Publicado por Juan Claudio de Ramón
No siempre ha tenido el ser humano miedo a la muerte. No, al menos, en el grado superlativo en que lo padece hoy. Si nuestros ancestros eran menos impresionables se debía, en parte, a que en el pasado todos sabían que podían espicharla en cualquier momento. Durante el parto o poco después, si eras mujer o niño; de un corte que se infecta; de la picadura de una pulga; alcanzado por una flecha; durante un incendio, aterido por el frío, de hambre o en la horca. Esto no quiere decir que se encarara el óbito con gusto. En el Canto IX de la Odisea, Ulises es advertido por Aquiles, en su encuentro en el Hades, de que es preferible ser un servidor entre los vivos que el rey de los muertos. Pero llegada la hora, la muerte sabía aceptarse con deportividad, de forma ritual y serena, conforme a costumbres bien establecidas y veneradas. Los grandes medievalistas, como Huizinga o Le Goffe, insisten en esa familiaridad con la muerte como uno de los rasgos más fuertemente impresos en la mentalidad de los hombres y mujeres que nos precedieron. En el pasado era superventas el Ars Moriendi, el manual del buen morir, que te ayudaba, no tanto a dominar el miedo, como el libro de autoayuda de hoy, sino a planificar bien tu última hora. Tan familiar era la muerte antaño, explica Ariès, que a los seres humanos les era dado presentirla, a fin de poder prepararse para el deceso. De ahí esa expresión tan frecuente en los cantares de gesta y romances para narrar la muerte del héroe: «sintió que su tiempo había llegado». O como diría Don Quijote, al que acaso el presentimiento del fin ha hecho recobrar la cordura: «Yo me siento, sobrina, a punto de muerte».
A pasar con cierta elegancia el trance ayudaba, claro, haber creído durante milenios el hombre que la muerte no era sino el comienzo de otra vida. Un rito más de paso, y no la estación de término en que se ha convertido para nosotros. Los antiguos, en la hora de la muerte, afrontaban una especie de transformación, sobre cuya figura distintas épocas y culturas especulaban de diferente modo. Nosotros, en cambio, vemos en la muerte la última línea de un libro que no tiene más páginas. No esperamos la transformación sino la aniquilación, un cuadro mucho más espantoso y del cual con buen motivo preferimos no hablar. No tememos la muerte, sino el dejar de ser. Y así hemos perdido, quizá para siempre, esa familiaridad con la muerte, algo que se ve bien en el hecho de que ya no morimos en el hogar, sino entre las paredes de los hospitales.
También hemos perdido la capacidad de resignación: salvo que un dolor insufrible nos sugiera lo contrario, no daremos nuestra vida por vivida. A despecho de la apabullante regularidad estadística que se cierne en contra, nos resistimos a creer que la muerte sea algo natural y es nuestro impulso asirnos con bravura a la existencia, prolongando un instinto de supervivencia mucho más afilado que en épocas pretéritas. Para nosotros la muerte siempre será un accidente o, en las bellas palabras de Simone de Beauvoir, un motor que se para en mitad del cielo. Y caídos, no rendidos, tampoco nos es dado ya presidir nuestra muerte, rodeados de familiares, amigos, vecinos, capellanes, alrededor del lecho y a la temblorosa luz de un quinqué. Ahora intentamos no molestar: el muerto, con su miedo; el deudo, con su pena.
Aunque la creencia de un mundo de ultratumba acompañara casi siempre al moribundo, lo cierto es que aquel podía antojársele un destino hosco y desapacible o una especie de reconfortante balneario. Homero, por ejemplo, desconocía la separación del cuerpo y el alma, y la muerte, en consecuencia, no le parecía ningún bien. Al morir se ingresaba en un submundo espectral, donde se subsistía como fantasma o sombra. De ahí que Aquiles no se dejara consolar por Ulises y prefiriera ser el esclavo vivo de un esclavo antes que mandar entre los muertos. Siglos más tarde y sin salir de Grecia, Sócrates pudo, en cambio, beberse obediente la cicuta, desoyendo a los amigos que habían preparado su huida, en la confianza de que su alma emprendería un periplo narrado en el Fedón. En los primeros siglos de la cristiandad, la salvación era más o menos segura con tal de pertenecer a la Iglesia: el juicio era colectivo y las faltas personales no eran tenidas en cuenta. La muerte no era más que una dormición en espera de la segunda venida, una especie de sueño criogénico. Apagados los ecos milenaristas, esa confianza en una resurrección casi automática no se pudo mantener: el Libro de Vida pasó a ser una cuartilla personalizada donde los méritos y deméritos de cada uno serían examinados. Las tétricas y punzantes descripciones de El Bosco dicen a las claras que el infierno no era ya una pesadilla descartable. Pero los ecos del paganismo antiguo nunca se apagaron. Lo muestra el sobrecogedor patetismo que imprime Shakespeare, en Medida por Medida, a Claudio, condenado a muerte por fornicación indebida. Su terror patibulario está más en consonancia con el tipo de infravida fantasmal avistada por Homero que con cualquier escatología cristiana. Abundando en el argumento de Aquiles, exclama:
Ay, but to die, and go know not where;
To lie in cold obstruction and to rot
This sensible warm motion to become
To bathe in fiery bloods or to reside
In thrilling region of thick-ribbed ice
To be imprison’d in the viewless winds
And blown with restless violence round about
The pendent world; or to be worst than worst
Of those that lawless and uncertain thought
Imagine howling – it’s too terrible.
The weariest and most loathed worldly life
Can lay on nature is a paradise
To what we fear of death
(Pero, ay, morir. Ir sin saber adónde / Yacer en frías cavidades y pudrirse / Esta cálida moción que experimento / tornarse en un puñado de blanda arcilla; / esta inteligencia deliciosa, bañarse en olas de fuego / o residir en alguna región escalofriante, / de espesas murallas de hielo; / ser prisionero de vientos invisibles y girar, / con violencia incesante, en un mundo suspendido / en el espacio; o volverse más miserable / que el más miserable de los seres aullando / que imaginan doctrinas inciertas y confusas. / ¡Es demasiado horrible! La vida terrenal más penosa y maldita / que la vejez, la enfermedad, la miseria o la cárcel / puedan imponer a una criatura, / es un paraíso en comparación con lo que tememos de la muerte)
La más penosa de las vidas terrenales, dice Claudio, es idílica al lado de lo que aguarda detrás el telón. Pero en Shakespeare todavía no está presente ese horror metafísico que es para nosotros el miedo a la muerte. Más allá de la vida, todavía hay existencia. Existencia infernal, pero existencia al cabo. Pocos años después Milton ya es capaz de privar a la muerte de todo contorno imaginable. Atención a la crudelísima imagen que dibuja el ángel caído Belial, que algo sabe del asunto:
… for who would lose,
Though full of pain, this intellectual being
Those thought that wander through
eternity,
To perish rather, swallowed up and lost
In the wide womb of uncreated night
Devoid of sense and motion
(… y quién elegiría ser privado / aun transido de dolor, de la inteligencia / de ese pensamiento que surca la eternidad / y preferir morir, ser tragado y perderse / por el ancho vientre de la noche increada / privado de sensación y movimiento)
Caer por el ancho vientre de la noche increada. Tal es el abismo al que nos aboca un mundo sin confianza en el más allá. En cualquier más allá. Lo único que el racionalismo puede oponer a esta imagen espeluznante es la fuerza balsámica de la indiferencia. A lo largo de la historia, los filósofos que más claramente han negado posibilidad alguna de trascendencia han hecho alarde de no temer a la muerte porque, en el fondo, dicen, nada hay que temer. Es famosa la sentencia de Epicuro en su Carta a Meneceo: La muerte no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos. Veinte siglos más tarde, Wittgenstein expone una tesis semejante en el Tractatus: La muerte no es un evento de la vida; no se vive la muerte. De modo que, de acuerdo con estas tranquilizadoras máximas, bien podemos hacer nuestro el viejo lema que Isabella d’Este inscribiera en su escudo: nec spe nec metu. Sin esperanza, pero sin miedo. Son consignas que bien pueden atajar la angustia en abstracto, pero, ¿servirían de consuelo al hombre que se ahoga o a la madre que vela la enfermedad de su hija?
Cierto: la esperanza no se ha extinguido. Sigue habiendo creyentes, y no pocos, en algún tipo de vida venidera. Pero no es ese el tono de nuestra época —el llamado Zeitgeist—, para la cual es cosa juzgada: nada nos espera. Y nada tan merecedor de espanto como la nada. Vivimos en un universo plenista, donde hasta el vacío, que podemos crear, observar y surcar, tiene existencia para nosotros. Pero la nada no es el vacío ni tampoco el placentero nirvana. Por más abstrusas sumas de ontología que le dediquemos, de la nada solo sabemos que existe únicamente en nuestra ausencia. Con razón la hemos convertido en el tabú más poderoso. Porque además de terrible, es injusta. No se trata ya únicamente de un destino pavoroso; nos resulta también ilegítimo pensar que nuestra vida tiene fecha de caducidad. Entre nosotros, ha sido Javier Gomá, uno de los pocos filósofos que de manera sofisticada ha emprendido en nuestra época el otrora inevitable tratado de la inmortalidad del alma, quien mejor ha explicado el tránsito de un mundo donde la muerte de un individuo no se percibía como pérdida irreparable, porque la perfección del cosmos permanecía inalterada, a otro mundo, el nuestro, donde cada persona ha adquirido una dignidad intransferible, y su sustracción es sentida como tragedia.
En un momento en que la propia subjetividad ya era sentida de manera imperiosa, pero la longevidad todavía no se había conseguido, el hombre reaccionó enamorándose de la muerte, abrazándola impotente como un motivo estético. Es el romanticismo, con su culto a los cementerios y pasión por los cadáveres. Tristán e Isolda, pasados por Wagner, creen que muertos su relación de pareja será más satisfactoria. Pero fue solo un momento de histeria. En cuanto la medicina logró abrir un hiato suficientemente prolongado entre el ingreso en la vida adulta y el deceso, la muerte, a fuer de aplazada, parecía también un factor prescindible en las cábalas vitales. Pronto pasó a ser esa realidad indecorosa e innombrable que hoy conocemos. Y conforme se incrementaba la esperanza de vida, se fue haciendo menos obvio que fuera necesario generar una reserva de esperanza para la muerte, esperanza, por lo demás, a contrapelo de la visión científica de la existencia que desencantaba el mundo.
Así pues, los efectos combinados del aumento de bienestar biológico y de la subjetividad encarecida hacen que la muerte nos resulte al mismo tiempo una ficción distante y una verdad terrible, con el resultado de su expulsión extramuros de la vida social. Ciertamente, se habla de muertos constantemente, en los periódicos y en las películas, pero eso es secundario: es la propia muerte, que es la muerte en sentido propio, la que ocultamos. Quizá sea mejor así. Heidegger sostiene que sin tener un ojo siempre puesto en la muerte, nuestras vidas caen en la inautenticidad. Puede ser. Pero reclamar una mayor atención a nuestra mortalidad sería quizá una petición precipitada. Para preservar la vida, la evolución nos administró una dosis moderada de miedo. Pero al mismo tiempo nuestro cerebro mantiene a raya la perspectiva del fin orgánico, porque no podríamos esforzarnos, prosperar, erigir culturas y forjar tecnologías, si nos paralizara a cada instante la anti-idea de la extinción.
Hoy, además, avizoramos un futuro, quizá no quimérico, quizá no remoto, donde morir no sea un desenlace inexorable. Modernos alquimistas como Audrey de Brey trabajan para revertir la ley de la entropía y rescatarnos de nuestra condición corruptible. Si eso ocurriera, si algún día la medicina, quizá aliada con algún ingenio informático, doblara el cabo de Hornos de la muerte, entonces nada sería igual. La ciencia habría dado paso a una especie nueva cuya condición no podemos imaginar. No sabríamos, por ejemplo, cómo sería querer a alguien, ni si, inmortales, esto sería posible (acaso solo podamos amar aquello que se muere). El que ama descubre un nuevo temor, porque querer a alguien es pensar, pensar constantemente, que se nos va a morir. Últimamente, el miedo a morir es una función del amor. Esto es: el miedo a una despedida. Un miedo tan poderoso que no encuentro nada más humano que la esperanza en un reencuentro futuro. Y sobre un deseo así no diré más que esto: jamás se me ocurriría ridiculizarlo.
Notas de lectura:
La literatura sobre la muerte es inabarcable. Menos amplia, en cambio, es la reflexión ceñida al miedo a morir. A quien desee fatigar el asunto sera de interés Western attitudes towards Death: From the Middle Ages to the Presentde Philippe Ariès (Johns Hopkins University Press, 1974). De entre los libros generales sobre la muerte, uno muy conciso y documentado es Death, de Geoffrey Scare (Acumen, 2007). La imagen de Simone de Beauvoir aparece citada ahí. El tratado sobre la inmortalidad del alma de Javier Gomá es Necesario pero imposible (Taurus, 2013). En su poema Fotografías veladas por la lluvia, dice el poeta Luis García Montero: «Nos duele envejecer, pero resulta más difícil aún comprender que se ama solamente aquello que envejece». Ese verso y El contenido del corazón de Luis Rosales me han ayudado a delimitar aquello que quería decir en la conclusión.
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