En lo alto de una colina, en la antigua puebla de Gasteiz, el rey Sancho VI de Navarra, llamado el Sabio, fundó en 1181 la Nova Victoria, una fortaleza militar para defender las fronteras de su reino. Diecinueve años más tarde y tras un asedio que duró ocho meses, su hijo Sancho VII el Fuerte perdía la plaza a manos de Alfonso VIII de Castilla, primo carnal por parte de padre y de madre, a quien aquel dejó al cuidado de sus tierras mientras viajaba a Marruecos con intención de casarse con una princesa. Se sabe que en asuntos de herencias, patrimonios y demás no hay primos que valgan y tampoco hay que fiarse demasiado. A su vuelta, el navarro no solo no había emparentado con la familia del sultán, sino que, además, había perdido Bizkaia, Gipuzkoa y gran parte de Araba. Pero esa es otra historia.
El nuevo rey propietario —curioso título este de «propietario» que se añadía al de rey o reina— decidió reforzar la Nova Victoria, ampliarla en tres calles y rodearla de altos muros de piedra para defenderla, esta vez de los navarros. También decidió ordenar la edificación de una iglesia sobre el pequeño templo existente en lo alto de la colina. No solo sería mucho más grande, también formaría parte de la muralla y serviría de nido de águila para la vigilancia de los cuatro puntos cardinales que se divisan desde su torre. La llamaron Santa María.
Transcurridos cerca de tres siglos, la villa había ampliado su perímetro con otras tres calles, cuatro iglesias más y dos monasterios, de dominicos y franciscanos, y el rimbombante nombre de Nova Victoria había pasado a ser simplemente Vitoria. Tras la peste negra y el malhadado siglo XIV, a finales del XV la población se había convertido en una plaza de comerciantes controlada por las familias más ricas. También vivían dentro de sus muros campesinos, artesanos, gentes de diversas procedencias, incluso judíos, aunque todos estos solo fueran tenidos en cuenta a la hora de pagar los impuestos. El caso es que las autoridades y los ricos comerciantes llevaban ya algún tiempo planteándose la necesidad de contar con un obispo propio y su correspondiente catedral. La razón era muy sencilla: la diócesis se hallaba en Calahorra, y era preciso acudir a esta localidad situada en términos actuales a unos ciento cuarenta kilómetros, para solventar cualquier tipo de litigios, temas de herencias u otros, además de que, y ahí es donde les dolía, debían también pagar allí el diezmo correspondiente. La nueva catedral se ubicaría por supuesto en Santa María, para entonces colegiata, la iglesia más antigua y, sobre todo, la más querida por los vitorianos. Pese a sus gestiones e insistencias, no parecía que la poderosa sede riojana estuviera por la labor de perder sus buenas rentas, así que no había manera de que las tornas cambiaran. Y en eso ocurrió un milagro.
Preceptor y luego inquisidor general y regente de Carlos I, o del emperador Carlos V, como se le quiera llamar, el cardenal Adriano de Utrecht se encontraba en la ciudad dirigiendo las hostilidades contra Francia, cuando a comienzos de enero de 1522 le llegó una noticia increíble: ¡había sido elegido papa! Desconfiado por naturaleza, y creyendo que se trataba de una artimaña de los franceses para dejarlo en ridículo, no se inmutó. Semanas más tarde le llegaba la confirmación del Vaticano, si bien las malas lenguas aseguraban que no había sido elegido por inspiración divina, sino gracias a los tejemanejes de su antiguo pupilo. Debía embarcarse en Tarragona para asistir a su coronación, pero no pudo emprender de inmediato el viaje, pues los caminos estaban intransitables debido a la nieve. Permaneció en Vitoria algo más de un mes, durante el cual fue agasajado de todas las formas posibles con presentes, banquetes, torneos en la plaza del mercado y, en especial, oficios solemnes en Santa María. ¡Quién iba a pensar que una población más bien pequeña pudiera albergar al mismísimo pontífice de la Iglesia católica! Hay que imaginar lo que debieron de ser aquellas semanas en la villa. Alojado en un palacio de la calle de la Herrería, se trasladó a la llamada Casa del Cordón de la Cuchillería, propiedad del acaudalado comerciante de tejidos Juan Sánchez de Bilbao, apodado el Rico e hijo de un médico judeoconverso, en la que ya se habían hospedado Isabel la Católica, Juana I, Felipe el Hermoso y otros personajes de rancio abolengo. Tenía que ser por fuerza la mansión más opulenta y «moderna» del lugar, digna de reyes y de papas.
A Vitoria llegaron los nobles más linajudos del reino, probablemente también de Francia, que no está lejos, y, por supuesto, los obispos, arzobispos, abades y abadesas de los contornos. No se tiene todos los días la oportunidad de ver de cerca a un papa. El problema es que los grandes personajes no se trasladaban solos; con ellos iban mujeres, niños, nodrizas, soldados, palafreneros, criados, cocineros, ayudantes, músicos, capellanes, barberos, secretarios y un largo etcétera, a quienes era preciso alojar y alimentar. Las calles y cantones, que hoy en día siguen donde estaban, se llenaron de gentes de lo más diverso, y los naturales tuvieron que albergar a los visitantes, o dejarles sus casas, además de darles de comer. Por eso se decía aquello de que era una gran alegría recibir a un rey, un papa en este caso, pero mayor era el gozo cuando se le perdía de vista, porque el honor de acogerlo resultaba caro, muy caro. Desaparecían todo tipo de vituallas; las gallinas, los cerdos que se criaban en las traseras, salazones y encurtidos, el vino y la sidra, y se vaciaban las arcas municipales.
En permuta por haberse encontrado en la ciudad al recibir la noticia de su nombramiento, además de por el esfuerzo que dicho honor había supuesto para sus habitantes, los próceres de la villa solicitaron lo que tanto ansiaban: una diócesis propia a fin de independizarse de la de Calahorra. Por supuesto, Adriano accedió, les prometió la sede y les dio su bendición. La mala fortuna hizo que el pontífice muriera un año después sin haber tenido tiempo de cumplir su promesa, y que los vitorianos se quedaran con las ganas cuando ya habían comenzado a preparar el gran acontecimiento. No obstante, tozudos como buenos alaveses, estaban convencidos de que antes o después lo lograrían y se dispusieron a transformar la digna colegiata gótica de formas sobrias, casi militares, en un templo apropiado para albergar la tan esperada catedral. Para empezar, una iglesia con la techumbre de madera no sería la adecuada para una sede episcopal, así que decidieron cambiarla por otra de piedra. El maestro alarife a cargo de la obra no tuvo en cuenta que eran precisos contrafuertes y arbotantes exteriores para soportar el aumento de peso provocado por el cambio; se alteraron los equilibrios de fuerzas del edificio y comenzaron los problemas estructurales: se deformaron pilares y arcos, aparecieron grietas en las bóvedas y otra serie de anomalías. No había manera de detener la amenaza de ruina que se cernía sobre el templo.
En 1882 tuvo lugar por fin la anhelada creación de la diócesis de Vitoria. Llegaba con más de tres siglos de retraso, pero los vitorianos también son pacientes y celebraron con alegría la buena nueva. Seguía latente, sin embargo, la preocupación por la seguridad del edificio, y continuaban llevándose a cabo apaños de mayor o menor intensidad, sin lograr detener un evidente deterioro que, en ocasiones, provocaba el desprendimiento de fragmentos de muro causando el natural temor a que pudiera ocurrir una catástrofe en cualquier momento. Convencidas de que el asunto no tenía solución, las autoridades de la época decidieron construir un nuevo templo. Eligieron como modelo la catedral de Colonia (Alemania), cuya maqueta se paseaba por las calles todos los años durante la procesión del Rosario de los Faroles, al anochecer del 4 de agosto, víspera de la Virgen Blanca. Bajo la advocación de María Inmaculada, la nueva catedral de estilo neogótico, peculiar opción en pleno siglo XX, fue inaugurada en 1969 por el propio Francisco Franco, quien entró en el recinto bajo palio como era preceptivo, acompañado de su señora y del obispo.
Mientras tanto, la vieja iglesia languidecía. Una misa diaria y otra los domingos, esta con acompañamiento musical de su magnífico órgano, fue todo hasta el cierre definitivo al culto en 1994. Nadie daba un duro por ella, y la demolición parecía ser la única solución posible. Sin embargo, Santa María seguía siendo la verdadera catedral de Vitoria y, en lugar de demolerla, los responsables de la Diputación de Álava decidieron restaurarla de arriba abajo, y en ello continúan más de dos décadas después. Se decidió abrir las obras al público, mostrar los entresijos de una obra gótica, sus aciertos y desaciertos, la historia de la ciudad a través de sus piedras, desde los inicios, desde la aldea de Gasteiz a la villa de la Nova Victoria, y de esta a Vitoria, ahora Vitoria-Gasteiz. Fue un gran acierto, y los miles de visitas anuales así lo confirman.
Entre sus visitantes insignes se encuentran varios escritores famosos, como José Saramago, Pérez-Reverte, Bryce Echenique, Vargas Llosa, Dominique Lapierre y otros. Paulo Coelho recibió el Premio Álava en el Corazón, «en reconocimiento a su contribución a la difusión de los valores de Álava y por su implicación en los proyectos del territorio», por haber hecho mención a Vitoria y a la vieja catedral en una de sus novelas. Otro que debió quedar muy impresionado fue Ken Follet, tan es así que, al ver las obras, las tumbas excavadas, las deformaciones estructurales del edificio, el hecho de que, a pesar de los pesares, continuara en pie, decidió escribir Un mundo sin fin, continuación de su mundialmente conocida Los pilares de la Tierra. Naturalmente, los responsables de la Fundación Catedral de Santa María respondieron con entusiasmo, le proporcionaron toda la información necesaria, la tradujeron y se la llevaron en mano a Inglaterra. Por ser fuente de su inspiración y darla a conocer al mundo, la ciudad también decidió honrarlo con una escultura de bronce que puede verse en la puerta de las visitas, frente a la encantadora plaza de la Burulleria, una de las entradas a la antigua villa.
Puede que Santa María sea una catedral modesta si la comparamos con las de Burgos, León, Chartres, Reims y otras joyas del gótico, pero siempre ha estado presente en el corazón de los vitorianos; ha crecido y sufrido con ellos, los ha cobijado en tiempos de guerras y epidemias, ha sido testigo de sus uniones y fallecimientos, de sus buenos y malos momentos. Desde su paso de ronda se avistan los campos de la Llanada Alavesa, verdes en primavera, tostados en verano, caminos por los que llegaba el pescado de la costa. Desde la torre, bajo el campanario, la vista es aún más impresionante: toda la ciudad a los pies, el casco viejo —llamado la Almendra por su configuración—, sus seis calles a la derecha y las otras seis a la izquierda, las torres de San Pedro, San Miguel y San Vicente, el ensanche del siglo XIX, los nuevos barrios del XXI, los parques y arboledas, y los montes de Álava al fondo.
No es de extrañar que Vitoria-Gasteiz fuera un enclave distinguido por los reyes navarros y luego por los castellanos. Tampoco lo es que sus habitantes se sientan a gusto en un lugar que ha sabido aunar pasado y presente, y que los visitantes se lleven un magnífico recuerdo de su paso por nuestra bonita, discreta y antigua ciudad.
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