El escritor catalán Eduardo Mendoza, en el 2019. /
Solo los más viejos del lugar recordarán la asignatura de 'Historia sagrada' en su lejana infancia, con sus cartillas y libros ilustrados donde se leían y veían las escenas bíblicas destinadas a colonizar la imaginación —y de paso adoctrinar— a varias generaciones. Aunque no faltaban los hechos y milagros de Jesús, de los que se encargaba por otro lado la catequesis, aquel suministro narrativo de prodigios y truculencias procedía sobre todo del Antiguo Testamento y en él podría descubrirse la fascinante transportación mental a la que invitan los universos fantásticos, la alianza de excitación y estupor que no era otra cosa que la lectura literaria.
Esa fue la experiencia de Eduardo Mendoza, que en este ensayo narrativo rescata de su memoria aquella sarta de leyendas plagadas de contradicciones y desmesuras que explicaban el origen del mundo y le conferían sentido. En su evocación de Adán y Eva, Caín y Abel, el Diluvio universal o las trompetas de Jericó, Mendoza adopta el aire del visitante descreído y guasón que regresa, ya muy resabiado, al lugar que antaño lo deslumbró y hoy sabe que es de cartón-piedra. Con desenfado se asoma a ese museo de historias y las vuelve a contar con la risa bailándole en los labios, en un tono jocoserio donde se mezclan en dosis moderadas la irreverencia, el humorismo y la erudición, porque al escritor, que no desperdicia la ocasión de hacer un chiste, le han interesado los relatos bíblicos (como reconoce en la conclusión) y ha dedicado no poco tiempo en sumergirse en sus exégesis.
La nostalgia por la pasmada felicidad del lector infantil se une a la genuina admiración del adulto por la Biblia como monumento literario, como «gran código» de la cultura occidental, y es este Mendoza, lector y escritor, el que celebra que al mítico rey David se le ocurriera, hace tres mil años, la idea de reunir todo tipo de escritos en un cajón de sastre que fuera, simplemente, el Libro.
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