Los cambios profundos, aquellos que nos transforman, llegan a veces sin darnos cuenta ni esperarlo. Delphine Horvilleur (Nancy, 1974) había decidido hacer una pausa de tres meses en su carrera de periodista de televisión. “Quería estudiar el Talmud, pero me decían que, en tanto que mujer, no podía porque los cursos estaban reservados a los hombres. Me dijeron que en Nueva York sí que había cursos accesibles a las mujeres. Y allí descubrí el judaísmo progresista, que no había conocido ni en Francia, ni en Israel, donde había vivido”, recuerda. “Un día conocí a un rabino que me dijo: ‘Con tu trayectoria, ¿por qué no contemplas dedicarte al rabinato?’. Y me reí. Él no se rió. Fue un momento revelador. Me dije: ‘Quizá no sea un chiste”.
No lo era. Los tres meses de pausa se convirtieron en una vida. La conversación ocurrió en 2003. En 2008 fue ordenada rabina en Nueva York. Y regresó a París, donde fue nombrada en la sinagoga del distrito XV, en el barrio de rascacielos —un París que no parece París— donde se desarrolla parte de la última novela de Michel Houellebecq, Serotonina. Estaba embarazada de su segunda hija. “Entré en funciones con un vientre así… Para algunos fieles fue un choque: no solo una mujer, sino muy embarazada”, sonríe. Hoy Delphine Horvilleur es entre los rabinos y las (pocas) rabinas en Francia la más conocida. Interviene en los debates públicos. Ha publicado con el islamólogo Rachid Benzine Des mille et une façons d’être juif ou musulman (De las mil y una maneras de ser judío o musulmán). O Réflexions sur la question antisémite (Reflexiones sobre la cuestión antisemita), donde establece un paralelismo entre el antisemitismo y la misoginia. Dirige la revista de pensamiento Tenou’a. En un tiempo en el que el antisemitismo persiste, en el que las comunidades étnicas o religiosas tienden a encerrarse en sus identidades y las sociedades a fragmentarse, y en el que el nacionalismo resurge, la suya es una voz escuchada. Delphine Horvilleur toma posición.
Su padre viene de una familia de judíos franceses asentados desde hace siglos en Alsacia y Lorena, “una historia de confianza en Francia y en la República, judíos que fueron salvados por familias francesas durante la guerra”. La historia de la familia materna es “drásticamente diferente”. Es originaria de los Cárpatos, “gente que lo perdió todo durante la Shoah y que, un poco por casualidad, llegó al este de Francia después de la guerra”. “La suya no es una historia francesa, sino una historia de desgarro y emigración, de desconfianza en una humanidad que les asesinó”, explica en un café del Marais, el viejo barrio judío de París, hoy también el barrio gay (su marido, Ariel Weil, es el alcalde socialista del distrito). “Así que crecí a la sombra de dos relatos difícilmente reconciliables”, continúa, “y de muy joven me planteé si el otro era mi amigo o mi enemigo, si iba a salvarme o a ser una amenaza. Mi relación con Francia y con el judaísmo fue una cuestión central desde mi infancia”.
Los Horvilleur eran la única familia judía en el pueblo donde creció. Ella no se sentía alguien aparte del resto, pero veía en los otros una mirada distinta. Quizá por no ir a la iglesia o no hacer la primera comunión. “A veces eran manifestaciones de antisemitismo nada consciente por parte de quienes lo expresaban. En francés existen residuos de expresiones antisemitas en el lenguaje popular. Por ejemplo, cuando en la escuela un niño no compartía la comida se decía: ‘Come como un judío”. Más tarde, con la profanación en 1990 del cementerio judío de Carpentras, en el sur de Francia, se desvaneció la ilusión de que nunca conocería el odio a los judíos que sufrieron sus abuelos. El antisemitismo milenario nunca muere. “Tomé conciencia de que mi generación, nacida 30 años después del final de la guerra, también tendría que librar este combate. Hubo varios momentos, verbalizados o difusos, de toma de conciencia de la paradoja identitaria judía que consiste en pertenecer plenamente a la sociedad que llevas siglos contribuyendo a construir, y que amas, y saber al mismo tiempo que hay personas que le dirán a uno que no pertenecen completamente a ella”, dice.
En su casa nunca se hablaba del Holocausto, pero estaba ahí, una presencia silenciosa y pesante. “Siempre supe que algo terrible había ocurrido a la familia de mi madre, pero no recuerdo que a aquello se le pusiesen palabras”, explica. “Yo era consciente de que no debía hacer preguntas a mis abuelos. Eran abuelos particulares: no hablaban francés, no salían mucho de casa, no reían. Creo que se encontraban en un estado de depresión avanzado. Habían perdido a todo el mundo, pero yo no lo sabía entonces”. En la adolescencia empezó a leer libros sobre el Holocausto. “Al cabo de un momento yo no sabía si se trataba de la Historia con mayúscula o de la historia en minúscula, la de mi familia. Necesité años para entender que algo se había transmitido por medio del silencio. El silencio es un médium, una vía de transmisión, a veces más eficaz que la palabra”, reflexiona. ¿Cómo? “Nada se transmite mejor que un secreto de familia”, responde. “Soy testigo de ello cotidianamente. Es fenomenal hasta qué punto lo que no se ha dicho, lo escondido, es lo que acaba pasando a la generación siguiente. Es como si hubiese un fantasma en la habitación y por mucho que se cambien todos los muebles el fantasma sigue ahí. No desaparece, porque no ha sido explicado”.
A Delphine Horvilleur le interesa el judaísmo como tradición literaria, más que como metafísica. “La gente piensa que el judaísmo es una religión como el cristianismo, un asunto de fe y de dogma. Para mí el judaísmo es una tradición de pensamiento, cultural”, explica. “Raramente hablo de Dios, de creencias, de fe, porque no son palabras que expliquen mi espiritualidad”, argumenta. “Considero que la religión sirve para ofrecernos relatos sagrados que acompañarán nuestras vidas. Y para mí el registro de relatos del que bebo es un registro judío: las historias de la Biblia y del Talmud, la fuerza del hebreo y de la traducción. Cuando me preguntan a qué me dedico, digo que cuento historias. Es religioso en el sentido etimológico del término. Creo en la potencia de los relatos que religan a los hombres entre ellos y con su historia, que religan a las generaciones de ausentes y presentes, y les religan con lo que es más grande que ellos. A esto último lo podemos llamar Dios, pero me cuesta definir qué entendemos por Dios: no creo en un señor en las nubes que escucha nuestras plegarias y distribuye buenos puntos”. La pregunta, entonces, es: ¿en qué Dios cree? “Creo en un Dios que, como cuentan los místicos del judaísmo, no es un nombre, sino un verbo: una cierta forma de actuar en el mundo”.
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