Publicado por Javier S. Burgos
Howard Phillips Lovecraft mira las imponentes agujas neogóticas del edificio, mientras las nubes grises descargan una fina lluvia plomiza que acompaña a los espantosos graznidos de las gaviotas, y el aire se impregna de un intenso hedor a humedad oceánica.
A Howard Phillips Lovecraft le causa una honda impresión el antiguo frenocomio, y despierta en él un miedo irracional, que lo desvela cada noche entre terribles pesadillas y horrores abismales. Sueña con sus largos pasillos interminables, sus altas y refinadas estancias y sus redes de túneles subterráneos, que lo sumergen en un mundo irreal.
Ese edificio, el Hospital Estatal de Lunáticos de Danvers, en Massachusetts, le recuerda irremediablemente al hospital psiquiátrico de Butler, en Providence, donde murió su padre, Winfield Scott Lovecraft, cuando él tenía tan solo ocho años, a causa de una parálisis general progresiva que le provocó una incapacidad mental. En ese mismo hospital también murió su obsesiva, puritana y neurótica madre, Sarah Susan Phillips, tras una larga enfermedad, y desde el que le escribía encamada interminables cartas a su hijo, alimentando su mente con los viejos rencores inculcados en la infancia y subyugándolo con los anhelos insatisfechos de aquella mujer malsana.
Howard Phillips Lovecraft sabe que el frenopático que observa ahora está atestado de locos, que la elegancia que otrora tuviera el vetusto edificio se ha transformado en una decadencia irrecuperable, que sus habitaciones ya no conservan su estética victoriana, debido, entre otras cosas, al hacinamiento de los enfermos. Y sabe que los insanos son de nuevo sometidos a las prácticas más inhumanas y a las más crueles vejaciones, disfrazadas de dudosos procedimientos científicos, donde los electroshocks, los baños de hielo o la inmovilización con camisas de fuerzas o mediante el encadenamiento con grilletes son el pan suyo de cada día. A los más desgraciados les llegan a practicar lobotomías que, en el mejor de los casos, tan solo prolongan su locura. Las habitaciones son ahora oscuras, frías y desnudas, el aire se ha vuelto estancado y opresivo, y la suciedad, habitual. Los reclusos vuelven a ser mendigos chiflados, encerrados la mayoría de las veces junto a violentos criminales trastornados, enjaulados y azotados con palos hasta que acaban obedeciendo. Ya es, otra vez, más una cárcel que un hospital.
Pero toda esa locura contrasta con la antigua belleza del lugar. Una belleza que una vez soñó un hombre antes que él. Un hombre convencido de que la arquitectura podría tener un efecto dominante sobre la enfermedad, que el entorno influía, a la larga, en la salud de los pacientes que, lejos de bizarras teorías de posesiones demoníacas y causas sobrenaturales, aquellos desgraciados podrían llegar a curarse mediante el tratamiento moral y el habitar en un ambiente de sublimidad y refinamiento, y que ello debería tener un indiscutible efecto terapéutico sobre sus manías. Aquel hombre que una vez soñó la curación de los locos se llamaba Thomas Story Kirkbride, y anticipó con clarividencia que el encierro total de los insanos no era la solución, que la luz solar y el aire fresco y un entorno placentero iban a resultar factores cruciales para su sanación.
Aquel hombre soñó con la belleza como redención de la locura.
Kirkbride supo desde el principio que la cura se obtendría como consecuencia del determinismo ambiental. Presentía que el ambiente ordenado y racionalizado permitiría reordenar y reestructurar la mente del paciente.
Y se puso a ello.
Kirkbride diseñó, con la más fina minuciosidad, el hospital de enfermos mentales más adecuado a sus innovadoras ideas. Los sanatorios mentales debían, según su criterio, asemejarse a palacios victorianos, preferiblemente de estilo neogótico o románico richardsoniano, y debían ser construidos en base al más alto canon de buen gusto, siendo grandes, voluminosos y cuidadamente ornamentados.
Debían disponer de extensos jardines, bellos invernaderos, nutridas granjas y zonas de labranza, por lo que se localizarían lejos del mundano bullicio de las ciudades, y en contacto directo con la naturaleza, por lo que calculó que necesitaría no menos de cuarenta hectáreas de terreno para cada uno de ellos. En aquellos espacios fértiles los pacientes podrían deleitarse con la exhibición de la vida en sus formas activas, y constituirían las extensas vistas de un paisaje siempre bucólico desde sus habitaciones, pensadas para promover la comodidad e intimidad de los pacientes, y que deberían tener techos de no menos de 3.7 metros de altura y acomodar a un máximo de dos pacientes (idealmente uno).
La arquitectura de los sanatorios también estaba predeterminada por Kirkbride: consistiría en un edificio lineal con dos amplias alas conectadas entre sí a un gran bloque central, con ocho pabellones adyacentes, cada uno de ellos asegurando la privacidad e independencia del resto, y que se desplegarían en una estructura de alas de murciélago desde el centro, dispuestas en escalón, lo que permitiría que los corredores se abrieran a la luz del sol y a la ventilación del aire puro. Cada ala dispondría de su propio salón, baño, vestuario y enfermería, mientras en el pabellón central se encontrarían los servicios generales como la recepción, la administración, las cocinas y la casa del superintendente, el cual debía vivir necesariamente allí, junto al resto de trabajadores.
Según el diseño de Kirkbride, la disposición espacial de los diferentes pabellones permitiría separar a los pacientes por estado mental, tanto en las manifestaciones de su patología como en los comportamientos particulares de cada uno. Los más enfermos o más excitables se situarían en los pabellones más alejados del bloque central, acercándose progresivamente a él conforme mejoraran su estado de salud o se tranquilizaran, por lo que la organización de los pacientes estaba íntimamente imbricada con la estructura física del edificio. Para este propósito, los pacientes eran catalogados en tres grupos: maníacos, melancólicos y dementes. También el sexo o el estatus social eran valorados para clasificar a los pacientes, tanto en su acomodo como en el tipo de tareas que se les asignaban, ya que Kirkbride pensaba que el trabajo en los jardines y en las tierras de cultivo eran parte de la terapia, así como la ayuda en las salas.
Kirkbride planificó con una excelsa finura todos los detalles, desde los caros materiales de construcción a utilizar hasta los puestos específicos del personal sanitario (sus hospitales debían contar con treinta y cinco hombres y treinta y seis mujeres en plantilla, incluyendo médicos, enfermeras, supervisores, maestros, matronas, vigilantes y hasta un capellán); o desde el color de las pinturas hasta el salario de cada uno de los trabajadores, determinando incluso la obligación de los enfermos a asistir a los servicios religiosos de los domingos. También definió algo clave según su entendimiento: la capacidad máxima de sus sanatorios, no debían tener más de doscientos cincuenta enfermos por hospital.
El primer sanatorio de enfermos diseñado por Kirkbride fue construido en 1848 en Nueva Jersey; el Asilo de Lunáticos del Estado de Trenton. Pero no fue el único, desde ese año y hasta 1910 se construyeron otros setenta y dos a lo largo y ancho de todos los Estados Unidos, siguiendo un plan meticulosamente preestablecido por el médico de Pensilvania. Pero aquel plan duró tan solo unas pocas décadas: los cambios legislativos y los consecuentes recortes presupuestarios de la década de 1870 obligaron a los superintendentes a internar a un alto número de pacientes por hospital, y la decadencia económica tras la guerra civil americana acabó convirtiendo aquellos idílicos palacios de enfermos mentales en lúgubres asilos del terror. A día de hoy, muchos de ellos han sido demolidos o reusados para otros fines. Tan solo quedan en pie una treintena en su forma original.
Pero en esos pocos años, Kirkbride logró demostrar, al igual que lo hizo la escuela de alienistas parisinos dePhilippe Pinel y Jean-Étienne Dominique Esquirol al principio de aquel siglo, que los enfermos mentales tenían momentos de lucidez, y que no eran animales irracionales, sino víctimas de situaciones vitales que habían traspasado todas las fronteras de la cordura, como consecuencia de haber sido expuestos durante periodos prolongados a ambientes opresores que les causaba daños orgánicos severos. De igual forma a los insanos de los asilos parisinos inmortalizados por Théodore Géricault en su serie de las monomanías, los enfermos mentales norteamericanos de mediados del XIX fueron tratados durante aquellos años como personas, lo que propició una mejoría nunca antes vista, demostrando la eficacia del tratamiento moral sobre las enfermedades de la mente.
Pero, irremediablemente, el ocaso del sueño de Kirkbride acabó transmutando en pesadilla lovecraftiana, aunque sirvió para legarnos los más bellos y misteriosos sanatorios psiquiátricos que alguna vez se hayan construido.
Sin lugar a dudas, el hospital de enfermos mentales de Danvers, que oteaba aterrorizado Howard Phillips Lovecraft, fue uno de los más exquisitos y elegantes del plan Kirkbride. De aquel emblemático edificio de los horrores que el escritor de Nueva Inglaterra inmortalizó en «La sombra sobre Innsmouth», hoy en día solo permanece inalterada la parte que sin duda el maestro del horror cósmico consideraría la más importante del complejo: su cementerio.
Kirkbride, Thomas Story. «On the Construction, Organization, and General Arrangements of Hospitals for the Insane with Some Remarks on Insanity and Its Treatment». Philadelphia, 1854.
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