Por María de los Ángeles Casafus Carrillo, consultora espiritual del Movimiento Laudato Si ́
Jesús se dirige a sus discípulos y hoy, a nosotros, para enseñarnos la importancia del amor: “A ustedes que me están escuchando les digo: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los calumnian” (Lc 6, 27-28), porque si solo hacen el bien a quienes quieren, ¿qué mérito tienen?
Quizá hoy podemos reflexionar a la luz de estas palabras nuestras acciones cotidianas, si hacemos lo mínimo posible, si solo realizamos aquello que se espera que hagamos, si nuestras obras son por inercia, y nuestras manos no tienen coherencia con nuestro corazón, es decir, si nuestras acciones no son hechas con amor, ¿qué mérito tenemos?
El Señor nos dice: “Ustedes amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo”, sabemos que no es fácil amar al enemigo, pero es posible, recordemos lo que el Papa Francisco expresa en Laudato Si’:
“El cuidado de la naturaleza es parte de un estilo de vida que implica capacidad de convivencia y de comunión. Jesús nos recordó que tenemos a Dios como nuestro Padre común y que eso nos hace hermanos. El amor fraterno sólo puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un anticipo por lo que esperamos que haga. Por eso es posible amar a los enemigos. Esta misma gratuidad nos lleva a amar y aceptar el viento, el sol o las nubes, aunque no se sometan a nuestro control. Por eso podemos hablar de una fraternidad universal” (228).
Entonces, es el amor lo que les da sentido a nuestras acciones, sentirme hermano del prójimo, permite que juntos construyamos Reino, especialmente, en este tiempo donde como Iglesia estamos llamados a la sinodalidad, es decir, a caminar juntos, es indispensable reconocer al otro, amarlo y redescubrir al Creador presente en él.
Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo
de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco.
Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera cultura del cuidado del ambiente. (LS 229)
En este sentido, reconocerme hermano de todos me concientiza sobre el lugar donde habito, de la casa común, que es expresión del amor creador de Dios, que dispone todo para nuestro bienestar, y por ende, soy corresponsable del bienestar de todos y de todo, tengo que trascender del egoísmo al compromiso de actuar por el bien común, y el mayor compromiso es el cuidado.
El texto que reflexionamos termina con una invitación que hoy se hace necesaria “Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36), es decir, estamos llamados a amar hasta el extremo y si es posible un poco más, a hacer las cosas pensando en el bien común, a cuidar la creación y a descubrir que es el amor la fuerza capaz de cambiar el mundo.
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