Publicado por Luis Landeira
La soberbia es el mayor de los pecados.
(Salmos, 18:14)
El mundo del hip hop siempre ha estado lleno de fantasmas. Hasta el rapero más insignificante dice ser El Mejor, y se jacta de la pasta que gana, de lo bien que rima o de lo mucho que folla. Como en el rap no hay un canon, es difícil dilucidar quién es de verdad El Mejor. Pero es fácil elegir al más fanfarrón. Y Kanye West se lleva la palma.
Estamos hablando de un señor que ha compuesto e interpretado «I Am a God», una canción que dice: «Soy un dios, así que date prisa con mi maldito masaje, date prisa con mis malditos cruasanes, porque soy un dios soy un dios soy un dios». Como era de esperar, en cuanto el tema se publicó, se armó la de Dios es Cristo, nunca mejor dicho. Lejos de excusarse, Kanye echó más leña al fuego declarando que «cuando canto lo de “Soy un dios”, la gente dice “¿quién se cree que es?”. Pues ya te lo he dicho. Soy Dios, no hace falta más explicación». Para acabar de arreglarlo, añadió: «¡Soy un dios porque nadie puede decirme dónde puedo o no puedo ir, tío! Soy la mayor estrella de rock viva. Soy Axl Rose, soy Jim Morrison, soy Jimi Hendrix».
La megalomanía de Kanye West es tan extrema que cabe preguntarse si es fruto de un trastorno mental o de una desafortunada campaña de marketing. Trataremos de averiguarlo a lo largo de este artículo que, sin duda, es el mejor que se ha publicado en España y parte del extranjero.
Raíces de un bocachancla
Según datos biográficos divulgados por él mismo, Kanye Omari West (Atlanta, 1977) no puede parar de crear desde su más tierna infancia. A los cinco años ya escribía poemas, a los nueve rapeaba, a los doce componía canciones y a los diecinueve dejó la universidad para trabajar como productor musical. El sueño de este prodigioso chaval era ser rapero, pero como era un pijillo de clase media no hubo manera de que lo tomaran en serio. Así que se limitó a crear canciones para artistas como Jay-Z, Alicia Keys o Janet Jackson. Hasta que en 2002 tuvo un aparatoso accidente, se rompió la mandíbula y rapeó su experiencia en el tema «Through the Fire». Como la cosa gustó, lanzó su álbum de debut The College Dropout (2004), donde mezclaba pegadizo pop-rap y unas letras que, en las antípodas de los raperos malotes, hablaban de valores yanquis eternos como familia, esfuerzo, éxito y blablablá. Y vio el mundo que todo aquello molaba, y Kanye se llevó un premio Grammy y vendió más de tres millones de discos.
A partir de ese momento, el ego del rapero se hinchó y empezó a comportarse como si no tuviera abuela. Ahí va un repóquer de declaraciones donde el artista chapotea en su propio narcisismo: 1) «Soy el número uno de la música. Eso significa que cualquier otra persona que esté respirando ahora mismo es el número dos». 2) «Si te dijera que no soy un genio, te estaría mintiendo. Y me mentiría a mí mismo». 3) «¿Cómo podrías ser yo y querer ser cualquier otro?». 4) «Si eres fan de Kanye West, no eres fan mío, eres fan de ti mismo. Creerás en ti mismo». 5) «La gran pena de mi vida es que nunca podré verme a mí mismo actuar en directo». Y así podríamos seguir ad infinitum, porque Kanye lleva tres lustros regalando titulares egomaníacos a la prensa sensacionalista. La fama cuesta y es duro permanecer en el candelero en la vertiginosa era de internet, ¿eh, Kanye?
Vocación de aguafiestas
Kanye superó el difícil reto del segundo disco con el estupendo Late Registration (2005), que se vendió como churros y acaparó una montaña de premios. Pero el rapero no estaba contento con una montaña, quería TODOS los premios. Y pasó lo que pasó. En los MTV Europe Music Awards fueron Justice y Simian quienes se llevaron el galardón al mejor videoclip. En plena entrega del premio, Kanye saltó al escenario e interrumpió el discurso de aceptación de los ganadores, para quejarse amargamente porque, a su juicio, era su videoclip «Touch the Sky» el que merecía el galardón: «Pagué un millón de dólares. Me llevó un mes filmarlo. Me subí a una montaña. Volé en helicóptero sobre Las Vegas». Olvidó decir que contrató a Pamela Anderson para hacer de comparsa.
En 2009 volvió a meter la pata en los MTV Video Awards al irrumpir en el escenario mientras Taylor Swift recogía el premio al mejor vídeo femenino. Kanye le quitó el micro a la artista y soltó: «Taylor, estoy muy contento por ti. ¡Pero debo decir que Beyoncé tenía uno de los mejores vídeos de todos los tiempos!». Desde entonces, Taylor y Kanye se enfrentan en una batalla verbal en la que el rapero ha demostrado ser mucho menos sutil que su contrincante. El ejemplo más bochornoso es la canción «Famous», donde le propina a la chica este bajísimo golpe: «Siento que Taylor y yo podríamos tener relaciones sexuales. ¿Por qué? Yo hice famosa a esa zorra».
En la actualidad, cada vez que alguien sube a un escenario a recoger un premio, sufre el temor a que Kanye se materialice en el escenario para cortar todo el rollo. En la entrega de los premios Grammy de 2015, hizo amago de quitarle el trofeo a Beck para dárselo a quien él pensaba que lo merecía: su amiga Beyoncé.
Enamorado de sí mismo
Siete discos redondos, veintiún premios Grammy, veintiún millones de discos vendidos, sesenta y seis millones de descargas y setenta millones de euros recaudados en solo tres años. He aquí el secreto del ego de Kanye: la enorme cantidad de reconocimientos, dineros y galardones que cosechó en la primera década del siglo XXI infló su autoestima a niveles estratosféricos.
No es raro, pues, que en los últimos años se haya comparado a sí mismo con los más grandes talentos de la historia de la humanidad e incluso con exitosas marcas comerciales: «¡Soy Warhol! Soy el artista con más impacto de nuestra generación. Soy Shakespeare reencarnado. Walt Disney, Nike, Google, Steve Jobs. ¿Quién va a ser la familia Médici que apueste por mí y me deje crear más?». Como nadie contestó, Kanye se convirtió en el mecenas de sí mismo, puesto que no le faltaba el dinero ni para financiar sus propios proyectos, ni para cumplir sus caprichos de nuevo rico.
Verbigracia, en 2010 Kanye West hizo que le extrajeran todos los dientes de su mandíbula inferior para sustituirlos por diamantes. No es ni el primero ni el último rapero que decide convertir sus piños en joyas. Pero es que, encima, Kanye salió en la tele para explicar al mundo que «mis dientes molan más así». Para que el público viera que la cosa iba en serio, Kanye abrió la bocaza, enseñó sus relucientes piezas y aseguró que «no son brackets, son diamante implantados, que han reemplazado a mis dientes de la fila de abajo». Desde entonces, usa un cepillo de doscientos euros para limpiarse los dientes. Demasiada pasta invertida en la dentadura para un hombre que siempre está serio porque «en el siglo XIX nadie sonreía en las fotos. Es guay».
Cuando Dios encontró a Marilyn
Si West ya estaba crecido cuando estaba soltero y solo en la vida, al emparejarse con Kim Kardashian la pinza se le fue definitivamente. La relación de esta bizarra pareja se confirmó en 2012, y la popularidad de ambos se multiplicó. Todos creíamos que Kanye no tenía sitio en su corazoncito para nadie más que él, él y él. Pero supimos que nos habíamos equivocado cuando escuchamos sus hiperbólicas declaraciones de amor: «Esta bien, señoras y señores, peluqueros, diseñadores de moda, arquitectos, colmados, Wall Street, todo el mundo. ¡Estáis actuando como si Kim no fuera la mujer más bella de todos los tiempos! Estoy hablando de toda la existencia humana, está en el top 10 de la existencia humana». Es comprensible: si Kanye West es El Mejor, su novia tenía que ser La Mejor y, los dos juntos, la repanocha: «Todo el dinero de las mayores corporaciones del mundo solo puede compararse con la relevancia que Kim y yo tenemos». Y como a Kim siempre le han gustado los raperos (no hay más que ver su famoso vídeo porno con Ray-J) encontró la horma de su zapato en Kanye. Porque si Kanye es Dios, Kim es… Marilyn: «Vanity Fair dice que Kate Upton es la nueva Marilyn Monroe. Pero no. ¡Kim es Marilyn Monroe y lo sabéis!».
Con estos poderes, era de esperar que en su enlace matrimonial, celebrado en Florencia en 2014, las reencarnaciones de Dios y Marilyn tiraran la casa por la ventana, perpetrando una versión afroamericana de las bodas de Camacho que costó casi diez millones de euros. En el fondo fue calderilla para las abultadas cuentas corrientes del matrimonio, cuya fortuna, en el momento de la boda, ascendía a unos doscientos millones de euros. Así que fueron felices, comieron perdices y se gastaron más de cuarenta millones de euros al año en tratamientos de belleza, ropa, coches o propiedades inmobiliarias.
Éramos pocos y, en 2013, parió la Kardashian a una preciosa niña llamada North West. Orgulloso de la criatura, Kanye no pudo mantener la boca cerrada: «Mi hija está en una posición al nivel de la realeza, como el príncipe de Londres».
El crepúsculo del fantoche
Su apoyo incondicional a Trump, la conversión al cristianismo y su debacle artística y mental hace que Kanye esté más susceptible que nunca y pierda los papeles a la mínima. Así ocurrió en el programa Saturday Nigth Live, donde llamó «hijos de puta» a los técnicos de iluminación por retocar uno de sus decorados. Y en un hotel de lujo le gritó a un empleado: «¡Soy Kanye West, mi mujer es la jodida Kim Kardashian!», delante de su familia.
Kanye West, que hace nada tocaba el cielo, se precipita en caída libre. Es lo que tiene intentar usurpar el trono del verdadero Creador. No sé si el rapero ha leído ya la Biblia (pues dice ser «un orgulloso no lector de libros»), pero debería saber lo que le pasó a cierto ángel díscolo que se rebeló contra Dios y quiso ser como él. Debería saber que con sus chirriantes palabras está llamando a las puertas del infierno.
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