Cuando el coronavirus llegó a los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta a finales de marzo, sus habitantes restringieron el acceso: “Mientras los mayores hablan, los muchachos hacen silencio y se quedan quietos”. Días después decretaron la emergencia y los indígenas esparcidos en la montaña costera más alta del planeta, en el Caribe colombiano, se aislaron un poco más. Las etnias arhuaca, kogui, wiwa y kankuama consideran este macizo de casi 6.000 metros el “corazón del mundo” y a los no indígenas hermanos menores, así que cuando ordenaron silencio y tranquilidad, sus autoridades tradicionales o mamos se volcaron aún más en los trabajos espirituales.
Los cuatro pueblos indígenas descienden de los taironas, una cultura extinguida tras la conquista, pero sus supervivientes se refugiaron en la montaña, el conocimiento y su genética hasta reagruparse en las tribus actuales, caracterizadas por la defensa de la naturaleza y su fortaleza espiritual. Las sucesivas amenazas a su identidad —evangelización, violencia, infraestructuras, minería— los ha mantenido envueltos en el recelo para proteger su conocimiento, aunque el deterioro del planeta los está sacando del histórico hermetismo. Y han comenzado a alzar la voz.
“Mirando físicamente el mundo, uno dice que es imposible lograr un equilibrio”, me explicó Eusebio, un mamo de aspecto mitológico, en Serankwa, mientras me desmenuzaba sus enseñanzas y preocupaciones: “La mayoría de las personas piensan que están construyendo, pero a la vez están destruyendo. Esperemos que sean conscientes de sus actos”.
La formación de un mamo, como en las antiguas escuelas filosóficas, se extiende durante muchos años de meditación, silencio, autoconocimiento y el estudio de cada chasquido de la naturaleza. Es así como su vida se vuelca a la investigación y rastrean en el plano inmaterial la correspondencia de cualquier acontecimiento: donde las mentes occidentales ven hechos causados por el azar, el capricho, la genética o la disfunción psicológica, ellos invierten el sentido y reducen esa causa a categoría de consecuencia. “Todo lo que sucede, los bunachis [no indígenas] dicen: ‘Sucedió’. Pero no conocen lo que sucede en la parte espiritual”, me dijo mamo Laurencio en su choza de Nabusimake, la comunidad arhuaca más poblada de la Sierra Nevada.
La peligrosa combinación de erosión ambiental, explotación de recursos naturales, contaminación o aumento de la población de la que alertó el clásico informe Los límites del crecimiento del Club de Roma en 1972 mantiene a los mamos en vigilia. La llegada de enfermedades como la covid-19 no supone una sorpresa para quienes llevan décadas anticipándose a las embestidas de la naturaleza, pues el trasfondo proviene del desequilibrio generado por los humanos. “Y por eso los arhuacos hablamos de eso: si no lo entendemos y seguimos así, todo se perderá muy rápido”, afirmó mamo Eusebio en Serankwa.
Tras semanas de enseñanzas en las gargantas de la montaña y después de desgranar evidencias como la contaminación, la rampante extinción de plantas y animales, la reducción de los glaciares, las dentelladas de la minería o la ambición de los hermanos menores, el mamo Eusebio se preguntó en voz alta cómo detener esa inercia destructiva. Pero apenas dejó unos segundos y rápidamente se respondió a sí mismo: “Hay momentos en que es necesario pararse a reflexionar y preguntarse: ‘¿Cuál es la huella que estoy dejando?”.
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