Publicado por María Irastorza
—¿Qué fue lo que más te llamó la atención cuando la viste?
—Tenía un gesto muy peculiar, la mirada de alguien que ha visto el infierno.
Emilio Vercillo [1] es un calabrés (resopla cuando lo dice en voz alta) afincado en Roma desde que empezó a estudiar Medicina; se especializó en Psiquiatría. Actualmente, trabaja en un centro de salud público para refugiados. Se encarga de los casos de estrés postraumático y de los trastornos disociativos. Su interés por estas patologías fue definitivo en 2002, durante unas vacaciones en Rodas, tras una larga conversación con Sami Modiano, superviviente de Auschwitz.
Supe de su trabajo por casualidad, durante una cena, y me pareció imprescindible interrogarle en varios encuentros posteriores con el fin de saber qué ocurre con los migrantes cuando acaba la crónica, cuando se apagan las cámaras de televisión. Qué ocurre cuando están a salvo de aquello de lo que huyen, cuando llegan a la tierra prometida: Europa.
—Leí el artículo que publicasteis sobre Baluchistán. Curiosamente, tuve un paciente baluche.
—Es tremendo lo que están viviendo allá.
—El trauma que le traté fue provocado por la paliza que le dieron aquí, en Roma, un grupo organizado de jóvenes neonazis que se dedica a la «caza del bangla» (muchos de los que llegan a Italia son de Bangladés). Le rompieron la mandíbula a patadas.
El SaMiFo (salud para el migrante forzado) ASL ROMA 1, centro referencia en la Regione Lazio, recibe y trata a personas de muchas nacionalidades que están a la espera de asilo político (o humanitario). Vercillo aterrizó en este centro tras el cierre, en 2008, del hospital San Giacomo, donde trabajaba en la planta de agudos. San Giacomo era el segundo hospital más antiguo de Europa. A la planta de agudos llegaban pacientes de todo el mundo. Emilio coincidió allí con Goffredo Bartocci, una autoridad en la psiquiatría transcultural, esa rama que se ocupa de las diferencias culturales en la enfermedad mental.
Cuando le pido que me explique con una frase en qué consiste su trabajo me dice que intenta, con farmacología y terapia, que sus pacientes dejen de revivir los traumas que sufrieron. Que acaben siendo solo recuerdos.
Alexia tiene treinta años y llegó a Roma desde Congo. Esta historia comienza cuando decide participar en una manifestación contra el gobierno de su país. Hay, además, un agravante: ella pertenece a la etnia del anterior presidente.
La detuvieron junto a otros manifestantes y la trasladaron a un centro para presos políticos en la capital, en el que los reclusos dejan de existir. No se notifica a los familiares el ingreso, no hay datos, ni información; sencillamente, desaparecen. Nadie sabe qué ocurre dentro porque pocos, muy pocos, salen y pueden contarlo. Los que lo consiguen tienen un gesto muy peculiar, la mirada de alguien que ha visto el infierno.
Alexia sufre un trastorno postraumático complejo. Es el diagnóstico de Emilio Vercillo, su psiquiatra. El matiz «complejo» se añade cuando el paciente se ve a sí mismo y ve la realidad de manera distorsionada. Sufre desequilibrio emocional y está afectada la personalidad. Este trastorno se da cuando se sufren traumas repetidos y continuados en el tiempo.
Cuando entró a aquella prisión lo primero que vio fueron esqueletos, mujeres cadavéricas que apenas se sostenían en pie. Inmediatamente, supo que ella acabaría así.
Cada día, durante nueve meses, entraban varios militares y gritaban nombres. Las mujeres que eran nombradas se iban con ellos; nunca volvían. Eran las elegidas, las que iban a morir ese día. Las que se quedaban eran violadas. Cada día, durante nueve meses, se repetía la misma secuencia; unas desaparecían para siempre, otras eran salvajemente violadas. Alexia cuenta que llegó un momento en el que sangraba tanto por las agresiones sexuales sistemáticas que dejaron de usarla, ya no les servía. Cesó la violencia sexual y comenzaron las palizas.
La medida del tiempo, en una situación así, la marcan esas visitas. Los nombres a gritos, las caras que dejas de ver para siempre, las violaciones, las palizas. Cuando todo acaba, cuando vuelve el silencio, esperas. Esperas a que empiece de nuevo sin saber si te tocará morir, si mañana será violación o si te darán una paliza.
A los nueve meses gritaron su nombre. Salió de allí junto a otras mujeres con la cabeza cubierta y los ojos vendados. La subieron a un camión e iniciaron el camino hacia la muerte. Alexia comenzó a rezar. Uno de los soldados que las custodiaban la escuchó y reconoció el dialecto. Se acercó a ella y le preguntó quién era y de dónde; ella respondió. Eran de la misma región. El soldado la levantó en peso y la lanzó fuera del camión.
Cayó en medio de la nada, atada y semidesnuda. Cuando consiguió liberarse y ponerse en pie, a la luz del día, vio el esqueleto en que se había convertido. Caminó hasta el primer pueblo pidiendo ayuda, y cuando al fin pudo llamar a su familia le rogaron que no volviera a casa; los habría puesto a todos en peligro. La opción más segura fue caminar de nuevo hasta la casa de un primo que vivía alejado de la capital. Reunieron entre familiares y amigos dinero para comprar un vuelo a Roma con el fin de que pidiera asilo político. Alexia estaba a salvo.
Estaba a salvo.
Siento alivio cuando Emilio remata la narración diciendo «estaba a salvo». El alivio dura pocos minutos.
El psiquiatra de Alexia me explica que, durante esos nueve meses, cuando está sufriendo todos esos traumas repetidos y continuados en el tiempo, el cuerpo y la mente están concentrados en una sola cosa: sobrevivir. Los niveles de adrenalina se disparan, vive en un estado de alerta, toda la energía se utiliza en aguantar con vida hasta el siguiente trauma.
En el momento en que Alexia pisa Roma y llega al centro de salud siente que está fuera de peligro, y es entonces cuando empiezan a manifestarse todos los síntomas. Ya no teme por su vida y su cerebro responde llevándola de vuelta a Congo.
En este punto, el psiquiatra se detiene para subrayar algo fundamental: no se trata de recuerdos. Es flashback; su mente hace que reviva los distintos episodios traumáticos. Vuelve realmente al confinamiento, vuelven realmente las violaciones y las palizas. Como consecuencia, sufre insomnio, despierta gritando cuando consigue cerrar los ojos, tiene náuseas, taquicardia, cefalea constante.
Hablar de lo que sufren estas personas en el camino, desde que consiguen salir de sus países de origen hasta que pisan suelo europeo, es repetirse; está todo, o mucho, contado ya. El mejor ejercicio para entender es tratar de imaginar los horrores que les empujan a emprender la huida sabiendo lo que supone llegar de la mano de distintas mafias hasta Libia, última parada antes de intentar cruzar el Mediterráneo.
Las mujeres saben que serán violadas cuando lleguen; toman la precaución de vacunarse antes de partir para, al menos, asegurarse de que no se quedarán embarazadas. Vercillo preguntó a una joven nigeriana violada salvajemente cómo se preparó durante ese camino sabiendo que esto ocurriría. Ella le dijo que cerraba los ojos e imaginaba que era su marido; la violaba sistemáticamente desde que su familia la entregó en un matrimonio concertado.
Algunos hombres también son violados, es una de las maneras más eficientes de humillación. En el caso de las mujeres se considera desahogo, diversión, premio.
Binéka tiene veintitrés años y es congoleña. Llegó a la consulta de Vercillo con una de las patologías más graves, un trastorno disociativo. En algunos de estos casos el trabajo del psiquiatra se complica aún más; debe ir recogiendo las piezas que el paciente proporciona desordenadamente hasta conseguir completar el puzle. Hasta llegar al fondo del oscuro pozo para que el tratamiento sea lo más efectivo posible.
Algunos de los soldados enviados a la región donde vivía Binéka para proteger a la población de las guerrillas violaron a su hermana pequeña (doce años), y ella lo denunció a los mandos. La manosearon y la echaron entre burlas. Binéka no quiso rendirse y decidió viajar a la capital a denunciarlo de nuevo. Acabó encarcelada, violada y apalizada. En un descuido de quienes la custodiaban consiguió escapar; la familia consiguió reunir dinero para que volara a Roma.
Binéka oye voces, dos distintas (los militares). Una de esas voces la mantiene siempre alerta, en tensión. Cuando intenta relajarse le grita, le dice que no se confíe, que no hable, que no cuente lo que le ha ocurrido. La otra voz la insulta, la humilla cuando se siente débil y se paraliza completamente. Y, además, hay una presencia; una niña pequeña a la que le da vergüenza mirar, que está ahí siempre… y llora.
Después de medicarla y de varias sesiones de terapia, su psiquiatra descubrió la parte de la historia que faltaba. Binéka había sufrido abusos en su entorno familiar durante la infancia, y jamás se lo dijo a su madre; sabía que nadie la protegería. Pocos años después, fue también violada por soldados, así que cuando su hermana pequeña le contó lo ocurrido, le pidió ayuda, lo único importante era buscar justicia, salvarla de un horror que ya conocía.
El trauma mayor de Binéka fue no haber podido proteger a su hermana de lo que ella había sufrido. El fracaso. Era incapaz de mirarse al espejo. Se veía como un monstruo.
***
Los llamados «países ricos» acogen al 16 % de las personas refugiadas en todo el mundo; Bangladés, Chad, República Democrática del Congo, Etiopía, Ruanda, Sudán del Sur, Sudán, Tanzania, Uganda y Yemen reciben al 33 % por ciento. Combinados, apenas suman el 1,25 por ciento del PIB mundial. Líbano es, junto con Jordania, el país con la concentración per cápita más alta de todo el mundo (uno de cada cuatro habitantes).
Si sienten el impulso de preguntar por qué no se quedan en sus países si no son refugiados políticos o por qué no desembarcan en Túnez a los migrantes rescatados en el Mediterráneo, tienen la oportunidad de sentarse frente a Alexia y Binéka. Ellas tienen la respuesta. Todas las respuestas.
Notas
[1] Emilio Vercillo es en la actualidad psiquiatra en SaMiFo (Salute dei Migranti Forzati). Su último libro, Clinica del trauma nei rifugiati. Un manuale tematico, abre las puertas de ese infierno al que da vértigo asomarse
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