Nadie se topa dos veces con la Inquisición y sale ileso. De hecho, lo normal es que nadie se tope dos veces: con una basta. Pero Goya lo hizo, dos veces. Tuvo problemas en 1799 con los grabados (la serie de los Caprichos), y tuvo problemas en 1815 porque alguien encontró sus dos majas en un almacén de objetos incautados y le pareció que las dos —sí, las dos— eran sucia pornografía.
¿Cómo solucionó su primer encontronazo? Pues abandonando. Así de simple. Si son gigantes o si son molinos, da igual; en cualquier caso tú no vas a ganar nunca. Así pues, lo más sensato es no pelear. Y eso hace Goya. Retira los grabados de las librerías y se los cede al rey. Han estado a la venta catorce días, aunque Goya diga luego que solo han sido dos. Algunos grandes de España, como la duquesa de Osuna, le defienden y le protegen. Pero la Santa se siente atacada, atacada directamente en sus grabados. El pecado de Goya no es un pecado cualquiera. Algunas personas se meten en líos de la manera más tonta. Al bueno de Olavide le destrozaron la vida por no querer que las campanas tocaran a muerto y porque le gustaba el teatro. ¡Pero es que Goya mete la cabeza en la boca del oso! Y no son solo los grabados que aluden a la Inquisición, también están las criticas a la reina y a Godoy, además de meterse con todo bicho viviente, de este mundo y del otro, en general.
No se perdieron sin embargo las láminas o planchas, porque el señor Goya se apresuró a ofrecerlas al rey, y este las mandó depositar en el Instituto de Calcografía.
Esta cita pertenece a un panfleto contra la Inquisición publicado en 1811 por un tal Natanael Jomtob (en realidad el autor es Antonio Puigblanch): La Inquisición sin máscara, o disertación, en que se prueban hasta la evidencia los vicios de este Tribunal y la necesidad que hay de que se suprima. Resulta muy revelador que el autor escriba «se apresuró». Pese a ser pintor del rey, pese a contar con el apoyo de algunos grandes nobles, lo cierto es que cuando alguien se tropieza con el Santo Oficio lo mejor es apresurarse a solucionar el problema. En realidad la jugada está muy bien pensada: el rey asegura la conservación de los trabajos y al mismo tiempo Goya saca un beneficio económico: el rey le concede una pensión a su hijo. Primer tiempo: Goya, 1; Inquisición, 0.
En 1815 la situación de Goya es muy distinta. Ha perdido su puesto en la Corte y el primer pintor del rey es ahora Antonio López. Ha roto o perdido todos sus contactos. Los grandes nobles no le piden retratos. Muchos de sus amigos se han exiliado o están presos por sus ideas liberales. Goya intenta volver a trabajar pero no es nada fácil. Tiene que demostrar que no es un afrancesado, que es un patriota. Si Goya tiene enemigos —y los tiene—, este es su momento. El momento de la revancha.
¿La excusa? Dos cuadros pintados muchos años antes, dos cuadros de los que nadie se había acordado hasta entonces. Dos cuadros que bien podrían haber sido destruidos o robados en los disturbios del Motín de Aranjuez, cuando el pueblo asaltó el palacio de Godoy, pero que al final fueron a parar a un sótano de la Inquisición. Dos cuadros que todo el mundo conoce pero hoy no consideramos igual de obscenos, ni eróticos, ni sensuales, ni picantes, ni igual de todo eso que queramos llamarlos. Porque es evidente: una está vestida y la otra está desnuda. Pero claro, una puede estar desnuda estando vestida, y una puede estar vestida estando desnuda, ¿no? ¡Uf! Kenneth Clark decía que no es lo mismo un «desnudo» que un «cuerpo sin ropa». Pero vamos a lo que vamos: al inquisidor de turno los dos cuadros, los dos, le parecieron una cochinada. Y visto lo visto, con los antecedentes del sujeto, ese tal Goya, pintor aragonés para más señas, y con los antecedentes del Tribunal, muy dado a quemar objetos y personas, lo más normal es que la cosa hubiera acabado muy mal, tirando a gris ceniza. Pero no. No se sabe bien cómo (tal vez el viejo Goya aún tenía amigos, como se ha insinuado), pero en esta segunda trifulca también tuvo suerte. No salió ileso, nadie sale ileso dos veces de la guarida de las hienas, pero sí vivito y coleando, que es lo que importa. El expediente se cerró. Goya no llegó a ser juzgado, pero en Madrid ya no tenía nada que hacer. Y él, que lo sabía, se autoexilió dentro, en la Quinta del Sordo, y se autoexilió fuera, pidiendo un permiso para ir a un balneario francés. Lo que viene después ya lo sabemos de memoria.
El Veronés, doscientos años antes que Goya, se las había tenido que ver con la Inquisición italiana por ser demasiado imaginativo. Como le sobraba espacio en su «última cena», se dedicó a meter a todo el que se le ocurrió, y en ese todo metió monos, papagayos, mercaderes, enanos deformes, soldados borrachos… En fin, un cachondeo y una irreverencia, como bien pensó el Tribunal eclesiástico, que en aquellos tiempos —la Italia de 1573— aún no estaba acostumbrado a semejantes excentricidades. El Veronés cambió el título a su obra; dejó de ser una «última cena» para convertirse en Cena de Jesús en casa de Levi. Y se defendió alegando algo que a lo mejor pensó que no iba a colar: «Nosotros, los pintores, nos tomamos las mismas libertades que los poetas y los locos». Y ya digo, imagino que pilló por sorpresa al Tribunal, pero lo cierto es que por lo visto salió de rositas y hasta pudo seguir pintando. Cualquiera que conozca un poco cómo era la justicia de la Inquisición sabe que eso no es lo habitual. Ni tampoco lo era no volver a caer en sus manos, porque una vez uno ha entrado en el fango, ya queda marcado de por vida y le cuesta mucho levantarse y, desde luego, quedar impoluto. La vanidad es un grave pecado y para superarla hay que mortificarse. Es de suponer que Pablo Veronés aprendió a pintar estrictamente lo que le pedían, con humildad, y que se cuidó mucho de no dar rienda suelta a su imaginación. De cualquier modo, su vida no se alargó demasiado. En 1588 enfermó tras asistir a una procesión de Semana Santa y murió. Tenía sesenta años.
Para cuando le tocó el turno a Caravaggio, la Iglesia ya estaba escarmentada. La Contrarreforma iba a toda máquina, no se podía dejar de luchar ni un minuto contra los protestantes. Y el artista tenía que tomar partido, ser un soldado más. Y como un soldado respetar las reglas, y una de las reglas fundamentales es el decoro y el respeto al tema representado. Con un ejemplo claro: si quieres representar a la Virgen muerta, lo puedes hacer realista si te parece bien, incluso puedes ponerle ropas de la época, como haces con los santos y los apóstoles, pero coger a una prostituta que se ha ahogado en el Tíber y que además posiblemente es una suicida, y pintarla tal cual está, con el vientre abultado y los pies hinchados, es pasarse de la raya. Conclusión: el cuadro fue rechazado por la parroquia que lo había encargado y acabó sustituido por otro. Si lo conservamos hoy es, muy posiblemente, porque Rubens lo vio a tiempo y convenció al duque de Mantua para que lo comprara. Y si Caravaggio no llegó nunca ser juzgado por ningún tribunal religioso fue porque murió pronto y porque los tribunales civiles lo tenían monopolizado.
¿Y qué hacía Rubens por Roma? Eso es fácil de contestar: en esa época los pintores estaban pluriempleados, incluso los grandes genios de la pintura. Velázquez era aposentador de la Corte. Rubens era embajador. Incluso, cuando podían dedicarse por completo a lo suyo, tenían que atender constantemente los nuevos encargos de sus mecenas. Ahí tenemos a Miguel Ángel quejándose porque el papa Julio II no le deja terminar la tumba que él mismo le ha encargado. Pero de Miguel Ángel ya hablaremos después, ahora vamos con Rubens…
Las tres gracias. ¿Quién no ha visto nunca a esas buenas señoras? Es un tema que se arrastra en el tiempo. Todos los siglos tienen sus «tres gracias». A veces son frías y distantes; a veces voluptuosas y alegres. Rubens pinta sus diosas como Jordaens pinta a sus borrachos. Hoy están en El Prado, pero podían no haber estado nunca. A su segunda esposa, Helena Fourment, el cuadro le parecía demasiado pecaminoso como para ser visto. O puede que, como se ha dicho, ella fuera una de las retratadas. De cualquier manera, el cuadro no fue vendido en vida de su marido, y después de su muerte la viuda pensó que su mejor destino era el fuego. ¿Que por qué no lo quemó entonces? Por nada, por una tontería: necesitaba dinero. Pero ahí no acabaron los peligros para Las tres gracias. Viajaron a España compradas por Felipe IV, pasaron una larguísima penitencia en una sala privada del Real Alcázar madrileño y estuvieron otra vez muy cerca de ser quemadas cuando el confesor de Carlos III (y no Carlos IV, como se ha dicho) convenció al rey de la necesidad de destruir la colección de desnudos de la monarquía. Por suerte, Mengs, entonces director de la Real Academia de Bellas Artes, lo evitó.
¿Y la Capilla Sixtina, qué hay de malo en la Capilla Sixtina? Bueno, es evidente. Tan evidente que hasta un niño lo ve: están todos desnudos, completamente desnudos. Eso no puede ser. El pudor es una cosa curiosa. Se supone que unas generaciones, las viejas, tienen que ser más pudorosas que las jóvenes. Pero a veces pasa al revés; los jóvenes son mucho más pudorosos que sus abuelos. Eso le pasó a Miguel Ángel. A él nadie le pidió que les pusiera un taparrabos. Pero luego los pusieron. Y es curioso, porque volviendo al juicio del Veronés, hay un momento en el que, según la transcripción que nos ha llegado, este se defiende hablando de lo que hacen otros pintores, y refiriéndose a Miguel Ángel, dice:
—Miguel Ángel, en Roma, en la Capilla Pontificia, pintó a Nuestro Señor Jesucristo, a su Santísima Madre, a San Juan, a San Pedro y a la Corte celestial todos desnudos, incluso la Virgen María, con poca reverencia.
¿Y qué le contesta el Tribunal? Algo muy elemental:
—¿No sabéis que al pintar el Juicio Final, donde se supone que no hay vestidos ni cosas parecidas, no había necesidad de pintar ropajes?
Es cierto, cuando llegue el momento, ¿quién se va a preocupar de si va desnudo? Pues no sé, pero al papa sí debía preocuparle lo que veía todo los días, porque del taparrabos no se libró ni Dios.
También se colocó un taparrabos, tres siglos después de ser creados, a los Adán y Eva desnudos que Masacciopintó en la Capilla Brancacci. En 1746, en pleno Siglo de las Luces, a alguien le seguía pareciendo que enseñaban demasiado. Pese a todo, en algunos casos se han podido restaurar las figuras y dejarlas tal como eran en el momento de su creación. Y eso ya es mucho. Porque en otras ocasiones, en las que las obras de arte han sido finalmente destruidas, lo único que podemos tener ya son descripciones o copias de los que llegaron a verlas. Nunca tendremos los dibujos o los cuadros —pues ni siquiera sabemos de qué obras se trataba— que Botticellituvo que arrojar él mismo al fuego en la Florencia de Savonarola. Podemos imaginar que no los arrojó de buena gana, como muchos de sus vecinos lanzaron a la «hoguera de las vanidades» (no es una metáfora, la llamaban así) otras obras de arte, libros, vestidos elegantes, espejos, instrumentos musicales y en general cualquier cosa que fomentara la vanidad humana, o pudiera inducir al pecado. A Savonarola le gustaban mucho las hogueras, pero ni fue su creador ni fue el único que se sirvió de ellas para tratar de purificar su sociedad. Muchos siglos después los nazis seguían haciendo lo mismo.
Tampoco se expondrá en ningún museo El retorno de la Conferencia, el cuadro de Courbet que representaba a varios curas borrachos volviendo de una comida, que fue comprado para ser destruido. Dicen que Courbet lo pintó porque «quería saber el grado de libertad que nos concede nuestra época». Pues bien. Le dejaron pintarlo. Luego no les gustó y lo destruyeron. Algo es algo. Pero claro, pintar temas polémicos es buscarse enemigos, y buscarse enemigos es saber que más pronto o más tarde se tomarán su revancha. Goya lo supo en 1815. Courbet en 1871. La caída de la Comuna de París fue su caída. Y lo de caída nunca estuvo mejor dicho, porque le acusaron de provocar la destrucción de la Columna Vendôme, lo metieron en la cárcel, lo dejaron sin dinero (todos sus bienes fueron confiscados), le impusieron una multa enorme que no podía pagar y lo obligaron a exiliarse a Suiza. Y allí murió. Que los pintores atrevidos mueran en el destierro parece ser la marca de la casa.
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