Publicado por Rebeca García Nieto
El narrador de La muerte de mi hermano Abel, una de las grandes novelas de Gregor von Rezzori, buscaba una Europa que todavía fuese europea. La buscaba en el arte, en la huella que una época deja en forma de estilo. Lo que había distinguido a nuestro continente había pasado a mejor vida. Y no lo había hecho de cualquier manera: la cultura europea se había suicidado, posiblemente durante la Primera Guerra Mundial. Aquel suicidio no fue el primero, y tampoco sería el último, pero tuvo la peculiaridad de seguir coleando durante décadas. En una carta fechada en octubre de 1930, Joseph Roth le confirma a su amigo Stefan Zweig: «Tiene usted razón, Europa se suicida. Y la manera prolongada y cruel de ese suicidio se debe a que quien lo comete es un cadáver». Algo murió en los europeos que sobrevivieron a la Gran Guerra. Von Rezzori dijo que fue entonces cuando perdimos la capacidad de soñar. «Y la compasión. La pérdida de la compasión tal vez sea nuestra mayor pérdida».
Puede que no haya nada como una visita a un campo de concentración para ver cuánta verdad encierra esta frase (aunque la pérdida de la compasión no sea exclusiva del viejo continente, claro está). Pese a que en un primer momento las visitas tenían lugar en un contexto educativo y estaban organizadas por las asociaciones en memoria de las víctimas, en los últimos años los campos de concentración se han convertido en un destino turístico habitual. Tanto es así que en 2016 el director Sergei Loznitsa rodó un documental, Austerlitz, sobre este fenómeno. Aunque Austerlitz no muestra ningún acto vandálico, ni mucho menos, al ver las imágenes una tiene la impresión de estar asistiendo a una especie de profanación. Hay algo impúdico en ese pasearse por los barracones en bermudas y camiseta haciendo fotos mientras un guía comenta que cuanta menos grasa tenía la persona que ardía, más denso era el humo que salía por las chimeneas. No es casualidad que Loznitsa eligiera ese nombre para su documental. Austerlitz es el título de una conocida novela de W. G. Sebald, autor cuya obra, como escribió Juan Bonilla, reflexiona sobre «la deshumanización en la que cabalgamos durante un siglo y que ya hemos dado por un rasgo sustancial del ser que somos».
Creo que empiezo a entender esa frase de Imre Kertész que decía que «el campo de concentración solo es imaginable como literatura, no como realidad». Por muchas veces que visitemos Auschwitz o Sachsenhausen, jamás podremos imaginarnos lo que sucedió allí. Lo mismo podría decirse de otras barbaridades que han ocurrido en nuestro continente. Sabemos, o creemos saber, lo que pasó en la antigua Yugoslavia en los noventa o lo que los aliados hicieron en Dresde, pero lo cierto es que no tenemos ni la menor idea. Como ya decíamos aquí, Sebald sabía que algunos episodios de la historia reciente de su país nunca habían traspasado realmente el umbral de la conciencia de sus compatriotas. Lo que hizo en sus novelas fue colocar ante nuestros ojos esas imágenes que llevábamos tiempo eludiendo por pura supervivencia mental.
En la obra de Sebald, y por tanto en Europa, se interna el malagueño Cristian Crusat en su último libro, publicado en la prestigiosa editorial WunderKammer. Como ocurre en los textos del alemán, W. G. Sebald en el corazón de Europa mezcla lo autobiográfico, la historia o la literatura de viajes. Crusat hace suya también esa máxima sebaldiana que dice que recordamos y escribimos sobre nosotros mismos a través del recuerdo y la escritura de otros. Así, en sus páginas encontramos reflexiones de escritores, filósofos o historiadores como Dubravka Ugresic, Edgar Morin, Emanuele Severino o Eric Hobsbawm. Este último planteó el concepto de «tradición inventada», esencial, como señala Crusat, para entender los nacionalismos y la proliferación de símbolos patrios.
Si algo pone de manifiesto el libro de Crusat es que las tendencias autodestructivas de nuestro continente no son exclusivas del siglo XX. La inestabilidad parece ser inherente al terreno que pisamos. Ha habido demasiados cismas («la separación del Imperio de Oriente y el de Occidente; el cisma entre las Iglesias católica y ortodoxa; (…) la Reforma y la Contrarreforma…») y la paz ha sido siempre producto de un difícil equilibrio de contrarios («religión/razón; fe/duda; empirismo/racionalismo; tradición/vanguardia…»). La historia de Europa podría entenderse como una sucesión de seísmos. Tras cada terremoto han venido las réplicas y las contrarréplicas, por lo que a veces resulta casi imposible determinar con exactitud cuándo y dónde tembló la tierra por primera vez. No es casual que el narrador de Los anillos de Saturno, de Sebald, conozca en 1992 lo ocurrido en el campo de concentración de Jasenovac cincuenta años antes. Es difícil no relacionar la limpieza étnica que los croatas llevaron a cabo, con el visto bueno de los nazis, en Jasenovac con lo que sucedió en la antigua Yugoslavia en los noventa. No obstante, el riesgo de actividad sísmica en la zona era ya alto desde mucho antes. La primera guerra de los Balcanes tuvo lugar en 1912. Y probablemente habría que remontarse mucho más atrás en el tiempo —al Imperio austrohúngaro, al otomano…— para detectar el verdadero inicio de las hostilidades.
Por eso, cuando en 2016 Jean-Claude Juncker comunicó ante la Eurocámara que la Unión estaba pasando por una crisis existencial, no estaba anunciando nada nuevo. Las divisiones, los antagonismos, las contradicciones son parte sustancial del paisaje europeo y la tensión es su estado natural. Con el Brexit, las exigencias de los países frugales, el auge de los populismos, etc., pensamos que el proyecto europeo tiene los días contados. Sin embargo, no debemos caer en el pesimismo: Europa se lleva acabando casi desde que empezó… Y aquí sigue. Eso sí, hay que tener cuidado con la nostalgia. A diferencia de otros escritores que recuerdan con añoranza el mundo de ayer, los libros del alemán nos previenen «contra los graves peligros derivados de la nostalgia y las perversas formas que esta puede adoptar». Además, añade muy oportunamente Crusat, «caer en brazos de la nostalgia significaría preferir una forma de destrucción en lugar de otra». Dada nuestra tendencia a la amnesia selectiva, haríamos bien en repetirnos unas cuantas veces esta frase a ver si así no se nos olvida.
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