Principios del siglo XIX. Cuarenta kilómetros mar adentro desde la costa de Gales se erigía un faro sobre un diminuto islote, menos de cien metros de plano y desolado pedregal, de un enano archipiélago conocido como las islas Smalls. Aparte del faro, allí no había nada. No podía construirse una cabaña, pues el furioso oleaje del mar Céltico que se tragaba el islote cada vez que soplaba el viento la hubiese hecho desaparecer.
El faro era cuidado por dos hombres obligados a compartir un reducido habitáculo sostenido por columnas de madera, situado justo bajo la luz del faro, al que debían acceder subiendo por una escalerilla de cuerda, método impracticable cuando el clima se ponía bravo y al mar le daba por hacer desaparecer la escasa superficie rocosa disponible. No disponían de una escalera en espiral resguardada por paredes de ladrillo como en los faros modernos. Así, los fareros que pasaban por Smalls ganaban un buen dinero por un periodo de servicio limitado —o por lo menos más dinero del que hubiesen ganado en otro trabajo marítimo que les hubiese ocupado el mismo periodo de tiempo—, pero sabían que se enfrentaban a una difícil prueba de aguante. Sus víveres y suministro de agua dependían de los buques que transitaban la zona. En más de una ocasión el islote había quedado aislado por culpa del mal tiempo y sus ocupantes encerrados en el habitáculo sin poder salir y sin recibir suministros se habían quedado sin comida y, cuando la lluvia no acompañaba al viento, también sin agua potable. El trabajo de farero estaba bien pagado en lugares inhóspitos porque mantener constante la llama de los faros era vital para la navegación y se requería de hombres meticulosos y comprometidos, pero el riesgo de aislamiento, accidente o enfermedad era muy elevado.
Los dos hombres que cuidaban el faro a principios de 1801 compartían nombre de pila, Thomas Griffin y Thomas Howell, pero no se llevaban bien. La convivencia era muy mala, algo que no habían dejado de notar los barcos que se habían detenido a visitarlos. Griffin, que era el de mayor edad, enfermó de gravedad y murió. Lo normal en esos casos hubiese sido echar el cadáver al mar para evitar contagios y el contacto con la natural descomposición del cadáver, pero Howell creyó que podrían acusarlo de haber asesinado a su colega y haber intentado deshacerse del cuerpo para no dejar pruebas porque, además, en el pasado del propio Howell había algún asunto tenebroso. Así que arrancó tablas de madera del habitáculo y fabricó un rudimentario ataúd en el que metió a su difunto compañero. Alzó una bandera roja, señal de emergencia que atraería la atención de los buques, y entregaría el ataúd al primer barco que apareciese.
Quiso la mala suerte que llegase antes un frente tormentoso que terminó impidiendo el tráfico marítimo durante algunas semanas. Howell, al principio, confiaba en que la tormenta amainase pronto. Pero al cabo de pocos días el hedor del cadáver era insoportable; sin querer aún tirarlo al mar, Howell se las arregló para atar la caja en el exterior, dejándola colgada junto a una ventana del habitáculo. Allí, el rudimentario sarcófago estaba a salvo de las olas, pero no del viento y de la lluvia, que empezaron arrancar las tablas hasta que el muerto quedó colgando a la intemperie. Howell, cuyas raciones de comida y agua empezaban a escasear, tuvo que acostumbrarse además a la macabra imagen de un Griffin que se descomponía ante su ventana. Una noche, cuando la silueta del difunto Griffin se recortaba sobre la luz del faro como era ya costumbre, Howell vio que uno de los brazos, movido por el viento, le hacía gestos, como invitándolo al mundo de los difuntos. Aislado, casi enloquecido por la soledad y el hambre, Howell llegó a considerar el suicidio.
Las tempestades pasaron de largo y el tráfico marítimo se reanudó. Thomas Howell fue rescatado por fin, pero cuando volvió a pisar tierra sus familiares y amigos apenas pudieron reconocerlo. En cuestión de semanas, su piel se había apergaminado y su cabello se había vuelto completamente blanco. Era, decían, «una sombra de su antiguo ser». La aterradora experiencia de Howell hizo que las autoridades marítimas británicas decidiesen cambiar las normas; en el futuro, cada faro estaría cuidado por tres hombres, ya no solamente dos, para que hubiese menos probabilidad de que alguno se quedase solo, a punto de perder la cabeza y la vida, como le había sucedido a Howell.
Esta historia, completamente real, demuestra que la vida quizá era apacible en los faros costeros, pero no en aquellos situados en islas de difícil acceso. Las desventuras de Griffin y Howell han encontrado eco en dos películas de los últimos años, ambas tituladas The Lighthouse, aunque son muy diferentes. La primera fue producida en 2016 por la BBC y es básicamente una reconstrucción dramática del suceso tal como se cuenta en las crónicas de la época. La segunda, estrenada en 2019, es la que muchos de ustedes habrán visto y tiene poco que ver con el suceso que acabamos de contar; solamente lo usa como parte de la escenografía.
Llevaba tiempo queriendo hablar de esta película porque de vez en cuando surge un joven director estadounidense que me hace mantener la esperanza sobre la salud creativa del cine de aquel país. Quienes nos lean habitualmente sabrán que llevo tiempo insistiendo en que Corea del Sur está haciendo el cine comercial de calidad que Hollywood ya apenas proporciona; hay un abismo de calidad entre el cine comercial surcoreano y los grandes estudios de Hollywood. Lo del triunfo de Parasite en los Óscar es solamente un reconocimiento de eso que toda la crítica mundial ya sabe desde hace tiempo. Sin embargo, en las pequeñas productoras independientes se demuestra que la cantera de talento estadounidense no se agota, simplemente lo tiene más difícil para darse a conocer a nivel masivo. Un buen ejemplo es Jeff Nichols, quien ha rodado cinco películas de las que por lo menos cuatro son ejercicios de precoz maestría cinematográfica. Nichols posee un talento descomunal, pero ha quedado atrapado en la maquinaria hollywoodiense, que no perdona. Sabiendo que necesitaba trabajar con un gran estudio para asegurarse la estabilidad financiera, se involucró en el proyecto de Aquaman, pero encontró que le pretendían recortar la libertad creativa. Nichols no es un perrito faldero con piel de enfant terrible como Rian Johnson, sino un tipo apacible que, no obstante, valora su libertad creativa por encima de todo. Cuando comprobó que no tendría total control, se desentendió de Aquaman. Después empezó a trabajar en una nueva versión de Alien Nation, el clásico nostálgico de los ochenta, pero la producción quedó suspendida «en los despachos» tras la compra de Fox por parte de Disney. Resultado: Nichols lleva desde 2016 sin estrenar película.
Otro de los cineastas que ha despertado mis esperanzas es Robert Eggers. Ha estrenado solamente dos largometrajes y parece condenado, al menos por el momento, a recibir tantos elogios de la crítica como una renqueante atención del público. Debutó con la extraordinaria The Witch, una de mis películas favoritas de los últimos años (no me hagan caso a mí, hagan caso a Stephen King, que la pone por las nubes), aquel maligno cuento sobre una familia de colonos que malviven en mitad de un bosque norteamericano, atenazados por la miseria, la paranoia religiosa y la aparente presencia de fuerzas sobrenaturales en su paupérrima granja. The Witch es una película de terror prácticamente perfecta, aunque de terror al estilo clásico, lento y agobiante; nada de sustos y gilipolleces. También es una narración directa y muy inteligible. No fue concebida para desafiar al espectador, sino para conducirlo a un determinado estado mental basado en el hábil reciclaje de elementos terroríficos de un folclore a medio camino entre Europa y América. Robert Eggers es natural de New Hampshire, en la región de Nueva Inglaterra, que fue donde primero llegaron los colonos anglosajones desde el otro lado del Atlántico. En The Witch, Eggers demostró su obsesión por documentar históricamente su trabajo, empezando por la manera de hablar de los personajes (sus diálogos son dignos de un gran novelista) y terminando por los detalles más inesperados de la vida cotidiana, ya fuesen ropajes, objetos y demás.
The Lighthouse, su segunda película, es muy diferente. Tiene puntos en común como las referencias folclóricas y una labor de documentación histórica y lingüística incluso más obsesiva que en The Witch. Tan minuciosa que ha sobrepasado la capacidad de comprensión de algunos críticos que pretendían ir de listos. Para que se hagan una idea: uno de esos críticos se burló del «mal acento irlandés» de uno de los dos protagonistas de The Ligthouse. Pues bien, durante una entrevista Eggers le aclaró al señor crítico que eso no era «acento irlandés», sino un arcaico dialecto de Nueva Inglaterra que él mismo había recompuesto tras estudiar un viejo tratado antropológico que había llegado a sus manos tras una prolongada búsqueda. En el tratado, mediante anotaciones fonéticas, se reproducía esa forma de hablar concreta que Eggers trasladó a la película. De hecho, los dos protagonistas de The Lighthouse usan distintos lenguajes decimonónicos que se usaban en Nueva Iglaterra: uno propio del interior, otro propio de la costa. Vamos, que el cineasta podría escribir una tesis sobre peculiaridades lingüísticas de su región natal, y ya de paso otra tesis sobre vestuario y menaje de la época, o sobre la reglamentación marinera (se molestó en encontrar y leer los códigos de conducta de los fareros de principios del siglo XIX, así como cartas y diarios). En cuanto a documentación, el tipo lleva camino de terminar en niveles asperger propios de Kubrick.
The Lighthouse es diferente a The Witch porque, aunque por momentos parece una película de terror, no lo es en realidad. Sí puede ser una pesadilla incomprensible salvo que usted tome la precaución de conocer el subtexto que se esconde tras el argumento literal; obviamente vamos a hacer SPOILERS, pero imagino que usted ya habrá visto la película a estas alturas. A primera vista, si uno la ve sin más información (y si no reconoce las claras referencias pictóricas que aparecen durante el metraje), parece contar la historia de un farero que se vuelve loco debido a la conducta irritante y cruel de su superior, al aislamiento y a las terribles condiciones de vida en el faro.
Y no, no es una historia sobre fareros. The Lighthouse es un crossover mitológico donde se reúnen dos personajes que nunca interactuaron en la literatura griega, pero que aquí aparecen juntos: Proteo (Willem Dafoe) y Prometeo (Robert Pattinson). Partiendo de esa base, podremos ir descubriendo que el metraje está repleto de detalles que tienen paralelismos con esa mitología y cuentan algo diferente de lo que parecía a primera vista. No siempre es fácil localizar estos paralelismos y metáforas. Hoy mismo sigo convencido de que todavía hay detalles en la película cuyos paralelismos desconozco o no he conseguido interpretar. Además, hay muchos elementos ambiguos cuyo significado Eggers, pese a su extrovertida tendencia a explicarlo casi todo, no ha terminado de aclarar. Y eso redunda en beneficio de la película, donde hay referencias visuales a lienzos e ilustraciones antiguas, y guiños literarios que van más allá de lo griego. Quizá el guiño más evidente es a H. P. Lovecraft, pero no es el más importante. Eggers es fan de Lovecraft, pero afirma —con razón— que el modus operandi del escritor no encajaría con esta película. Lovecraft solía plantear misterios para revelarlos después con minuciosidad. Aquí, Eggers prefería construir un misterio que no fuese expuesto de manera tan directa.
Empecemos por lo básico, los dos protagonistas. Proteo (un extraordinario, ¡extraordinario! Willem Dafoe) es un dios del océano, un subordinado de Poseidón. En la mitología griega, Proteo tiene la habilidad de ver el futuro, por lo que muchos tratan de apresarlo para obligarle a revelar predicciones. Sin embargo, Proteo es celoso del conocimiento que solamente él atesora y se resiste a compartirlo, así que se defiende cambiando constantemente de forma para despistar a sus perseguidores. Según la leyenda, Proteo vivía en la isla egipcia de Faro, la misma donde el rey Ptolomeo I ordenó construir el famoso faro de Alejandría y de donde procede el nombre de este tipo de edificio. En cuanto a Prometeo (Robert Pattinson), era un titán —un dios menor— que se preocupaba de los seres humanos y las aparentes injusticias que Zeus cometía sobre ellos. Prometeo engañó a Zeus para que los seres humanos, cuando sacrificaban un animal en honor de Zeus, pudieran quedarse con la carne y darle los huesos al dios supremo. Enfadado por el engaño, Zeus decidió castigar a los humanos retirándoles el uso el fuego, con lo que ya no podían calentarse o cocinar los alimentos. Viendo el alcance del desastre, Prometeo desafió a Zeus por segunda vez. Se escabulló en el Olimpo y robó el fuego para volvérselo a entregar a los mortales. Zeus, todavía más enfadado que antes, condenó a Prometeo a vivir encadenado mientras un ave rapaz le devoraría las entrañas por toda la eternidad.
Así pues, tenemos a dos personajes que en origen no formaban parte de un mismo mito, pero que Eggers ha unido en una misma historia unido aprovechando que son de naturaleza complementaria: Proteo acapara conocimientos secretos. Prometeo quiere adquirir esos conocimientos secretos. El conflicto está servido.
Todo este paralelismo mitológico no es una simple ocurrencia momentánea del director. Él y su hermano Max Eggers llevan años dándole vueltas a este guion, construyéndolo de manera metódica, añadiendo elemento tras elemento. De hecho, la idea inicial consistía en escribir una película de fantasmas ambientada en un faro, terror convencional que no tenía ninguna relación con la mitología ni con la historia del faro galés que mencionábamos antes. No obstante, mientras desarrollaban el guion, descubrieron el suceso de los dos fareros llamados Thomas y, paralelamente, empezaron a introducir los símbolos mitológicos, pictóricos y literarios. Tras un cuidadoso proceso de escritura, las dos historias paralelas —Proteo contra Prometeo, Thomas contra Thomas— terminaron encajando como un guante hasta convertirse en una sola. En efecto, la película podría ser leída de esas dos maneras: como la historia de un farero que se vuelve loco y termina asesinando a su compañero, o como una pelea a muerte entre seres divinos que compiten por la posesión de un conocimiento trascendental.
Vamos con la historia. Pattinson (Prometeo) llega a la isla para ponerse a las órdenes de Dafoe (Proteo). Pronto descubre que su superior está empeñado en humillarlo y que no duda en abusar de su poder incluso en contra del reglamento oficial. La conducta de Dafoe es innecesariamente desagradable y constituye una base de injusticia similar a la que el antiguo Prometeo vio en la relación de Zeus con los mortales. Dafoe también incumple el reglamento impidiendo que Pattinson acceda a la parte superior del faro, donde está colocado el foco. Es allí donde se mantiene el fuego divino. Que no es solamente fuego, sino también el conocimiento trascendental, la propia esencia de la vida. En un paralelismo jungiano apenas disimulado, el faro es un pene erecto y el semen —que en una escena llegamos a ver de manera explícita cayendo desde lo alto, cuando Dafoe se masturba frente a la luz del faro— es un destilado parcial de esa esencia vital primigenia.
La prohibición de acceder a lo alto del faro tortura a Pattinson. Esto empeora porque Dafoe, aunque se niega a mostrarle el secreto del fuego divino, sí parece divertirse intentando que Pattinson caiga en la tentación. Por ejemplo, Dafoe se empeña en que Pattinson beba alcohol, algo que el reglamento prohíbe. Y el alcohol, como veremos, es precisamente el camino a la perdición,
Proteo y Prometeo son dos personajes masculinos que compiten por imponer su propia masculinidad para apoderarse del fuego divino. Lo hacen como lo haría cualquier par de varones aislados en una isla y enfrentados entre sí: mediante humillaciones y una batalla constante por establecer una jerarquía. Pero también mediante una constante competencia sexual porque, aunque en la isla no hay mujeres por las que competir, sí hay dos elementos femeninos. Detalle significativo: ninguno de los dos elementos femeninos es atractivo de por sí porque no representan a la mujer, sino a los misterios de la fuerza femenina de la naturaleza, como ya veremos. Por un lado está la sirena de madera con la que Pattison se obsesiona, que es una talla basta y amorfa en la que no hay una pizca de erotismo; en algún momento la sirena de madera se materializa en ser vivo y su mitad femenina es extremadamente atrayente, sí, pero la otra mitad es un cuerpo de pez dotado de genitales repugnantes (Eggers afirma que se basó en los genitales de los tiburones para componer tan desasosegante visión). Así pues, la sirena es un sustituto imperfecto de la feminidad perfecta a la que Pattinson no tiene acceso.
La feminidad perfecta es el otro elemento femenino de la isla: el propio océano. El océano permanece a la espera de que la luz de faro, o dicho de otro modo, la eyaculación de ese gigantesco pene que es el faro, lo fecunde. Así, quien controle la parte superior del faro —el fuego divino— puede fecundar al océano y conocer los secretos últimos del cosmos. Pattinson se masturba fantaseando con la sirena, pero lo que en realidad le gustaría es masturbarse o copular con la luz del faro como hace Dafoe. Dicho de otro modo: Pattinson solo puede follarse a la sirena, un elemento oceánico menor e imperfecto, mientras envidia a Dafoe porque Dafoe sí puede follarse al océano mismo. En algún momento del guion, usando las peculiaridades del habla marinera, Dafoe se refiere al mar no como the sea, sino como the she: «Ella, que se extiende alrededor del globo».
Las extrañas pulsiones sexuales de los dos personajes podrían tener sentido si los leemos de manera literal en una historia de fareros decimonónicos que no tienen mujer alguna a la vista y que, aunque parecen tentados por la idea de mantener relaciones homosexuales, rechazan la posibilidad avergonzados. Hay una escena en la que Dafoe y Pattinson están borrachos bailando y parecen a punto de besarse. Pero Eggers dice que la expresión de una atracción homosexual reprimida no es el objetivo final de la secuencia porque la narración no es literal, sino simbólica. En términos mitológicos, o al menos en términos de la mitología particular aquí creada por el cineasta, la sexualidad expresa el deseo de poseer. Así pues, Prometeo y Proteo abortan su breve escarceo homoerótico porque no pueden poseerse mutuamente. Solo pueden intentar anular al otro para conseguir monopolizar aquello que sí puede ser poseído: el fuego del faro y, a través de él, el elemento femenino. Proteo y Prometeo no pueden amarse, están destinados a competir. Eggers también menciona «los arquetipos del ermitaño y el mago, del tonto y el ladrón» como maneras de expresar la tensión entre dos personajes enemistados.
Dafoe, que cambia de forma como Proteo que es, juega con las ansias de Pattinson. Prohíbe, pero también tienta. Juguetea, pero también advierte de que pretender obtener por la fuerza un conocimiento reservado a dioses de mayor rango es una idea peligrosa. Dicho con otras palabras: Proteo prohíbe que Prometeo contemple el fuego misterioso, pero todo en la isla —desde las gaviotas hasta, irónicamente, el propio Proteo— parece ejercer su influencia para que Prometeo desafíe la prohibición. Alguien (¿Zeus?) ha convertido la isla en una trampa donde Prometeo pagará por sus deseos de contravenir la voluntad de los dioses más poderosos que él. De hecho, durante una de sus shakesperianas peroratas, Dafoe menciona el cielo y el infierno en términos de leyendas marineras: el «baúl de Davy Jones» es el fondo marino donde van a parar los ahogados; el «Fiddler’s Green», o jardín del violinista, es una fiesta perpetua donde siempre suena un violín y los marineros que se han ganado el cielo bailan sin cansarse nunca. También menciona a las «formas proteicas que aparecen nadando desde las mentes de los hombres» y el «saqueo de Prometeo», mientras justifica su propia naturaleza cambiante como la verdad. Dafoe está avisando a Pattinson: hay dos caminos, el de la sumisión que conduce al cielo, y el de la rebeldía que conduce al infierno.
Ese aviso se presenta también en una manera concreta: dañar a las gaviotas de la isla trae mala suerte (gaviotas, por cierto, que son reales y estaban entrenadas para realizar determinadas acciones en sus secuencias) porque en ellas viven los espíritus de los marineros que murieron ahogados, esto es, los espíritus de aquellos mortales que se intentaron adentrarse en el misterio divino y fueron consumidos por él. Las gaviotas están viviendo en su propio infierno, pero al mismo tiempo ejercen como guardianes de lo sagrado y por lo tanto no deben ser tocadas. Sin embargo, las gaviotas fastidian constantemente a Pattinson y da la impresión de que, curiosamente, lo hacen por orden de Dafoe o por lo menos con su aquiescencia. Varias de ellas mueren y se descomponen en el depósito de agua potable arruinando el suministro; una vez más, se puede sospechar que lo han hecho a propósito, siguiendo órdenes. Que el agua potable se estropee no le importa a Dafoe, que solo bebe alcohol, pero enfurece a Pattinson, que agarra a una gaviota y la mata a golpes, de manera exageradamente salvaje. Así, con la muerte de esa gaviota, Prometeo acaba de desencadenar la mala suerte.
¿Qué es la mala suerte? Llega precedida de un anuncio, la tormenta. Pero la mala suerte en sí misma es simbolizada por la garrafa metálica de alcohol de quemar que los dos hombres usan para alimentar el fuego del faro. El alcohol lleva a la perdición mediante el siguiente proceso: desprovisto de agua, Pattinson se ve obligado a beber el licor de Dafoe, que antes rechazaba. Pero el licor se termina, así que ambos fareros empiezan a beberse una garrafa de alcohol que jamás fue fabricado como bebida, sino como combustible. Ese alcohol es un veneno que puede encloquecer a un hombre, pero es mucho más que eso: esa garrafa es una representación del ánfora donde Zeus, en su venganza contra Prometeo y los mortales, condensó todas las calamidades que pueden aquejar a la humanidad. Aunque, a lo largo de los siglos hemos terminado conociendo el ánfora como «la caja de Pandora».
El alcohol de quemar, lógicamente, le produce a Pattinson una borrachera psicótica. Enloquecido, Prometeo consigue por fin vencer la resistencia de Proteo y rebelarse; ataca a Proteo, le arrebata las llaves del faro y asciende a lo alto para descubrir qué es lo que se esconde en el faro, qué es ese secreto que Proteo protegía con tanto afán. Prometeo abre la portezuela del foco y contempla por fin el misterio. ¿Qué es lo que ve? No lo sabemos. Es el fuego de los dioses, pero no necesitamos saber qué conocimientos proporciona. Como dice con ironía el director de la película, «si le dijese al público lo que Prometeo ve en lo alto del faro, el público correría la misma suerte que él». Prometeo, pues, ha robado el fuego de los dioses, ha visto lo que no debía ser visto. Su éxtasis inicial se va transformando en horror cuando se da cuenta de que se acaba de condenar; cae por las escaleras y queda tendido en la playa, vivo, mientras las gaviotas picotean sus entrañas. Ha adquirido la sabiduría última, ha contemplado la esencia vital del mundo, pero ahora tendrá que pagar un terrible precio durante toda la eternidad.
Todo este trasunto mitológico, de haber sido mal enfocado, podría haber resultado pretencioso y superfluo como sucede en otras películas —estoy pensando por ejemplo en Mother!, de Darren Aronofsky—, pero no deja de asombrarme cómo The Lighthouse intercala una historia de fareros con una historia mitológica que, para colmo, es una reelaboración y no una adaptación directa del material original de la Grecia clásica. Proteo y Prometeo no se «conocían», pero lo hacen en esta película y todo encaja a la perfección. Por descontado, las interpretaciones ayudan; Dafoe está en estado de gracia y Pattinson, no es la primera vez, hace olvidar esa calamidad innombrable que fue la saga Crepúsculo. Los diálogos son una auténtica delicia, por momentos parecen una adaptación de Herman Melville. El guion es un delicado trabajo de orfebrería cuya confección ha llevado años. Por descontado, ni la película, ni la dirección, ni las interpretaciones ni el guion recibieron nominaciones (la fotografía sí fue nominada) porque había que darles las respectivas palmaditas a Pitt, DiCaprio y Tarantino: esto es un negocio, amigos. Tarantino da dinero, Robert Eggers no. Nos daremos por consolados con el triunfo de Parasite.
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