Publicado por Javier Calvo
Hay un aspecto de la ciencia ficción de Nueva Ola de los sesenta del que quizás no se haya hablado lo bastante. De acuerdo, los escritores de la Nueva Ola odiaban la ciencia ficción clásica. Odiaban a los extraterrestres, las naves espaciales y los robots. Odiaban las guerras de las galaxias, los viajes interestelares y temporales. Odiaban el pulp. Les gustaba la experimentación, el modernismo, William Burroughs, los paisajes interiores, la oscuridad, las drogas y el radicalismo. Lo que no se señala a menudo es que también eran unos grandes amantes de la naturaleza.
La naturaleza es, en efecto, uno de los grandes temas de la ciencia ficción de la Nueva Ola. Es obvio en las novelas de «desastres naturales» que escribió J. G. Ballard en los sesenta: El viento de ninguna parte, El mundo sumergido oLa sequía, donde una naturaleza hambrienta y onírica regresa para llevarse de vuelta lo que le robó la civilización. Es obvio en la posciencia ficción «ecologista» de Ursula K. Le Guin, que después de rechazar todas las utopías del progreso hegeliano en Los desposeídos, construye su nueva Arcadia en la naturaleza renacida de los valles californianos de El eterno regreso a casa. Y es obvio también en Heliconia, la obra cumbre de Brian Aldiss, que es en muchos sentidos una elegía monumental a la naturaleza y un testamento a los intentos condenados del hombre para imponerse y elevarse sobre ella.
Es fascinante que, en la misma década en que se hace realidad el inicio de la exploración espacial (del Sputnik al Apolo 11), la gran nueva corriente de la literatura de ciencia ficción asuma como bandera el fracaso de la tecnología, de la civilización, de la cultura. El apocalipsis ecológico se vuelve chic. El LSD construye paisajes surrealistas que se tragan al hombre. El astronauta se cae en el pozo de gravedad infinito de su propia psique.
Las primeras (y espectaculares) emergencias en la obra de Brian Aldiss de la naturaleza —como concepto y como realidad— parecen un caso de retorno de lo reprimido sacado de un manual de psiquiatría freudiana. Un chaval fan de H. G. Wells y de la revista Astounding Stories de los años treinta se alista en el Real Cuerpo de Señales del Ejército británico y es enviado al teatro del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial. Conoce Sumatra, China y la India y entra en combate en Birmania (años más tarde asegurará que mató en combate a un soldado japonés, pero que tardó años en desbloquear el recuerdo). A su regreso a Inglaterra, se integra rápidamente en el establishmentliterario, empieza a publicar en Faber and Faber, traba amistad con autores como C. S. Lewis y Kingsley Amis e inicia una carrera de antólogo y agitador cultural que se extenderá durante cinco décadas. Y entonces, hace algo inusitado en ese entorno literario. Empieza a publicar ciencia ficción, su inspiración original como lector.
Aldiss siempre afirmará que sus años en Asia lo marcaron de por vida y le impidieron ver Inglaterra más que como un lugar gris e incapaz de excitar la imaginación. Sin embargo, nunca fue capaz de escribir directamente sobre Asia. Sus tres primeras grandes novelas llegan en el espacio de cinco años: La nave estelar (1959), Invernáculo (1962) y Barbagris (1964). Las tres están protagonizadas (el verbo está elegido deliberadamente) por mundos calurosos, húmedos e invadidos de vegetación selvática, como las junglas de Birmania. Las tres son historias peripatéticas; peregrinaciones de hombres rotos por paisajes inhumanos, cámbricos, terribles. Las tres son oscuras, crueles y caóticas y ni les interesa la construcción de personajes ni el verismo científico ni ofrecer alivio ni aliento al lector. En ellas, los humanos no estamos en el centro de ninguna creación. Somos insectos. Somos comida. Las podríamos llamar la «Trilogía Distópica de Aldiss», si no fuera porque el término no hace justicia a la originalidad ni al radicalismo de sus planteamientos. Más que distopías, son pesadillas. Los elementos oníricos son explícitos, junglas de Max Ernst, espectros del inconsciente, alusiones claras a la estética surrealista. El paralelismo con Ballard también es claro: la primera edición de El mundo de cristal (1966) lleva como imagen de cubierta El ojo del silencio de Max Ernst, mientras que una década más tarde Ballard escribirá Compañía ilimitada de sueños, la gran novela neosurrealista británica.
Los fantasmas de la selva de Birmania no son los únicos monstruos reprimidos que emergen en la obra de Aldiss. Barbagris proyecta otro trauma interior en forma de pesadilla sublimada. Un mundo donde la gente fue esterilizada hace décadas y donde ya solo queda una población menguante de gente anciana que nunca pudo tener hijos. La novela, que consolidó a Aldiss como el gran escritor británico de ciencia ficción de su generación, no trata de la ancianidad, según su autor. Su escritura es resultado de la pérdida que sufrió al romperse su primer matrimonio y marcharse su primera esposa, Olive Fortescue, a vivir con los hijos de ambos a la isla de Wight. A solas en una habitación de un barrio deprimido de Sheffield, Aldiss concibió una historia donde las resonancias personales retumban en su momento histórico. Corren mediados de los sesenta y una gran parte de la población se ha convertido en ancianos prematuros que contemplan desconcertados cómo los jóvenes han huido a un mundo desconocido. Arrancado de su adolescencia por la guerra y devuelto a un país y a una generación deprimidos de los que no se siente parte, Aldiss llega ligeramente tarde a la revolución de los sesenta, con cuarenta años cumplidos. Atrapado entre dos mundos. Y aunque no vivirá de primera mano las drogas y el rockde los hippies, sí se convertirá en uno de sus grandes evangelistas literarios.
A lo largo de la década de los sesenta, Aldiss se consolida como autor inclasificable y provocador. Su obra narrativa bascula entre dos polos, que podríamos llamar lo onírico macabro y lo satírico macabro, y su actitud de renegado (y bocazas) le granjea detractores en el picajoso ramo de la ciencia ficción. Todavía no han irrumpido plenamente el concepto y el empuje de la Nueva Ola (que deben mucho a los trabajos críticos del mismo Aldiss), ni tampoco se ha roto (aunque ya se tambalea) el dogma del realismo científico. En 1962 se publica Invernáculo, novela que retrata una Tierra en rotación sincrónica en torno al Sol (con un lado siempre iluminado y otro siempre en la sombra), y a la Luna atrapada en un punto troyano de la órbita terrestre y unida a la Tierra por telarañas de arácnidos gigantes. La novela es un triunfo tan grande de imágenes alucinógenas, paisajes expresionistas y desolación existencial que, a fin de cuentas, poco importó que el comité de asesores científicos del editor dictaminara que los elementos físicos de la historia no tenían ni pies ni cabeza, ni que James Blishcalificara el libro de «chorrada absoluta» y criticara a Aldiss por ignorar las leyes fundamentales de la física.
Dos de las opiniones de Aldiss que más escuecen en ese momento son la imposibilidad de que los cuerpos más pesados que la luz rebasen su velocidad y la improbabilidad de la vida extraterrestre. No es de extrañar que en los años sesenta esto cabreara a muchos, considerando que esas dos ideas sustentaban el noventa por ciento de la ciencia ficción de la Edad de Oro, cuyos popes (Asimov, Clarke, Heinlein) seguían en activo. De hecho, Aldiss fue más allá y escribió una novela, Los oscuros años luz (1964), que se burla salvajemente de ambos conceptos. Auténtica obra maestra que fusiona la alegoría política de Wells con la sátira de Swift, Los oscuros años luzparodia las historias de un primer encuentro con una civilización extraterrestre para mostrarnos que nuestra perspectiva está tan contaminada por prejuicios culturales, basura política y nuestra convicción de estar en el centro del universo que, de producirse dicho encuentro, sería un auténtico disparate. La otra dimensión del libro es una sagaz metáfora sobre el colonialismo y la historia de los pueblos. Aldiss culmina la década de los sesenta con otras dos distopías negrísimas, Earthworks (1965, inédita en español) y Criptozoico (1967), las dos imbuidas de sueños y alucinaciones (o viajes en el tiempo reformulados como sueños), así como de elementos del amour fousurrealista y del cherchez la femme del hard-boiled.
Hacia 1968, el panorama de la ciencia ficción ya ha cambiado lo bastante como para permitir a Aldiss un golpe de timón. En realidad, Aldiss ya había dado pasos de gigante para desligar la ciencia ficción del verismo científico e introducir elementos de fantasía, sátira política, literatura de vanguardia, modernismo o expresionismo. Pero ahora ha llegado la Nueva Ola, y ya son muchos los que están rompiendo el molde por todos lados. En 1967, la revista emblemática del movimiento, New Worlds, publica una nueva novela de Aldiss previamente rechazada por varias editoriales. Se trata de Informe sobre Probabilidad A, una historia que ya solo puede calificarse de ciencia ficción si uno entiende este género como exploración de vanguardia de ciertos conceptos científicos no tratados antes de forma artística. Más influida por Beckett, Borges o Flann O’Brien que por nada previamente considerado ciencia ficción, se trata, en palabras de Paul Di Filippo, de «una regresión infinita de voyeristas cósmicos centrada en torno a una enigmática pintura, mientras el movimiento de la nouveau roman invade la ciencia ficción».
A Informe sobre Probabilidad A le siguen otras obras ya abiertamente experimentales como A cabeza descalza(1969), famosa por ser esa novela en que unas drogas hacen hablar a los personajes como Finnegans Wake; Frankenstein desencadenado (1973), tour de force metaliterario sobre un viajero temporal que viaja a la época de Mary Shelley y —también— al argumento de Frankenstein; The Eighty Minute Hour (1974), una space operasatírica en formato operístico; El tapiz de Malacia (1975), una ambiciosa fantasía neorrenacentista con ecos de Borges, Calvino o Shakespeare; Enemigos del sistema (1978), otra sátira sangrante ambientada en un futuro donde la humanidad ha alcanzado la sociedad perfecta, cien por cien racionalista, socialista y políticamente correcta; y La otra isla de Moreau (1980), la segunda de sus deconstrucciones de los clásicos de la ciencia ficción y última obra publicada antes del clímax monumental que será Heliconia.
No es que la etapa experimental de Aldiss se cierre del todo con Heliconia. Sin embargo, tiene sentido que, llegado este punto, Aldiss se canse de las infinitas posibilidades de trastear con la ciencia ficción. A fin de cuentas, corren los años ochenta. Ya no tiene sentido seguir vapuleando los postulados de la Edad de Oro ni demostrando que la ciencia ficción puede ser la punta de lanza de la experimentación literaria. Ahora los enemigos son otros.
En su balance de aquella época, Aldiss comenta que en plena recesión mundial de los ochenta es casi imposible contemplar literariamente un futuro en expansión. Esto lleva a un dominio aplastante durante estos años de la fantasía por encima de la ciencia ficción. Por otro lado, «los autores de ciencia ficción están desmoralizados por las películas de ci-fi multimillonarias de los últimos años, y a menudo intentan imitar sus disparates. Y aunque los escritores de basura siempre pueden salir adelante, los de nivel intermedio se ven aplastados por los cambios del mercado y la filosofía del marketing». Entretanto, añade, los autores de la generación previa, como Asimov, Clarke y Heinlein, se contentan con entregar malas imitaciones de su trabajo anterior y recibir adelantos desmesurados por ello, lo cual también resulta desmoralizador.
En este contexto, es fácil entender que Aldiss quisiera dar un puñetazo en la mesa y reivindicarse no solo a sí mismo, sino también la escena literaria de vanguardia a la que pertenecía. Y se propuso hacerlo, en un guiño a Wells, con «una nueva clase de romance científico» que «resultara sustancial incluso comparado con las obras deOlaf Stapledon». Y ciertamente lo consiguió, tanto por su contenido como por su envergadura. Investigada durante dos años y escrita y publicada a lo largo de un lustro (1981-1985), Heliconia alcanza las mil seiscientas páginas, divididas en tres volúmenes titulados Primavera, Verano e Invierno. Ni el Stapledon más ambicioso podría haber concebido un proyecto semejante.
Más allá de una reivindicación de la novela de ciencia ficción y de sus posibilidades artísticas, Heliconia también es síntesis y compendio de los intereses filosóficos y de la obra previa de Aldiss. En realidad, la diversidad de argumentos y géneros de sus obras de los setenta puede eclipsar el hecho de que Aldiss se había mantenido fiel a una serie de temas y argumentos: el principal es que la humanidad, siendo parte de la naturaleza, se ha opuesto a ella, lo cual solo puede llevar al desastre. Esto ha sucedido a nivel de especie, haciéndonos perder nuestra conexión y cercanía con la Tierra. Y, más importante, como individuos nos hemos «civilizado» en detrimento de una serie de pulsiones (sexo, guerra, brutalidad) que están condenadas a reaparecer siempre. La otra gran hubrisde las culturas humanas es su convicción de ocupar el centro de la creación, de no conocer su ubicación ni su historia reales, una ignorancia a la que contribuyen los sistemas políticos y religiosos. Este último tema se extiende sin interrupción desde La nave estelar hasta Heliconia.
Es imposible resumir el espectro colosal de temas, ideas y argumentos que hay en Heliconia. En un esfuerzo máximo de síntesis, se puede decir que la novela trata de un planeta que, debido a su posicionamiento respecto a una estrella binaria, tiene un año equivalente a dos mil quinientos años de la Tierra. Esto provoca variaciones climáticas tan descomunales que sus civilizaciones no pueden sobrevivir a ellas, sino que evolucionan hasta la modernidad durante los periodos estivales y en el apogeo del invierno regresan a las culturas neolíticas y a la vida en el subsuelo y luchan contra la extinción. Uno de los temas del libro es la memoria, la fragilidad de la cultura y de la conexión con el pasado y el significado civilizatorio de instrumentos como la escritura o la representación artística y la máquina.
El otro gran tema de Heliconia es el conflicto con la naturaleza. Esto se formaliza por medio de dos vías. En primer lugar, mostrando a los personajes sobre el gigantesco telón de fondo de su planeta en momentos en los que tanto este como el clima están experimentando cambios. Para dar una idea adecuada de la escala de la vida en Heliconia, cada uno de los volúmenes de la saga muestra un punto de transición distinto dentro del gigantesco arco del Gran Año Heliconio. Pero la segunda vía es la introducción en la historia de otra especie inteligente: se trata de los phagors, una especie de humanoides-bestias astados y lanudos, con quienes los humanos viven en simbiosis. Esta simbiosis está representada por un virus del que ambas especies son portadoras en distintas fases de su evolución anual conjunta, y cuyos estragos les permiten crear mecanismos adaptativos encaminados a la supervivencia.
Aunque humanos y phagors son archienemigos en la saga, también dependen los unos de los otros, y esto es una metáfora brillante de la forma en que la razón y las pulsiones se necesitan entre sí en la psique del hombre; en Heliconia, cada una de estas especies venera a una estrella distinta del sistema binario. «En la Tierra no tenemos phagors —dice Aldiss—, solo el lado animal de nuestras naturalezas, con el que también estamos en guerra, y con el que tenemos que llegar a alguna clase de acuerdo».
Pero Aldiss no quiso limitar el alcance de Heliconia cerrando la perspectiva o construyendo un único ámbito de acción y temático. A medida que avanza la historia, esta se va descomponiendo en cinco niveles: la vida en Heliconia; la vida en Avernus, la estación espacial terrestre que orbita y estudia Heliconia; la vida en la Tierra, que atraviesa también un cataclismo; la vida en el inframundo de los muertos; y la vida de las deidades de Heliconia. Esto le permite crear la obra total, la actualización posmodernista por antonomasia del ideal de romance científico de Wells, con sus connotaciones claras de comentario político, ecológico y psicosocial sobre nuestro mundo.
Brian Aldiss escribió cuarenta y dos novelas y un número casi incalculable de relatos. Sin embargo, aunque siguió escribiendo durante tres décadas más, me ha parecido prudente detenerme en Heliconia por su tremenda ambición cultural. Heliconia debería ser, por sentido común, una de esas sagas fantásticas que han capturado la imaginación y han marcado a una (o más) generaciones, como Fundación, El Señor de los Anillos, Gormenghast, Dune, Terramar o Canción de hielo y fuego. Me resulta incomprensible que, pese a su gran prestigio, no haya terminado nunca de tener ese papel. Sus reflexiones en materia ecológica son más profundas que las de ninguna otra obra literaria que me haya encontrado. Sus poderosísimas imágenes oníricas no solo no han perdido fuerza, sino que han prefigurado muchas escenas y obras que nos han fascinado después: la larga marcha de los phagorsdesde las estepas heladas de Sibornal en Heliconia primavera, por ejemplo, es la inspiración obvia de la larga marcha del Rey de la Noche y sus caminantes blancos sobre Poniente. Quizás haya algo demasiado crudo, demasiado irreductible en Aldiss. En cualquier caso, en el mundo anglosajón su obra jamás ha dejado de reeditarse, y sigue estando ahí, testimonio del vasto y asombroso terreno que abrió en la tradición literaria.
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