Corría el verano de 1187. Desde Tierra Santa llegaban noticias desastrosas. El diablo había cobrado vida. Se llamaba Saladino. Al frente de las huestes musulmanas, en la batalla de Hattin, este sultán infligió a los cristianos la más severa de las derrotas de toda la historia de las cruzadas. Los Reinos Latinos de Oriente, aquellos que con tanto esfuerzo habían edificado los primeros cruzados en 1099, caían uno tras otro en manos sarracenas.
Los caballeros de algunas fortalezas vendían a sus mujeres e hijas a los musulmanes a cambio de víveres con que resistir un tiempo más los sitios. Las muchachas de Jerusalén se bañaban en agua fría y se cortaban el pelo en el monte Calvario en señal de penitencia... De nada sirvió todo aquello. El 2 de octubre Saladino culminaba su campaña y conquistaba la ciudad celestial.
Jerusalén era una urbe sagrada para los cristianos, pues allí se encontraba el Santo Sepulcro, donde supuestamente Jesús había sido enterrado. Pero también lo era para los musulmanes: Saladino conseguía, por fin, que la Cúpula de la Roca, el lugar desde donde Mahoma había ascendido a los cielos, regresara a manos del islam. Según los cronistas, el papa Urbano III murió de la impresión al oír tal cúmulo de desastres.
Iniciativa frustrada
Los cristianos resistían a duras penas en Tiro y Antioquía. Desde estas ciudades lanzaban sus mensajes de auxilio a sus hermanos de Occidente. El nuevo pontífice, Gregorio VIII, publicó una conmovedora encíclica, bautizada como Audita tremendi, en la que pedía a los reyes europeos que abandonaran sus reyertas y unieran sus esfuerzos para liberar Tierra Santa. El primero en tomar la cruz fue el más impetuoso de los nobles de la época, Ricardo, por entonces conde de Poitou y duque de Aquitania.
Empezaba así a labrarse la leyenda del Corazón de León. El joven había tomado la decisión sin consultar a su padre, el rey inglés Enrique II, pero este último poco podía hacer para contradecir a su hijo: una ola de júbilo acompañaba al joven donde quiera que fuese, con cantos a su valentía y caballerosidad. La decisión de Ricardo, junto con los esfuerzos de varios eclesiásticos que predicaron la cruzada por todo el continente, provocó un auténtico clamor popular a favor de una guerra santa.
El soberano inglés, Enrique II, y su homólogo francés, Felipe II Augusto, se comprometieron a tomar parte en ella en enero de 1188. Enemigos acérrimos, ninguno habría marchado a Oriente dejando al otro en Europa, así que llegaron al acuerdo de partir juntos la Pascua del año siguiente. En Tierra Santa aunarían sus esfuerzos con los de otra expedición, la del emperador germánico Federico Barbarroja. Con el poderío que eran capaces de aportar los tres reinos aquella cruzada no podía cosechar más que éxitos.
Pronto se desvanecieron los aires triunfalistas. Los Plantagenet y los Capeto, las casas reinantes en Inglaterra y Francia respectivamente, se enzarzaron en una nueva guerra, seguida de un enfrentamiento entre Ricardo y su padre. Llegó la Pascua de 1189 y ni ingleses ni franceses hicieron amago alguno de embarcarse en la cruzada. Para colmo de males, Federico Barbarroja, que sí había partido hacia Tierra Santa en la fecha prevista, se ahogaba en las aguas del río Salef en junio del siguiente año. Sin líder claro, sus tropas se disgregaron y buena parte regresó a casa.
El líder indiscutible
Hizo falta un cambio radical de escenario para que volviera a hablarse de la expedición a Tierra Santa: Francia e Inglaterra sellaron de nuevo la paz; Enrique II falleció y Ricardo le sucedió en el trono. La ciudad de Vézelay fue el lugar elegido para la gran cita. Allí se encontraron en julio de 1190 Ricardo Corazón de León, de 32 años, y Felipe II Augusto, de 25. Por fin iban partir. No puede decirse que Ricardo, que tanto se había apresurado a tomar la cruz, corriese a solucionar la desesperada situación de Tierra Santa.
Empleó todo un año en cruzar el Mediterráneo. De carácter totalmente imprevisible y dado a las decisiones explosivas, el león encontró asuntos que resolver por el camino y su rugido se dejó oír tanto en Sicilia, donde tomó Mesina, como en Chipre, isla que conquistó. Hasta junio de 1191 las huestes de Ricardo no desembarcaron en Acre. La ciudad portuaria estaba en manos sarracenas, pero los cristianos la tenían sitiada desde agosto de 1189.
La gesta era totalmente heroica, pues los francos –así se llamaba comúnmente a los cristianos en Tierra Santa– debían al mismo tiempo repeler los infructuosos ataques de Saladino para romper el bloqueo. Allí estaban los soldados que aún les quedaban a los Reinos Latinos de Oriente, comandados por el que fuera rey de Jerusalén, Guy de Lusignac; una porción del ejército de Federico Barbarroja liderada por el duque Leopoldo de Austria; las fuerzas de Felipe II Augusto, que había llegado dos meses antes que Ricardo; y toda una serie de pequeños grupos de europeos que, aunque sin tanta fanfarria como los Monarcas, también habían emprendido la aventura a Tierra Santa.
Extenuada, Acre capituló el 12 de julio. Los emires al mando de la plaza, sin consultar previamente con Saladino, aceptaron las cláusulas de la rendición: la ciudad pasaba a manos cristianas, se comprometían a liberar a 1.500 prisioneros y a pagar 200.000 monedas de oro. La Santa Cruz, que el temible sultán había arrebatado a los cristianos en Hattin, también sería devuelta. Una porción de los habitantes se quedaría en calidad de rehén; el resto, si se cumplían los pagos y entregas, podría marchar.
Saladino, al conocer este pacto que debía cumplir sin haberlo negociado él mismo, quedó escandalizado. En el bando cristiano, mientras tanto, no reinaba precisamente la armonía. Las cruzadas no eran sólo un acto de fe, una lucha para liberar algunos de los Santos Lugares de la cristiandad. Aquellas expediciones también eran una cuestión de botín y poder. En cuanto al asunto monetario, Ricardo y Felipe Augusto ya tenían acordado antes de llegar a Palestina que sólo ellos se repartirían el botín en Acre y que sus banderas serían las únicas que ondearan sobre las torres de la ciudad.
Aquello no gustó nada al resto de combatientes, algunos de los cuales habían permanecido en el sitio de Acre muchísimo más tiempo que los dos soberanos. Airado, el duque Leopoldo de Austria colocó la bandera de la casa de Babenberg sobre un edificio importante. Ricardo, en uno de sus ataques de ira, la arrió. Estaba claro quién era el líder indiscutible de aquella cruzada.
La retirada francesa
La relación entre Ricardo y Felipe Augusto se deterioró totalmente en Acre. Allí el inglés campaba a sus anchas: era el más arrojado, el más fuerte, el más admirado y el más rico. El francés no podía más que tragarse su orgullo una y otra vez. Si él aumentaba la paga de sus soldados, Ricardo ofrecía a los suyos aún más. Ambos cayeron enfermos de escorbuto durante el sitio, pero sólo Ricardo se ganó la gloria al pedir que lo trasladaran en litera a un monte desde donde, reclinado, pudiera disparar su arco.
El antagonismo se exacerbó cuando llegó el momento de dilucidar quién sería el rey de Jerusalén, caso de reconquistarse el territorio. Ricardo abogaba por quien había ocupado ese cargo antes de la invasión de Saladino, Guy de Lusignac. Felipe favorecía al margrave de Tiro, Conrado de Montferrat. En este punto se llegó a un compromiso: Guy sería el rey y Conrado, su sucesor (al final ni uno ni otro ocuparon este puesto: el primero cayó en desgracia y el segundo falleció).
Con todo atado, Felipe II Augusto dio por concluida en Acre su participación en la cruzada. Poco le importó que le tildaran de cobarde. Estaba harto de aquel infierno y de la gloria de Ricardo. Tras el escorbuto contrajo disentería. Había perdido el pelo, sufría incontinencia y, en ocasiones, deliraba. Además, en Francia le aguardaban importantes asuntos por resolver, como la sucesión del condado de Flandes y, por supuesto, todas las intrigas que pudiera urdir para humillar a su odiado homólogo inglés.
Sin piedad
Ricardo se quedó como único monarca en la cruzada y a él correspondió insistir en el rescate pedido por Acre. El plazo de un mes para que Saladino efectuara los primeros pagos llegó a su vencimiento. Seguramente los términos eran excesivos y, por ello, trató infructuosamente de entablar conversaciones que retrasaran el intercambio. La respuesta de Ricardo fue brutal. Mandó atar juntos a los 3.000 prisioneros de Acre y conducirlos a las afueras, a la vista del ejército musulmán. Allí fueron ajusticiados uno a uno.
Saladino se percataba entonces de hasta dónde podía llegar la fiereza de aquel león del norte. La expedición se encaminaba hacia su punto más peliagudo. Una auténtica prueba de fuego para Ricardo en cuanto a estrategia. Acre era un enclave cruzado rodeado por todas partes de territorio enemigo. Alejarse de la costa representaba meterse en la boca del lobo: las tropas de Saladino podían emboscar fácilmente a los cruzados y aislarlos de sus aprovisionamientos marítimos.
El avance hacia Jerusalén, el objetivo último de la campaña, debía emprenderse, por tanto, desde el puerto más cercano posible a la ciudad santa, y éste era Jaffa. A la conquista de esta ciudad partió el monarca inglés en agosto de 1191. La marcha hacia el sur se efectuó en todo momento por la costa, con la flota avanzando en paralelo. En Arsuf llegó el ataque de Saladino. Los capitostes de la cristiandad y el islam se veían por fin las caras en un campo de batalla.
La vía diplomática
La victoria cayó del lado de Ricardo. Quedaba demostrado que Saladino no era invencible. Jaffa fue ocupada sin contratiempos y allí se detuvieron los cruzados a descansar. Ricardo incluso hizo traer a la reina Berenguela. A partir de entonces la tensión bélica iba a caer en picado. El cansancio y el asfixiante clima estival de Palestina hacían mella en las huestes cristianas.
En el rey inglés empezaba ya a madurar la idea de que aquella campaña pudiera ser desmesurada: su potencial bélico no era infinito, en cada choque bélico sus tropas mermarían, y encontrar refuerzos a miles de kilómetros de Europa no iba a serle fácil. En el otro bando, Saladino se encontraba con que no todos los emires de su frágil imperio le eran fieles y, por tanto, no contaba con un ejército suficiente para aplastar de una vez para siempre a los cruzados. Ningún bando confiaba en sus fuerzas para dar la puntilla definitiva.
El estancamiento condujo a la apertura de la vía diplomática. Ricardo y Saladino, instalado en Ramallah, empezaron entonces a representar una farsa que les haría célebres. Los emisarios iban de uno a otro bando con misivas y regalos. Los mensajeros, en pleno campamento enemigo, eran agasajados con espléndidos banquetes.
Tanto Ricardo como Saladino hacían gala del supremo ideal del Medievo en Occidente: eran guerreros, pero también caballeros que apreciaban la valía de su contrincante. Según algunos cronistas, hubo un tema de discusión totalmente descabellado: que Juana, la hermana de Ricardo, se desposara con el hermano de Saladino, Malik al-Adil, y que ambos se erigieran como reyes conjuntos de Jerusalén.
Una tregua frustrante
Las conversaciones (que sólo eran un medio de ganar tiempo mientras cada uno meditaba alguna estrategia) no llegaron a puerto alguno y, por fin, en octubre de 1191, Ricardo decidió que era hora de emprender la marcha hacia la conquista de Jerusalén. En enero siguiente se encontraba en Beit Nuba, a sólo 20 kilómetros de su objetivo. Llegaban noticias de que Saladino evacuaba la ciudad y dejaba solo una mínima guarnición. Conquistarla era pan comido, pero... ¿y después?
Ricardo advirtió que culminar el objetivo de la cruzada, recuperar Jerusalén, era al mismo tiempo una manera de abocar la expedición al fracaso. Tras la conquista de la ciudad santa, las ya de por sí insuficientes tropas cristianas quedarían mermadas: muchos cruzados regresarían a sus hogares. Saladino, sin suda, pondría cerco a la ciudad. Con un exiguo contingente para defenderla, volvería pronto a manos sarracenas.
El león adoptó entonces una decisión impropia de su apodo: ordenó a sus tropas la retirada y tomó el camino de Ascalón, un puerto que Saladino había abandonado no sin antes reducirlo a ruinas. Desde Ascalón, en junio, Ricardo se dirigió una vez más hacia Jerusalén. Y volvía a dar la vuelta en Beit Nuba. El tan impulsivo león era ahora un mar de dudas. No sabía cómo acabar su expedición en Tierra Santa, y partir de allí ya le era muy urgente: de Europa llegaban preocupantes noticias de las conversaciones entre su hermano, Juan sin Tierra, y Felipe II Augusto.
Saladino dio a Ricardo la oportunidad de marcharse con honor. El ejército del Sultán atacó Jaffa. Los cruzados partieron rápidamente hacia Acre y desde allí embarcaron hacia la ciudad en peligro. Ricardo peleó tal como le gustaba, codo a codo con los soldados, y repelió por dos veces las embestidas de Saladino. Eran los últimos combates entre los dos. El 9 de octubre de 1192 un rey abandonaba Tierra Santa.
En nada se parecía al que más de un año antes había desembarcado en Acre. Ricardo Corazón de León era una sombra del hombre al que admiraba toda la cristiandad. Estaba cansado, debilitado por unas fiebres tercianas, y se sentía fracasado como cruzado. El 2 de septiembre había firmado una tregua con Saladino.
El Sultán se comprometía a considerar territorio cristiano la costa de Tiro a Acre y abría Jerusalén al tránsito de peregrinos. Ricardo no hizo uso de este privilegio. No quiso entrar en la ciudad celestial, aquella que le remordía la conciencia no haber sido capaz de conquistar. La leyenda, sin embargo, iba a perdonarle.
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