Uno de los mayores logros de nuestra sociedad moderna es el reconocimiento de la igualdad fundamental entre varones y mujeres. Esto, al menos, a un nivel teórico y aunque estemos lejos de extraer todas sus consecuencias prácticas. En este proceso de toma de conciencia de que toda la humanidad sale beneficiada en la medida en que varones y mujeres avanzamos juntos y de la mano, la Biblia no siempre ha sido un elemento generador de armonía.
Es innegable el papel de la Biblia en el mundo occidental. Este nace al abrigo de las tradiciones judeocristianas, las cuales, transmitidas de generación en generación a lo largo de los siglos, han construido nuestra identidad cultural.
De aquí se deriva que muchos autores hayan culpabilizado a esta tradición de cómo el mundo occidental ha percibido a las mujeres a lo largo de la historia, así como de aquellos roles de género que se han asumido de modo inconsciente, casi por ósmosis.
Si bien nos puede brotar una mirada de cierta benignidad hacia la misoginia característica de las sociedades antiguas, no sucede igual con los relatos que, brotando de ese contexto cultural, continúan siendo significativos hoy para muchas personas. Podemos aceptar que hace miles de años se considerara a la mujer como una propiedad más del varón, pero no es tan fácil consentir que esta percepción siga transmitiéndose en unos textos que, en cuanto Palabra de Dios para un nutrido grupo humano, siguen teniendo autoridad.
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No todas son mujeres de sus maridos
No debería sorprendernos que entre las líneas de la Biblia encontremos muchos personajes que pretendan reforzar y mantener el statu quo del momento histórico en el que nacen, consolidando así el rol femenino propio de una sociedad profundamente patriarcal.
Es, por ejemplo, lo que sucede con la descripción de la mujer ideal que aparece al final del libro de los Proverbios (Prov 31).
Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?
Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas.
El corazón de su marido está en ella confiado,
Y no carecerá de ganancias.
Le da ella bien y no mal
Todos los días de su vida.
Busca lana y lino,
Y con voluntad trabaja con sus manos.
Aunque lo más habitual es encontrar relatos bíblicos que refuerzan este rol, también nos encontramos con algunos personajes femeninos que rompen con el modelo que nos cabría esperar. Se trata de narraciones a las que no siempre se ha dado relevancia o que se han interpretado de modo muy alejado de lo que expresa el texto bíblico.
Pero, si volvemos la mirada hacia esos pasajes del Antiguo Testamento, descubriremos a mujeres cuyo protagonismo y actitud descalabran las expectativas sociales sobre ellas.
Débora, jueza
No son los más conocidos, pero la Biblia también ofrece personajes femeninos que no se restringen a las tareas del hogar. Mujeres que se desenvuelven con soltura en la vida pública y que no se presentan supeditadas a un varón del que dependan. Al revés, son mujeres que se relacionan con ellos de igual a igual y que hacen oír su voz con libertad y sin reparos.
Sin caer en el error de valorarlas desde criterios anacrónicos, se las dibuja como personas que no necesitan depender infantilmente de otro para ser ellas mismas, liberadas de esa inseguridad que se protege en expectativas ajenas y capaces de enriquecer a los demás compartiendo sus ideas, opiniones y vivencias con voz propia.
Uno de esos personajes femeninos de la Biblia es Débora. De ella se habla ampliamente en los capítulos cuarto y quinto del libro de los Jueces. El hecho de que se le dedique este espacio tan amplio delata ya su relevancia, por más que su repercusión en el imaginario colectivo haya sido más bien poca.
En Jueces 4,4-5 se la presenta como profetisa y jueza en medio del pueblo, siendo la única figura femenina que aparece entre la lista de estos líderes que aunaban en sí la autoridad moral y la militar. Ahí está Débora, sentada bajo una palmera, impartiendo justicia entre los israelitas que acudían a ella:
“En aquel tiempo gobernaba a Israel una profetisa llamada Débora, que era esposa de Lapidot. Ella tenía su tribunal bajo la Palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la región montañosa de Efraín, y los israelitas acudían a ella para resolver sus disputas”.
Si en este contexto cultural una mujer casada no debía salir de su casa sin mantener cubierto el rostro, mucho menos debía hablar con varones que no fueran su marido. De hecho, lo más conveniente era que las mujeres pasaran absolutamente inadvertidas cuando abandonaban el espacio doméstico.
El comportamiento de Débora que presenta el texto bíblico rompe con esas normas sociales, lo que parece explicar la valoración negativa que este personaje va a recibir en el Talmud (Megillah 14b).
La descripción que se nos hace de Débora dibuja a una mujer relevante y valorada socialmente. Mantiene una relación con su marido que no la anula y con una autoridad moral reconocida entre sus conciudadanos. Además, también se la presenta tomando decisiones aguerridas y valientes.
El texto bíblico describe a Débora desde parámetros que rompen con la mentalidad propia de pueblos antiguos. Estamos ante una mujer relevante en la vida pública, con carácter y voz propia, segura de sí misma desde la convicción de estar llevando adelante el plan divino y relacionándose con los varones de igual a igual, en enriquecedora complementariedad.
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