candidez cuando entendemos que su única aspiración para hacerlo es seguir surfeando. En cualquier caso, Boyum no será el único que se quede en el camino. Son muchos los que mueren a manos de las mafias locales, o en chozas que arden durante la noche, o ahorcándose tras un mal viaje o, simplemente, de sobredosis en esa travesía desde el paraíso más lisérgico al corazón de las tinieblas. En cierta manera, Boyum es la versión más nihilista del capitán Marlow de Josef Conrad, o del Kurtz de John Milius en su guion para Apocalypse Now. Decíamos antes que Milius también pasó por aquel reino salvaje de las antípodas. Es uno de los entrevistados en Sea of Darkness, aunque no aclara hasta qué punto se inspiró en aquella visita para su obra más conocida. Volviendo a Josef Conrad, ya decía el polaco que el mar tiene «el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación». Boyum, Chitty y el resto no dejaban de ser hijos de su madre. 

Uno busca y rebusca este santo grial del underground marino (por ponerle una etiqueta) en foros de internet y todo son rumores que apuntan en una única dirección: la película resultaba molesta para la todopoderosa industria del surf y fue puesta en cuarentena. Alguien consigue un DVD pirata en un viaje a Bali y lo sube a un torrent durante unos días en 2015; luego asoma en YouTube antes de volver a sumergirse en el misterio. Si, como yo, se perdieron ambas apariciones marianas, pueden arriesgarse con ese ejemplar disponible en Pakistán (siempre lo hay, de lo que sea). 

En 2019 ya tenía la idea de escribir sobre esta historia y contacté con Iñaki Bandrés, uno de los organizadores del Surfilmfestibal que proyectó la película. Fueron quince exitosas ediciones (2003-2016) de un festival que arrastró a miles de personas a ver olas romper sobre los rojos y dorados del Teatro Principal de Donostia. Eso sí, solo un puñado de afortunados asistimos al estreno de Sea of Darkness. Bandrés decía que tampoco la había vuelto a ver. ¿Por qué no se lo preguntaba yo mismo a su director? Me puso en copia en un email a Oblowitz, pero este no contestó. En las escasísimas entrevistas que ha concedido lo achaca a que no ha podido llegar a un acuerdo sobre su lanzamiento con Martin Daly, que, por lo visto, posee el setenta por ciento de los derechos de la película. Por supuesto, a Daly también se lo han preguntado: «La película es bastante atemporal y su comercialización no es algo urgente». Vale, pero pasan ya trece años desde que se estrenó.

El Moloch

Para la mayoría de la gente que lo practica, el surf no es ni una forma de vida ni mucho menos una escuela de pensamiento filosófico. Se trata de desconectar, como el que se va a correr al parque al salir del tajo o se atornilla a la barra de un bar. Quien no lo ha probado lo relaciona exclusivamente con «cabalgar» una ola —no existe verbo más inapropiado para definir la acción—, pero el tiempo que un surfista disfruta de pie sobre su tabla es ridículo frente al que pasa sentado sobre su tabla o tumbado mientras rema hasta que vuelve a colocarse. En cualquier caso, todo eso también forma parte de algo que, en esencia, gira sobre el placer que produce deslizarse (ese es el verbo) sobre una onda de agua. Los indígenas hawaianos lo sabían ya muchos siglos antes de que llegara el capitán Cook en 1778; Jack London lo probó en Hawái y lo describió como «un deporte real para los reyes naturales de la tierra». Tras apropiarse de Hawái y del surf, los estadounidenses lo explotaron a través de Hollywood, e incluso lo emplearon como arma de seducción ideológica en la Guerra Fría: desde películas proyectadas en Moscú hasta campeonatos en países asiáticos. 

Hablar de una industria del surf como tal en 1970 es una exageración, pero, medio siglo más tarde, son miles de millones los que mueven la venta de tablas, bañadores y demás complementos. La palabra ahora es complemento, porque hay ropa de surf, cine de surf, clústeres de surf, turismo de surf… Las escuelas de surf crecen sin control por todas nuestras playas e incluso se justifica la construcción de costosas olas artificiales a escasos kilómetros de la costa. Todo funciona cuando hablamos de un reclamo visual que vale para vender cualquier cosa, desde coches y desodorantes hasta planes de pensiones. Si Sea of Darkness acabó o no secuestrada por este Moloch del capitalismo más crepuscular es algo que no me quita el sueño. Se trata de recuperar aquella historia, con todas sus luces y sus sombras. Estoy en ello cuando Sancho Rodríguez, otro de los organizadores del Surfilmfestibal, se ofrece a mediar nuevamente con Oblowitz. Mientras espero su respuesta sin demasiadas esperanzas, descubro que Sea of Darkness reapareció en YouTube el 7 de junio. Era consciente de que se iba a romper un hechizo nada más darle al play, de que la magia se perdería como lágrimas en el mar. Además, el sonido se va a ratos y es imposible deshacerse de esa marca de agua («Property of Minus Zero Films») sobre la pantalla durante la hora y veinticinco minutos que dura la película. Probablemente no fuera para tanto. O quizá sí. 

Oblowitz me llamó sobre las once de la mañana del 2 de julio. 

Efectivamente, es Daly quien tiene la película bloqueada. No quiere que se comercialice porque no le gusta la imagen que se da de todo aquello, se siente traicionado. «Fair enough», dice Oblowitz, pero eso es lo que encontró cuando empezó a tirar de esa historia de una de las «épocas doradas del surf», de cuando él era joven y surfeaba solo en Sudáfrica. «Sea of Darkness no es una película de surf, sino de piratas. Es difícil hacer una buena película y esta es una de ellas. Y es buena porque no la he hecho yo, sino el cosmos. Es el universo el que la ha hecho a través de mí. Yo he sido un vehículo porque, en realidad, eso es un artista: un chamán que tiene la suerte de disfrutar de un don orgánico que te permite abrirte a esa reverberación cósmica; un taxista de los dioses que lleva su mensaje a su destino, su conductor de Uber personal». 

Dice que la película está ahí: hay una copia pirata en cada barco de Indonesia y muchísimas más; la verdad siempre acaba saliendo a la superficie, y, hasta entonces, quizá haga una película de la película. ¿Acaso no estoy haciendo yo un reportaje de ella? ¿No hizo algo parecido Scorsese con esa de Bob Dylan de hace cuarenta años? Tienes que ver Rolling Thunder Revue. Dylan, Scorsese, Jimi Hendrix… Dime: cuando Leonard Cohen canta «Suzanne», ¿es él quién lo hace, o es simplemente un vehículo, una caja de resonancia del cosmos? Sea of Darknesses atemporal, continua, una metáfora de la tragedia en la que se puede convertir la vida porque cada sueño tiene su reverso en pesadilla. Un día la verán millones de personas, puede que en 2080 sea su bisnieto el que la lleve a un festival de cine en Bali, San Sebastián, donde sea. «Esta película la hizo mi bisabuelo», dirá orgulloso. Y eso ocurrirá porque, insiste Oblowitz, el surf sobrevivirá a la industria, a Quiksilver, a las competiciones de surf y a las olas artificiales («esa mierda de vaca industrial en agua de río»).

Nada que ver con las del océano, y menos aún con las que están rompiendo estos días por su zona. Cuatro horas pasó ayer en el agua, me mandará unas fotos cuando colguemos. En algún lugar de la costa de California, un hombre de sesenta y nueve años se desliza sobre una preciosa ola verde.

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