Salman Rushdie, el célebre escritor de origen indio autor de Los versos satánicos, fue apuñalado el 12 de agosto en Nueva York por Hadi Matar, un joven estadounidense de 24 años de origen libanés. Se escribía así el último capítulo de una historia de violencia que se inició en 1989 cuando el ayatolá Jomeini, líder supremo de Irán, emitió su tristemente famosa fatwa. En ella tildaba la obra de blasfema y sentenciaba a muerte tanto a Rushdie como a sus colaboradores, desatando una oleada de ataques por todo el planeta.
Este agosto, más de tres décadas después de que se iniciase esta persecución global, un chico nacido en plena California decidió cumplir una venganza por unas palabras que fueron escritas a miles de kilómetros y una década antes de que naciera. La violencia parece lograr saltar no solamente de país en país, sino también de generación en generación.
Muchas voces se han alzado preguntando: ¿Qué ha fallado?, ¿qué ha pasado para que un joven nacido y criado en el epicentro de la tolerancia y la multiculturalidad, en la era del Tik Tok e Instagram, se haya unido a una espiral de venganza y violencia? Otras voces han replicado a esta pregunta con otra igual de incómoda: ¿Acaso lo que ha fallado no ha sido otra cosa que nuestras expectativas?, ¿no es acaso un fanatismo tan ciego y desconectado de la realidad como aquellos que denunciamos nuestra creencia de que nuestra democracia liberal es capaz de resistirlo todo, de integrarlo todo?
Francis Fukuyama y Samuel P. Huntington respondieron a estas preguntas de forma tan contundente como opuesta. El primero pronosticó en su El fin de la Historia que el mundo adoptaría el libre mercado y la democracia liberal como sistema global, alcanzándose la última fase de evolución política de la humanidad y la paz global. Estas tesis adquirieron gran popularidad tras el colapso de la URSS, cuando parecía que el mundo se había comenzado a librar de los totalitarismos y el riesgo nuclear.
La paz como anomalía histórica transitoria
Tiananmén, Sarajevo y Ruanda habían sembrado de piedras este camino, pero el 11 de septiembre de 2001 las promesas de Fukuyama saltaron definitivamente por los aires junto al World Trade Center. El mundo buscó un modelo que explicara lo que ocurría y lo encontró en Huntington y su Choque de civilizaciones. El famoso politólogo consideraba que el mundo se encontraba inmerso en un permanente conflicto, no basado en la ideología, como durante la Guerra Fría, sino en un choque de religiones. Todo periodo de paz global basado en el comercio mundial y el derecho internacional no era sino un espejismo temporal, una anomalía histórica que la rueda de la Historia se encargaría de corregir como lo hizo aquel 11 de septiembre.
Huntington identificaba varias razones para tan negro presagio: consideraba que las diferencias entre civilizaciones eran demasiado profundas, que las interacciones y fricciones entre civilizaciones se estaban incrementando y que las identidades nacionales estaban desapareciendo, siendo sustituidas por identidades civilizatorias. En este sentido, la madre de Matar anunció que su hijo cambió radicalmente cuando, tras el divorcio de sus padres, viajó a la ciudad de origen de la familia, Yaroun, localidad fronteriza con Israel y famosa por su apoyo a Hezbolá.
Otro factor es la pérdida de poder global de Occidente y la aparición de nuevos poderes no occidentales. Si la desordenada retirada de EE. UU. de Afganistán marcó para muchos el fin de una época en la cual Occidente exportaba sistemas democráticos como quien exporta semiconductores, la invasión rusa de Ucrania fue el canto del cisne de esta era de superioridad moral.
La política puede cambiar fácilmente, pero la religión no
Y el declive político viene acompañado del declive económico: si en 1960 EE. UU. representaba el 40% del PIB mundial y China solo el 4 %, en 2019 la participación de EE. UU. se reducía hasta el 24 % y la de China crecía hasta el 16 %. Huntington concluye que, aunque queramos cambiar esta dinámica, el tiempo no juega a nuestro favor: mientras la política y la economía pueden cambiarse fácilmente, la cultura y la religión llevan milenios. Así, mientras los choques políticos son como estrellas fugaces que se desvanecen en los libros de Historia, los grandes choques tectónicos son los que se dan entre civilizaciones.
¿Estamos condenados a sufrir este oscuro augurio? Quizá, a pesar de todo, existan motivos para la esperanza. En primer lugar, el futuro no está escrito: también en la Guerra Fría abundaron los análisis que consideraban que un conflicto nuclear entre EE. UU. y la URSS era inevitable.
En segundo lugar, es posible encontrar ejemplos de coexistencia religiosa en una misma entidad política: India, por ejemplo, con todos los problemas políticos y sociales que pueda tener, ha logrado convertirse en la mayor democracia del planeta con 1 400 millones de hinduistas, musulmanes, cristianos, sijs, budistas, jainistas y animistas.
El padre de Salman Rushdie
En tercer lugar, dentro de toda civilización surgen voces que tienden puentes de comunicación y entendimiento con las demás: el padre de Rushdie adoptó su apellido como homenaje a Averroes, el célebre filósofo musulmán cordobés del siglo XII. Anis Ahmed renunció a su apellido familiar para cambiarlo por el de Ibn Rushd –en árabe–. Al igual que Rushdie, Averroes también sufrió la censura, el destierro y los ataques del fanatismo, en su caso por defender que la filosofía aristotélica y el libre conocimiento no se oponían al Islam. Y, a pesar de los violentos intentos por acallarle, su pensamiento filosófico ha llegado hasta nuestros días. De la misma forma, Matar no ha podido acallar la voz de Rushdie y su obra seguirá siendo un radical ejemplo de libertad frente a los fanatismos de todo tipo.
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