Publicado por Alejandro Zambudio
Ya se ha escrito mucho sobre los atentados de las Torres Gemelas el 11-S. Ha habido documentales que han narrado las incidencias, los muertos, las diversas teorías de la conspiración acerca de los atentados. Los ataques terroristas del 11-S se desarrollaron en un país que es la égida del capitalismo global y símbolo del poderío norteamericano. Las imágenes de los aviones chocando contra las torres del World Trade Center y su colapso fueron difundidas repetidamente. Estados Unidos se mostraba al mundo más vulnerable que nunca. Las imágenes de los aviones golpeando el World Trade Center, los edificios estallando en llamas, los individuos saltando por la ventana en un intento desesperado por sobrevivir al infierno, proporcionaron imágenes inolvidables que los espectadores no olvidarían pronto. Muchas personas que presenciaron el evento sufrieron pesadillas y traumas psicológicos. Durante varios días, la televisión estadounidense suspendió su programación para centrarse únicamente en estos acontecimientos. Los periodistas que trabajaron en la cobertura de los difundieron las imágenes, retransmitiendo los acontecimientos con un discurso marcadamente nihilista; discurso en el que ellos controlaban las imágenes, siguiendo las directrices de unos desconocidos que manejaban la coreografía y la cronología de los hechos. El país había enmudecido. El siglo XXI comenzó realmente en ese instante.
El análisis de los medios de comunicación estadounidense echó más hierro al asunto y corroboró la versión oficial del gobierno: choque de civilizaciones y guerra entre el islam y Occidente. Osama Bin Laden y Al Qaeda reivindicaron el atentado. El choque de civilizaciones de Samuel Huntington se convirtió en uno de los libros de cabecera de los neoconservadores estadounidenses. Mientras Francis Fukuyama pregonaba el fin de la historiay el triunfo sin ambages del sistema liberal, Huntington dividía el mundo en una lucha entre civilizaciones, en el cual la afinidad cultural entre Estados sería clave en las próximas contiendas internacionales, con el auge de los nacionalismos y el retorno de la religión como punto de partida. En aquellos días de interminables y confusos análisis, la cadena Fox contó con la presencia de Jeane Kirkpatrick: exembajadora de Naciones Unidas y una de las mentes pensantes del gobierno de Reagan en política exterior. Jeane Kirkpatrick argumentó que Estados Unidos estaba en guerra con el islam y que Estados Unidos tenía el deber de defender a Occidente. Fue una de las principales referentes de Bush a la hora de elaborar su ya famosa e infausta Doctrina Bush. De la misma forma que la Guerra Fría se convirtió en el parteaguas de la propia historia del neoconservadurismo como doctrina y movimiento político, dando lugar a una importante reelaboración de sus postulados para afrontar los desafíos del nuevo orden globalizado, los atentados del 11 de septiembre de 2001 sirvieron, por otro lado, para pasar de la contención a la agresión positiva en sus relaciones internacionales.
Bush presentó ante el Congreso una Estrategia de Seguridad Nacional que bebía de la Doctrina Kirkpatrick y de las élites reaganianas como el predominio del uso de la fuerza, la justificación de acciones preventivas contra Estados enemigos en cualquier lugar del globo. Estados Unidos, que basó su política exterior en la segunda mitad del siglo pasado en aras de la doctrina de la disuasión, a su vez sostenida y ampliada sobre la base de la filosofía de la contención, acometió un cambio fundamental en este sentido. Bush, en un mensaje retórico de telepredicador de película estadounidense, combinando referencias del Destino Manifiesto con el wilsonianismo, quiso apelar a esa «América vigilante que lucha por la libertad». La ideología de Bush primaba el unilateralismo y el interés nacional sobre los compromisos multilaterales. En consecuencia, tuvo un profundo desdén por Naciones Unidas, especialmente por la Asamblea, que no está dotada de competencias ejecutivas, al igual que la Comisión de Derechos Humanos, sustituida por el Consejo de Derechos Humanos en 2006.
Los medios de comunicación explotaron el miedo: la vida pública estadounidense se había convertido en un cruce entre El show de Truman, La guerra de los mundos y Apocalpyse Now. La narración de los hechos evocaba un futuro apocalíptico; un espectáculo como el de la escena final de El club de la lucha. En ese estado de histeria, el Congreso aprobó la Patriot Act, que confería poderes prácticamente ilimitados a los poderes públicos para actuar en materia de terrorismo, suspendiendo el secreto de las comunicaciones en casos de amenazas a la seguridad nacional. Ante esta situación, el Partido Demócrata guardó silencio. Se adhirió a las políticas de Bush sin oponer resistencia. Debilitados como estaban tras el mandato de Clinton, fueron barridos del campo de batalla. La de Afganistán fue una guerra anunciada: el Pentágono informó de que en septiembre del año 2000 el ejército estadounidense ya surcaba los cielos de Afganistán y Pakistán con sus drones de combate modelo Predator en busca de asentamientos terroristas. El periodista Bob Woodward relató, en su libro Bush en guerra, que comandos especiales de la CIA aparecían con maletines llenos de dinero por esas zonas tratando de comprar aliados entre los varios señores de la guerra y tribus que llevaban décadas combatiendo allí.
La Doctrina Bush dejó de lado el multilateralismo de la Guerra Fría, acabando con el consenso para las operaciones militares en el exterior, mandando el mensaje de que la lucha la llevarían a cabo aun con la oposición de la comunidad internacional, sirviendo como instrumento ilegal para resolver conflictos y modificar mapas políticos regionales de acuerdo con los deseos de Estados Unidos y Europa. Europa, reducida a comparsa de su todopoderoso vecino del otro lado del Atlántico. El viejo continente supeditó su política exterior a los designios de Washington y de la OTAN, que invocó la cláusula de defensa común ante los atentados. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la Resolución 1368, la cual reconoció el derecho a la autodefensa colectiva consignado en la Carta de las Naciones Unidas, dando carta blanca al inicio de nuevas hostilidades. Con la actuación de Estados Unidos, se deslegitimó al Tribunal Penal Internacional, cuya jurisdicción no fue aceptada ni por Rusia, India, China, aparte de por la Administración Bush. Estados Unidos inventó un enemigo imaginario para el derecho internacional como el «combatiente ilegal enemigo», el cual fue denominado por el gobierno de Bush «como todo aquel individuo no autorizado a tomar parte directa en las hostilidades pero que es sorprendido haciéndolo».
A raíz de esta definición, Donald Rumsfeld declaró que «si los terroristas van por ahí matando civiles sin cumplir las leyes de la guerra, el ejército de los Estados Unidos no está obligado a respetar los Convenios de Ginebra». La Administración Bush declaró a todos los talibanes y a los prisioneros en Guantánamo combatientes ilegales enemigos. Poco después, el término se ampliaría para incluir a posibles miembros de Al Qaeda. Estados Unidos pasó de promocionar los derechos humanos y las libertades individuales a aplicar la figura del Homo Sacer de Giorgio Agamben, el cual hace referencia a la impunidad con la que los Estados pueden matar a sujetos indeseables. Los campos de concentración fueron sustituidos por Guantánamo, Baghram y Abu Ghraib. Del mismo modo, el gobierno de Bush también aprovechó la coyuntura para instaurar cárceles flotantes en sus embarcaderos del Pacífico, aprovechando el enorme vacío legal en aguas internacionales. El 11-S le otorgó luz verde a los neoconservadores para llevar a cabo sus negocios sin control alguno. Trataron al resto de países como su centro de operaciones, dejando de lado el principio de reciprocidad entre los Estados. Como escribió Naomi Klein en La doctrina del shock: Estados Unidos ya podía imponer sus valores a través de la conmoción.
¿Qué hemos aprendido del 11-S?
¿Qué falló en Afganistán? Estados Unidos aplicó una lógica colonialista, comportándose como un ejército de ocupación. Aunque Estados como la China de la dinastía Qin, del Imperio otomano o la Turquía de Mustafá Kemal Ataturk se construyeron de arriba hacia abajo, la mayoría de los Estados se han edificado a través de la cooperación. Las instituciones estatales construyen su legitimidad asegurándose el apoyo popular. Esto no significa que Estados Unidos tuviera que haber trabajado con los talibanes, pero sí debería haber cooperado con diferentes grupos locales, en lugar de invertir recursos en el régimen corrupto de Hamid Karzai. Desde el principio, la población afgana percibió la presencia estadounidense como una fuerza extranjera destinada a debilitar su sociedad. Estados Unidos no se implicó en la vida diaria de los ciudadanos. No se molestó en granjearse simpatías entre los ciudadanos, aspecto esencial cuando se interviene otro país.
Cuando un Estado no construye desde la base, procurando la participación de los ciudadanos y de sus representantes en la vida pública, el rechazo hacia el forastero es cada vez mayor. Los errores que cometió Estados Unidos en Afganistán los reprodujeron en Irak con idéntico resultado. Durante la segunda mitad del siglo XX, el liberalismo ha sido la versión evolucionada del imperio. A lo largo de la historia, hemos asociado el imperialismo exclusivamente con el colonialismo europeo moderno, cuando en la actualidad, China, con la iniciativa Belt and Road, pretende instaurar su dominio económico por el todo el mundo, contrapesando el dominio de Occidente. La propia concepción de lo que es un imperio desde el punto de vista occidental, configura las relaciones sociales y políticas en el Tercer Mundo y en los países en vías de desarrollo, debido el papel proveedor de recursos de estas naciones para Occidente. Conforme los países en vías de desarrollo intentan acceder al estilo de vida de los países occidentales, el imperio se encuentra con que las naciones del Tercer Mundo no quieren ejercer de vasallos. Es en ese momento cuando llegan las crisis migratorias, se agravan el cambio climático y las crisis políticas.
Esa decadencia del imperio en política exterior ha exacerbado la pugna entre Irán y Turquía por liderar al mundo musulmán, y el auge de la India como contrapeso de China en Asia. También Rusia busca restaurar sus áreas de influencia. A lo largo del siglo XX, Occidente ha intervenido países para promocionar los derechos humanos y la paz en todo el globo. El ascenso de China, en cambio, supone una forma de hacer política exterior distinta, basada solamente en el puro pragmatismo. Pekín solo busca hacer negocios en todo el mundo. No es una potencia revolucionaria como lo era la China de Mao o la Unión Soviética. Por ello, las élites del Pentágono han sugerido a Joe Biden que potencie la Asociación Transpacífica y renueve la cooperación con Europa para contrarrestar el poder de China en el viejo continente. Estados Unidos, después de su retirada en Afganistán, se queda casi sin presencia en Asia Central y Afganistán, dejando que Pekín pueda maniobrar con más facilidad en la región. TantoChina, Rusia y Pakistán parecen dispuestos a prestar la legitimidad diplomática necesaria a los talibanes, a cambio de que contribuyan a la estabilidad política en la zona, sin que sea necesario que se respeten los derechos humanos. En ese aspecto, también los valores occidentales están declinando.
La experiencia de Occidente en Oriente Medio demuestra una realidad incómoda: pensar que la democracia tal como la conocemos triunfará en otras regiones es en sí mismo una forma de determinismo impulsada por nuestro propio etnocentrismo. De hecho, aquellos que citan a Alexis de Tocqueville en apoyo de la «inevitabilidad de la democracia» deberían prestar atención a su observación de que los estadounidenses, debido a su igualdad, exageran el alcance de la perfección humana. El despotismo —continuó Tocqueville—, «es más de temer en tiempos democráticos, porque prospera en la obsesión con uno mismo y la propia seguridad que la igualdad fomenta». Al hacer de la democracia un imperativo moral, Europa y Estados Unidos analizaron las realidades del resto de países y de regiones, homogeneizando culturas diversas, y olvidando que las democracias son consecuencias orgánicas del desarrollo. La democracia occidental fue el proceso de una conjunción de fuerzas distintas a las de África, Asia o América Latina. No se puede coger una pizarra en blanco y pensar que lo que ha funcionado en un país puede funcionar en otro, porque las coacciones del pasado y la historia, tal y como demuestra la experiencia afgana y su fracaso, son importantes para entender la política y la cultura de los pueblos.
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