Había una
vez una muchacha llamada Ñeambiú que vivía en un lindo paraje del bosque
cercano al río. Era hija de un valiente y aguerrido cacique de un pueblo maya,
y estaba perdidamente enamorada de Cuiamé, un joven apuesto guerrero de la
tribu de los chiapas, desgraciadamente los peores enemigos de los mayas.
Ñeambiú y
Cuiamé sólo tenían ojos el uno para el otro. Pero como no podían verse
libremente por culpa del enfrentamiento que mantenían sus gentes, a la joven pareja
no le quedaba más remedio que encontrarse en secreto en algún lugar oculto del
interior del bosque donde se declaraban amor eterno. Ellos sabían que su amor
era totalmente imposible. Y les estremecía muchísimo que las leyes impuestas
por la tradición les prohibiera casarse, tal y como ellos deseaban.
Era tanto el
odio que había entre indígenas, y era tanta la tensión entre las dos tribus,
que nadie ni nada pudo evitar que, un día, el padre de Ñeambiú declarara la
guerra a sus vecinos, los chiapas.
Se libró una
sangrienta batalla, donde los muertos y los heridos se contaban a cientos.
Combatieron con valor durante jornadas enteras, día y noche. Y después de unas
semanas de enfrentamientos, el bravo padre hizo prisionero al joven Cuimaé y lo
encerró en una cabaña vigilada por dos soldados para que el muchacho no pudiera
escapar.
Al conocer
Ñeambiú la mala noticia, se le rompió el corazón. Su amado Cuimaé había caído
prisionero de su padre y ella no podía hacer nada para remediarlo. La pobre
chica estaba tan desesperada por salvar a su amor que, armándose de valor, explicó a sus padres toda la verdad.
Les relató con
pelos y señales que ella y Cuimaé se amaban con locura y que desde hacía tiempo
se encontraban a solas en la zona más frondosa del bosque, allí donde dicen que
vive Caá-Porá, un vigilante horroroso que hacía desgraciada a toda la gente que
se atrevía a mirarle a los ojos.
Pero el
corazón del cacique maya era duro como una piedra y no sucumbió ante los
llantos y las súplicas de su joven hija. El muchacho había sido condenado a
muerte y esperaba preso el día y la hora de su ejecución.
La pobre
joven estaba destrozada. No comía nada, no hablaba con nadie, sólo maldecía su
pena y lloraba desconsoladamente estirada en su camastro. Pero una mañana, y
sin mediar palabra, abandonó su choza y se marchó hacia el lugar donde ella y
Cuimaé se citaban en secreto. Caminó hasta llegar al corazón de los bosques, se
subió en un sauce y cuando llegó a las ramas más altas del árbol, se puso a
llorar de nuevo por su frustrado amor.
Pasaron los
días y seguía llorando sentada en las ramas. Todo el mundo fue a verla para
convencerla de que abandonara esta actitud y regresara a su hogar.
-Ñeambiú,
por favor, baja del árbol y vuelve a casa- le suplicaban tanto sus padres como
sus mejores amigos.
Pero ella
hacía oídos sordos. Nadie fue capaz de arrancarle una leve sonrisa, ni siquiera
lograron que pronunciara una sola palabra. Seguía sin comer ni beber, sólo
lloraba, lloraba y lloraba. Lo intentaron de todas las maneras posibles. Se lo
pidieron con buenas palabras y también se lo ordenaron a voz en grito. Pero no
había nada qué hacer. Ella ni tan siquiera los miraba, era como si no
existieran.
Pasaron los
días y su padre, el bravo y aguerrido superior comenzó a estar muy preocupado
por la salud de Ñeambiú. Así que hizo llamar al hechicero de la tribu, que se
llamaba Aguará-Payé, para que encontrara el modo de que su hija dejara de llorar de una vez por
todas y volviera a casa con su familia
donde la esperaban con los brazos abiertos.
Después de
darle muchas vueltas al problema, el hechicero pensó que la única manera que
había para llamar la atención de la joven era explicarle una mentira, engañarla
dándole una mala noticia para que su corazón se enterneciera por un motivo lo
suficientemente importante como para provocar su vuelta al poblado.
Así pues, el
viejo Aguará- Payé se acercó sigilosamente al sauce donde ella lloraba y desde
debajo del árbol le dijo:
-Ñeambiú,
querida niña, traigo malas noticias para ti. Tengo el dolor de anunciarte que tus mejores amigos han muerto en la
batalla. Y me han enviado para decirte que todo el pueblo te espera para honrar
su memoria.
Pero ni se
inmutó. Siguió inmóvil, llorando a lágrima viva con la mirada perdida en el
infinito.
No satisfecho
con este primer intento, el hechicero volvió a la carga días después dispuesto a intentarlo de nuevo con un
embuste aún mayor.
Así pues, el
viejo Aguará-Payé volvió a presentarse en el lugar donde lloraba y le dijo:
-Ñeambiú,
querida, traigo malas noticias para ti. Tengo el dolor de anunciarte que tus
padres han muerto de pena por tu ausencia. Sé una buena hija, vuelve a casa y
dales el último adiós.
Pero siguió
sin reaccionar, como si oyera llover. Continuaba derramando lágrimas sin parar por
su amado Cuimaé y todo lo demás no parecía afectarle lo más mínimo. Era como si
se hubiera vuelto sorda y ciega.
Pero el
hechicero no se dio por vencido. Y, días después, decidió hacer su último
intento.
Así, pues,
el jefe Aguará-Payé volvió a adentrarse en el bosque hasta llegar al lugar
donde lloraba.
-Ñeambiú,
querida niña-le dijo esta vez-. He de decirte que tu amado Cuimaé ha muerto
esta mañana.
El hechicero
no pudo continuar. Fue tan grande el grito de dolor que lanzó Ñeambiú desde lo
alto del sauce, que la selva entera se estremeció.
Al día
siguiente, cuando el hechicero se acercó a ver el estado de la muchacha … ya no estaba.
Todo el
pueblo la buscó durante jornadas enteras, a todas horas, rastreando los lugares
más remotos y sombríos del espeso bosque. Pero no encontraron ni rastro de la
bella Ñeambiú. Era como si se la hubiera tragado la tierra, como si hubiera
desaparecido por arte de magia y se hubiera desvanecido en el aire.
Nada de
nada. Pero lo más inexplicable de todo es que, a partir de aquel día, los mayas
siguieron oyendo su llanto. Cada noche era igual. Cuando todo quedaba en
silencio, del interior del bosque llegaba el espantoso sonido del llanto de la
joven.
Dice la
leyenda que, de tanto dolor, aquella noche Ñeambiú se transformó en el pájaro urutaú,
en un extraño pájaro que se esconde durante el día pero que, en cuanto el sol
se oculta por el horizonte, sale de su escondite y se pone a cantar con un
canto que es igual al del llanto.
Y desde
entonces, el pájaro urutaú no ha dejado ni una noche de cantar, siempre posado
sobre las ramas más altas de un sauce llorón.
Anónimo
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