Publicado por Mar Padilla
Martin Luther King era un ávido trekkie. Entre otros asuntos de Star Trek, King amaba cómo era y lo que representaba la teniente Uhura, la oficial de Comunicaciones de la USS Enterprise. Nacida en el año 2239 en los Estados Unidos de África, Uhura era una mujer negra con extraordinarias competencias profesionales, el único personaje femenino de peso en la serie. En el episodio emitido el 22 de noviembre de 1968, Uhura y el capitán Kirk, junto con el resto de tripulación de la Enterprise, son capturados por los eternamente aburridos platonianos, unos humanoides inmortales y sádicos que se caracterizaban por ir vestidos con túnicas y sandalias, según los cánones griegos. Para entretener su ocio abismal, los platonianos deciden usar sus poderes paranormales y fuerzan al capitán Kirk y a la guapa teniente a besarse. Las palabras de Uhura antes de sucumbir en los labios del brioso capitán fueron «no tengo miedo». Ese fue el primer beso interracial de la historia de la televisión norteamericana. Una revolución en su tiempo, una nimiedad ahora.
A Martin Luther King probablemente le hubiera encantado ese episodio, pero se lo perdió: murió asesinado siete meses antes en Memphis. Fue hasta Tennessee para apoyar a los basureros negros que luchaban por conseguir mejores sueldos y un trato un poco más humano. Aún ahora no se sabe a ciencia cierta quién lo asesinó: lo que está claro es que fue alguien —persona o institución— que temía lo que la labor de King podría llegar a representar. En su último discurso, el día antes de su muerte, el doctor King parecía estar escribiendo atisbos del guion del episodio trekkie de los platonianos: habló de Grecia y de Platón, de la lucha por los derechos civiles en Johannesburgo, en Nairobi, en Accra, en Nueva York, Atlanta, Jackson o Memphis —una especie de Estados Unidos de África en la mente de todos—, afirmó que no tenía miedo a morir y seguidamente recordó las palabras de Franklin D. Roosevelt: «lo único que debemos temer es al miedo mismo».
No hay conspiraciones, no hay teorías aquí. Simplemente, señalar que esa es la actitud: el miedo es un mito a derribar a martillazos. El terror a lo desconocido, a lo diferente, a los demás, a la vida y a la muerte solo lleva a la parálisis o a la violencia extrema. La cultura del miedo, de raíces intrincadas y profundas, es un foco de luz negra a combatir sin dilación. Un punto de inflexión en su perfil más contemporáneo se da desde el último cuarto del siglo pasado en adelante, cuando la lucha por intentar vivir en otro mundo, por lograr los derechos y la libertad de muchos —el feminismo, el pacifismo, los derechos civiles de la población negra, las reivindicaciones del colectivo LGTBI— se intenta amordazar en nombre del terror rojo, en nombre de los esfuerzos de contención del supuesto avance imparable de la influencia soviética. La implacable lógica de la guerra fría, la necesidad de combatir a los malos desde las fuerzas del bien, quiso imponerse a todo tipo de movimientos sociales.
Para esta construcción narrativa de los neoconservadores americanos fueron inestimables las aportaciones de Leo Strauss, profesor de Ciencias Políticas de la Escuela de Chicago, cuya serie televisiva favorita era Gunsmoke —La ley del revolver, se tituló en castellano—, protagonizada por un solitario pistolero que se enfrentaba a diferentes matones que representaban la maldad. Nada nuevo: es la lucha de la pureza contra la noción de peligro. Según la antropóloga Mary Douglas, tras la aparente diversidad de escalas de valores y relaciones entre el individuo y su propia sociedad, en realidad aún subyacen muy pocos modelos de pensamiento y conducta. Y en esa tesitura seguimos. Así, de 1989 en adelante, la lógica del bien contra el mal (soviético) mutó de rostro y empezó a dibujarse la lucha contra el terror (islamista). Este nuevo relato de horror cuajó, alimentado a la perfección en la figura de la yihad islámica y su miedo visceral a que la sociedad occidental contamine la pureza de las supuestas verdaderas comunidades islamistas. Fue tal el éxito en la construcción del nuevo mito terrorífico, que en 1997 el gasto total mundial en ejércitos y armamento fue un tercio más elevado que diez años antes, al final de la guerra fría. La guerra contra este nuevo terror empezó y, tiempo después, cayó el malvado Sadam Hussein, y después el otro rostro del lado oscuro, Al Qaeda, y su jefe máximo y ultravillano barbado, Bin Laden. Eran malos, y la lucha contra ellos y lo que representaban se considera que bien valió la guerra de Irak y de Afganistán, y su más de un millón de muertos civiles afganos e iraquíes. Nadie sabe la cifra exacta de mujeres, niños, ancianos y hombres no combatientes que murieron por ello, ni los heridos, ni las nefastas consecuencias de crecer y vivir en guerras así. Nadie sabe tampoco —excepto los que los ganaron, claro—, los incontables millones de dólares gastados en ello. Ahora es tiempo de volver a dejar espacio para volar la imaginación. De repente, un extraño nuevo clima de miedo —quizás con el impenetrable rostro de Putin en el horizonte— querrá imponerse a la fuerza de las movilizaciones civiles que piden otros vientos de cambio.
Desde hace ya demasiados años se ha ido creando un clima emocional en el que la esperanza, los ideales, las ansias de transformación —conceptos que en muchas personas producen una incómoda sensación que baila entre la sonrisa condescendiente y la vergüenza ajena— fueron cediendo espacio al desconcierto, la desconfianza y, finalmente, el miedo. En un macabro ranking, en ese lapso de tiempo no ha ocurrido nada que pueda superar el grado superlativo de horror que caracterizó, por ejemplo, la Primera y la Segunda Guerra Mundial y el holocausto judío. No obstante, de repente, parece que comenzaron a llover, primero con cuentagotas y, después, torrencialmente, monográficos de desolación y muerte. Un flujo regular de hechos espeluznantes. Infortunios, tragedias, dramas y desastres sin fin en forma de atentados terroristas, guerras, y también huracanes, accidentes aéreos, riesgos derivados de la comida, el tabaco, del alcohol y otras drogas peligrosísimas, epidemias, vertidos químicos, o simplemente crímenes sádicos. Hechos reales y trágicos. También altamente improbables en nuestras cómodas vidas, de un porcentaje de impacto bajísimo. Según el sociólogo Eduardo Bericat, autor de un estudio sobre la cultura del horror en las sociedades avanzadas, del impulso por crear algo pasamos al impulso por librarnos de algo. Un análisis pormenorizado llevado a cabo por Bericat sobre el porcentaje de noticias de horror publicadas en The New York Times arrojó una cifra siniestra: si en 1970 se publicaban cinco noticias de este tipo, en el año 2000 la media era de unas veinte diarias. Así se teje la cultura del horror.
Los políticos afirman protegernos, rescatarnos de pesadillas, de cosas que no vemos, que no podemos entender y que suceden en sitios extraños, según el periodista Adam Curtis. Eso vale para Estados Unidos, para ReinoUnido y para muchos otros países, incluida España. Hace tiempo que el miedo ha penetrado en el ADN de las sociedades hipermodernas. Vivimos más años, con estilos de vida más seguros y confortables y, a la vez, sufrimos un miedo inexplicable.
Alfred Hitchcock, maestro en estas lides, afirmaba que el terror nunca se da en el momento temido, sino en su anticipación. En Estados Unidos, el Pentágono monopoliza la formulación y aplicación de la política exterior americana —y, por extensión, la de muchos otros países— y es uno de los mayores vendedores de armas. «Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros», afirman, una reflexión equivalente a decir «si no vendo cocaína yo, otro lo hará», según subraya Chalmers Johnson, autor de Blowback, costes y consecuencias del imperio americano, un libro publicado el año 2000 que anticipó el ataque del 11S. Mientras, en Estados Unidos casi el 20 % de los adultos sufren crisis de ansiedad. Pero el peligro no son los islamistas, no son los exsoviéticos: muchas veces son los que dicen velar por ti, con la inestimable ayuda de tu propio miedo. Los verdaderos peligros, allí y en el resto del mundo, son la desigualdad extrema y la pobreza, fatalmente ligadas a la total desesperanza y, por extensión, al nihilismo.
David Simon, periodista y héroe televisivo por sus obra maestra The Wire, afirma que el capitalismo ya ha ganado la batalla a los sindicatos y a la calle, y que finalmente se ha erigido ya en la única autoridad moral para imponer lo que es bueno y lo que no lo es para nosotros. Su tesis es que el último asalto del capital es conseguir controlar la democracia, el proceso electoral, la última posibilidad de reforma que aún está en manos de las personas. En esas estamos. Según Simon, el objetivo de The Wire era retratar la vida de un tipo de gente considerada cada vez más prescindible, que ha dejado de contar para nadie. Simon calcula que, ahora mismo, un 10 o un 15 % de la población de Estados Unidos ya no es en absoluto necesaria para la rueda económica y que, por tanto, simplemente, se les deja agonizar y caer. Eso, que pasa en demasiados sitios, sí que es una buena historia de horror.
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