Publicado por Isabel Gómez Rivas
Dicen que el libro es un artilugio perfecto. Insisten en que no hay, ni habrá mañana, invento que supere su eficaz diseño. La salmodia quisiera conjurar al diabólico electrónico, pero él ya ha echado al mundo el Kindle que pronto cumplirá sus designios y, profundamente aburrido, se entretiene matando píxeles con el rabo. El rezo, inútil exorcismo, comienza a sonar a réquiem, monódico como el gregoriano y patrañero como el sermón del sacerdote sin fe y sin teología.
Habrá que cizallar, so pena de pasar por heraldos luciferinos, las barbas de la mentira. El libro no es un artefacto perfecto, no, desde luego, tal y como hoy se nos presenta con una frecuencia que ha conseguido anestesiar nuestro espanto. Sucede con alevosa reincidencia: los editores perpetran portadas plastificadas de un feísmo cumplido y despropósitos tipográficos que lastiman los ojos; las revistas de poesía se imprimen en papel satinado de rígido gramaje, impermeable a los versos y a las yemas de los dedos, y las diputaciones provinciales y otros mausoleos corporativos financian horripilantes engendros. Son, sin embargo, naderías, escrúpulos que hacen olvidar las fallas primordiales: los libros acostumbran a estar mal armados, pésimamente construidos. Se ha olvidado y despreciado la perfección de la factura, herencia de la sabiduría artesana en la que cada elemento tiene una función y la verdad inapelable de la función redunda en el embellecimiento del objeto. Así, el dispositivo hoy llamado libro acostumbra a funcionar muy defectuosamente.
Cada vez son más raros los libros compuestos por cuadernillos cosidos. Casi ninguna edición de bolsillo se permite semejante lujo, pero tampoco los voluminosos mamotretos que utilizan como añagaza el boato del cartoné, la sobrecubierta y la cinta de registro para convencer al lector de que valen lo que cuestan. Encuadernados a la americana, nunca se abrirán dócilmente. El lector se ve obligado a forzarlos, más cuando se han escatimado los centímetros de los márgenes interiores, siempre con el temor de ejercer excesiva violencia. Un gesto mal calculado, no necesariamente imperioso, bastará para dejar el libro descuajaringado. Las páginas, unidas solo con cola, se desprenderán sin remedio. Quizás no lo hagan en el primer uso, pero no resistirán el segundo o el tercero o a un lector que necesite que el volumen se mantenga abierto por sí mismo un momento para tomar alguna nota. Los editores ya nos han convencido de que eso es mucho pedir para una novela, pero es que ni siquiera muchos libros de consulta y diccionarios son capaces de abrirse en plano.
Nuestra desesperación se vuelve furia indignada cuando se topa con el sinsentido de un ejemplar de páginas encuadernadas al contrahílo, desafiando el sentido de las fibras del papel, que lógicamente ofrecen una terca resistencia a dejarse leer. Rabiamos, pero no queda más remedio que violentar el libro. Con suerte, no se ha deshojado todavía, pero el lomo del ejemplar en rústica queda agrietado, con un sarpullido de plástico que nos acusará desde la estantería por siempre jamás. Sin embargo, la culpa la tienen esas colas que cristalizan en la columna del libro formando un mazacote agarrotado. Su anquilosis siente rudo, salvaje, bárbaro cualquier gesto que les solicite un poco de obediente flexibilidad y protesta con el esquince.
En la estantería de los lastimados y magullados tampoco faltan aquellos libros cuyo cuerpo se ha desgajado de las cubiertas. Suelen ser esos tomos voluminosos de tapas duras, los que más frecuentamos por la solidez de sus contenidos y que se terminan revelando objetos endebles. Sus páginas están unidas a la encuadernación apenas por la guarda, debajo de ella solo se esconde una precaria tira de papel que no presta el refuerzo de la tarlatana o la percalina. Sin esa ayuda invisible, la guarda sufre hasta rajarse en la bisagra y el libro queda desmantelado.
Por supuesto, la deliberada impericia con que se fabrican los libros no es nueva. Jaroslav Seifert ya se quejaba de ella y de las evidentes insuficiencias, materiales y operativas, con que el objeto llegaba a las manos del lector. Su lamento está recogido en un pasaje de esta edición: tapas duras; lomo de guáflex que querría pasar por badana marrón; unas mínimas protuberancias colocadas a voleo con pretensión de nervios; el título y el autor estampados en un amarillo chillón que resulta un patético remedo del pan de oro; incapaz de mantenerse abierto sobre las palmas de la mano; páginas encoladas que ya han comenzado a separarse de sus hermanas. Todo perfectamente dispuesto, se diría que adrede, para el sarcasmo: el libro se titula Toda la belleza del mundo. En él Seifert entona una elegía por los libros hermosos o, lo que es lo mismo, los libros cuya perfecta hechura les permite cumplir con total eficacia su misión, los libros en los que el contenido y la encuadernación se presentan en impecable sintonía. Y llora la extinción del oficio de Alois Jirout y Ludmila Jiroutvá, un matrimonio de encuadernadores del barrio de Malá Strana de Praga. Los lectores ya no deseaban tafiletes y cordobanes.
Por supuesto que no, los libros habían dejado de ser objetos que decoraban la ostentación aristocrática o burguesa, los sueños de bibliómanos rancios. A Seifert no le importaba ser confundido con uno de aquellos sujetos deslumbrados por la suntuaria arqueológica y se atrevía a reivindicar el trabajo del artesano que utiliza un micrómetro para medir el grosor del hilo encerado que empleará para coser los pliegos, que aplica la fuerza exacta para redondear un lomo, que pule los cortes, que se afana con la chifla y la piel, los hierros y el oro, que derrocha una infinita paciencia en la composición de un mosaico, que estampa sus propios papeles de guardas sobre musgo mojado, que construye un volumen que se cerrará con un golpe seco y sólido, que soportará lecturas y años, que envejecerá embelleciéndose.
Hoy son las reclamaciones de un modesto lector las que tienen que hacerse perdonar, como si fuese un prurito esnob, anacrónico o retrógrado el que codicia libros que no estén condenados a desarmarse y desollarse en poco tiempo, cosidos, encuadernados sobriamente en tela, sin otro reclamo que un tejuelo; poemas sin ringorrangos, en discretas plaquettes; ediciones de bolsillo baratas y no envilecidas, como lo fueron en otro tiempo; por libros de tapas blandas que no terminen de forma intempestiva, prescindiendo de las guardas que dibujan el espacio donde respirar o suspirar tras la lectura, tan solo porque son innecesarias en la arquitectura en rústica.
Si alguien, desde luego un sujeto verdaderamente inverosímil que todavía necesite el cálido amparo del papel, decidiera rebelarse contra la obsolescencia programada de un libro editado antes de ayer podría acudir a alguno de los talleres de encuadernación que todavía sobreviven. Ha de saber que el trabajo que va a encargar puede presentar dificultades muy serias: los márgenes exteriores son tan estrechos que apenas ofrecen la posibilidad de guillotinar de nuevo el libro y los interiores tan minúsculos que no permiten el cajo donde gira la tapa, o tal vez los cuadernillos del ejemplar han sido taladrados para el cosido hasta abrir boquetes, en lugar de finos agujeros, y exigen ser restaurados uno a uno. El improbable lector descubriría, en fin, que el libro no ha sido diseñado para tener una larga vida, tampoco para disfrutar de una segunda oportunidad o fantasear con el abrigo de los marmoleados vanguardistas de Montse Buxó. Es el signo de este tiempo, ya lo advirtió Seifert: «Las máquinas de la imprenta vomitan diariamente decenas de miles de encuadernaciones baratas que echan en el mercado del libro, que lucha por nuestra atención con libros en rústica, que los lectores después de leer tiran a las papeleras igual que viejos diarios». Shakespeare resucitado durante un instante por Hollywood, otra novela sobre la guerra civil, la traducción definitiva de un clásico francés, una historia steampunk, el último premio de ensayo, la poesía de una efeméride necrófila o los sonetos de un cantautor: todos son concebidos, editados, impresos y encuadernados para usar y tirar. La lógica de esa filosofía de lo perentorio allana el camino inexorable que conduce al fetiche electrónico, el cacharro que sustituirá a los libros descacharrados.
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