—Tiene usted una fractura triple en la muñeca y tiene rotas dos vértebras. Esa protuberancia del hueso bajo la piel tampoco es una buena señal. Su temperatura corporal no llega a los treinta grados y su corazón ha dejado de latir.
—Bueno, podría ser peor.
En Death Becomes Her (La muerte os sienta tan bien), 1992.
Imagine qué chasco: ni unas puertas de forja entre nubes de algodón ni lo contrario, un infierno cavernoso envuelto en llamas. Ya es mala pata, dirá usted: profesa uno la religión mayoritaria, se muere y resulta que no era esa, que era otra. Meeec, error. Porque si es usted musulmán y ha muerto gloriosamente en la yihad, pongamos por ejemplo, tampoco le esperan setenta y dos vírgenes prestas a saciar sus antojos. Y si es hinduista tampoco disfrutará usted de su merecida reencarnación (ya no le digo en tigre o en águila; es que ni en un miserable protozoo). Hasta los ateos insobornables, los que comparten en Facebook vídeos de Richard Dawkins dando el coñazo y se han comprado Cosmos en Blu-ray, se habrán equivocado. Porque tampoco hay Nada después de la muerte. O sí, entiéndame, pero no es la Nada que usted se piensa (esa Nada con mayúscula, esa negrura de magnitudes cósmicas, ese dejar de ser con solemnidad). Será nada en toda su aburrida, prosaica y decepcionante literalidad. Así que se ha muerto usted y, ¿sabe qué? Pues eso, que no ha ocurrido nada. Y que estar muerto consiste en eso, por lo visto: en lo mismo que estar vivo, pero estando muerto. Qué papeleta, ¿eh?
A ella le dijeron precisamente eso en la enfermería de su instituto, que no le pasaba nada. Malas noticias: era justo lo que sospechaba. Al menos desde hacía un rato, cuando estaba en clase de Lengua y supo repentinamente que no estaba viva, que estaba muerta. Los procesos de su cuerpo (el metabolismo, la digestión, el latir del corazón) habían cesado en algún momento. Ocurrió sin susto, dice, sin escalofrío y sin las otras pirotecnias con las que el cine suele caracterizar esta revelación. Para esto mismo Meryl Streep tuvo que despeñarse escaleras abajo, recuerde, y a Bruce Willis por poco no le tuvo que hacer un croquis el niño aquel. Ella, en cambio, ni siquiera sabía cuándo había pasado, solo que era 2012 y que en aquella fecha le habría correspondido tener catorce años (si acaso llegó a cumplirlos, eso tampoco lo sabía). Confiesa, eso sí, que aquellos detalles no le intrigaban particularmente. Ni el cuándo, mucho menos el cómo. En eso se diferencian los fantasmas de verdad de los fantasmas de las películas. En eso y en la transparencia. Porque ella, hasta donde pudo comprobar, seguía siendo perfectamente opaca.
Aprovechó esta última circunstancia para visitar la enfermería del centro, como decíamos, donde le dijeron que no le pasaba nada. Pero durante algunos días más conservó la esperanza de que sí le pasase algo, lo que fuera. Por ejemplo, estar perdiendo la cabeza. Mejor eso que difunta, dónde va a parar. Hasta recuerda haberse ido de compras con sus amigas unos días después, para intentar aplacar la ansiedad, y en buena hora. La convicción volvió y tuvo que salir corriendo de la tienda. Los pies la llevaron solos al cementerio de Montgomery, su ciudad natal en el estado de Alabama, y allí, entre tumbas y cipreses, se sintió por primera vez relajada. Estaba donde debía estar.
Su novio no puso pegas, dice. Si estaba muerta como si estaba de parranda. A sus padres no se lo dijo, porque imagínate qué disgusto. Dejó el instituto, adquirió horarios extravagantes y decidió que consagraría la eternidad a lo que más le pedía el cuerpo: comer sin moderación (total, los muertos no engordan) y ver series y películas on demand como si no hubiera un mañana (total, no lo había). Poco sabía entonces que aquella eternidad no iba a durar. La muerte es como la gripe, acabaría descubriendo: hay que pasarla. Y ella la pasó. Le costó tres años, pero la pasó.
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Suele considerarse que el primer caso de síndrome de Cotard no lo describió Jules Cotard, aunque lleve su nombre. Lo hizo un naturalista y filósofo suizo, Charles Bonnet, autor también de aquel tempranísimo Ensayo de psicología de 1754. Puso el caso por escrito años después, en 1788.
Bonnet describe a la paciente cero como una honorable vecina de Copenhague, una anciana de casi setenta años con cierta posición social. Sufrió lo que parece un accidente cerebrovascular, seguramente una trombosis, que los médicos de la época atribuyeron a un viento. Cayó redonda, pum. Tan súbitamente que su hija y los criados pensaron que había muerto, pero no. Estaba paralizada. Y, de hecho, conservaba la consciencia, o lo hizo en parte durante el tiempo que estuvo postrada en cama sin hacer ni un movimiento, «casi como un cuerpo muerto». Por eso al cuarto día, cuando recuperó la capacidad de hablar, la anciana no habló; gritó. Estaba indignada. Cuatro días muerta, cuatro, y todavía no la habían enterrado.
Ni hacerle un velatorio, qué menos. Que, de hecho, tuvieron que hacerle para que dejara tranquilas a las visitas. Porque la anciana, escribe Bonnet, «abroncaba vigorosamente a sus amigos por negarle aquel último favor». Llegado el día tampoco le gustó su mortaja (que era de lino, pero no del blanco impoluto que correspondía a su estatus, y encima tenía las costuras pobremente rematadas) ni el ataúd que le consiguieron improvisadamente. Hasta se arregló ella misma el pelo, exasperada porque su doncella no daba con el toque fúnebre que exigía la ocasión. Finalmente fue introducida en el féretro, se tumbó y se dispuso a descansar en paz, pero ni por esas; aunque nos consta que los presentes escenificaron cumplidamente su papel (toses discretas, condolencias, no somos nadie, etcétera), cada dos por tres salía una voz del ataúd diciendo que menuda mierda de velatorio. No sabemos cuánto tardó el primero de los asistentes en decir que mira, muy bonita la performance pero que se iba a su casa, pero acabó ocurriendo. Y la familia tuvo entonces que elegir: o dar sepultura a la señora, como exigía ella, o devolverla pataleando a su cama. Se decidieron por la segunda opción, y allí aprovecharon para administrarle medicinas. Medicinas del siglo XVIII, se entiende. Bonnet las describe vagamente como «un polvo de piedras preciosas mezclado con opio».
Con el paso del tiempo la buena mujer acabó rindiéndose ante la evidencia y aceptando que no estaba muerta, vale, pero a cambio empezó a reprocharle a todo el mundo que la hubieran raptado y llevado a Noruega, porque a ver qué pintaba ella en Noruega. Esta vez tuvieron que preparar un carro con las viandas y los bultos propios de un gran viaje, montarla y completar un largo circuito por las afueras de Copenhague que acabó donde había empezado, en su misma casa. Con eso se dio por satisfecha, pero con la emoción del periplo volvió a convencerse de su propia defunción y concluyó que, si estaba muerta y en su casa, blanco y en botella: entonces era un fantasma. Así que adquirió la costumbre de hablar con otros fantasmas, y de nuevo tuvieron que administrarle somníferos. Spoiler alert: acabó adicta al opio.
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El Cotard es un trastorno muy poco frecuente del que solo se sabe con certeza que afecta más a las mujeres, más en la mediana y tercera edad y que suele presentarse repentinamente. Aún se debate sobre la idoneidad de considerarlo un trastorno psiquiátrico en sí mismo o un cuadro de síntomas asociado a otra enfermedad (en particular la depresión, aunque se han documentado casos en pacientes con lesiones cerebrales o formas de psicosis derivadas de enfermedades mentales y neurodegenerativas graves). La mayoría de expertos se inclina hacia lo segundo.
Aunque Bonnet describió antes el caso de la anciana de Copenhague, fue el neurólogo francés Jules Cotard quien detectó el trastorno en 1880, razón por la que mantiene su nombre. Lo hizo a través del ejemplo de una de sus pacientes, una mujer conocida en la literatura académica como Mademoiselle X. Cuando se puso en manos de Cotard, Mademoiselle X aseguraba que ya no tenía cerebro, nervios y estómago, y se consideraba objeto de una especie de inmortalidad, o quizá corresponda decir «indestructibilidad». Había muerto y ahora estaba condenada a vagar eternamente. Por esa razón también había dejado de ingerir alimentos. La mujer murió de inanición al cabo de poco tiempo y Cotard denominó a su trastorno délire des négations, ‘delirio de negación’. Todavía hoy muchos prefieren llamarlo así, o delirio nihilista.
Con frecuencia, todo empieza de esta manera, por creer que faltan del mundo cosas elementales, especialmente en el propio cuerpo. Normalmente los órganos más significativos, como el cerebro o el corazón, e incluso algunos piensan que no tienen sangre. La mayoría deduce de este hecho que entonces se ha de estar muerto, y la idea se convierte en fijación. En ocasiones perciben olor a putrefacción o sienten gusanos en los músculos. Y algunos verbalizan la situación y sienten que deben obrar en consecuencia, deseando ser objeto de honras fúnebres. Algunos de los afectados por el síndrome de Cotard también llegan a interiorizar figuras del folclore asociadas a los muertos vivientes, como los fantasmas o, en nuestros días, los zombis.
En 2009 varios expertos de la Pontificia Universidad Javierana de Cali, en Colombia, reportaron el caso de una mujer de cuarenta y ocho años que se creía una muerta viviente. «El 20 de febrero (de 2007) por la noche vi que un humo me salía por la boca», reza el testimonio de la misma recogido en el informe. «Al día siguiente me miré al espejo y vi que mis ojos habían cambiado: no tenían vida. Me di cuenta de que ese humo era mi alma saliendo de mi cuerpo». Según ella, había sido Dios o el diablo quien la había convertido en «una muerta en vida, una zombi por toda la eternidad» como castigo por albergar ideas suicidas. También aseguraba que olía a podrido, que su caja torácica estaba vacía y que sentía un cosquilleo en la piel porque se estaba descomponiendo.
No mucho después, en 2012, en la Universidad de Mazandarán, Irán, dieron cuenta del caso de otra mujer de cuarenta y dos años que decía haber sido asesinada por Aal, una criatura de la mitología persa que acecha a las embarazadas durante las últimas semanas de gestación. Desde entonces, creía ella, era solamente un alma, sus propios restos espirituales, y no tenía cuerpo. Acudió al médico por su propio pie, pero lo hizo asustada porque, dada su nueva naturaleza inmaterial, sus manos se estaban volviendo enormes. Al poco se supo que su hijo y su hermano acababan de morir, ambos casi al mismo tiempo. Como a la mujer colombiana del ejemplo anterior, también se le diagnosticó depresión clínica y fue tratada para que remitiera. Como en el caso de aquella, consta una mejoría también en su delirio de negación.
En 1995, una exhaustiva investigación de la literatura clínica acumulada desde 1880 permitió a los doctores Germán Berrios y Rogelio Luque, de la Universidad de Cambridge, esbozar algunos de los cuadros más recurrentes en cien casos bien documentados de Cotard. En un 89 % de los mismos los pacientes sufrían depresión. La inmensa mayoría sufría alguna clase de delirio nihilista, relacionado con el propio cuerpo en un 89 % de los casos y concerniente a la propia existencia en el 69 %. En un 58 % de los casos se presentaban además delirios hipocondríacos, y un poco más de la mitad, el 55 % de los pacientes, sufría delirios de inmortalidad. Inmortalidad, insistimos, a falta de una palabra mejor. Creen que no pueden perder la vida por el hecho de que ya la han perdido, como le ocurría a Mademoiselle X. Lógica aplastante.
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Algo parecido le ocurría también a otro célebre muerto en vida, seguramente el mayor de toda la historia. El más célebre y el más muerto, las dos cosas. Porque Per Yngve Ohlin no solo estaba muerto; también respondía al nombre artístico de Dead y cantaba black metal. Y, para enfatizar todavía más, se mató. Después de muerto. Y dos veces, porque a la primera no acertó.
Pero él no faltaba estrictamente a la verdad cuando decía que había muerto. A los trece años fue ingresado en el hospital y pasó varios minutos así, clínicamente muerto. Oficialmente, se había roto el bazo patinando sobre hielo y la hemorragia casi acaba con su vida. Más tarde se supo, por su hermano, que había sido por la paliza que le habían propinado otros niños. Antes de aquello ya era melancólico, introvertido y depresivo, y el episodio solo acabó de agudizarlo. «No disfrutaba viviendo en este mundo», dijo de él el batería de la banda Emperor, Bård Guldvik Eithun, apodado Faust. Pero no solo se trataba de eso. Con la edad, antes incluso de convertirse en una sensación del metal, se comportaba ya como un profeta de la muerte. Se autolesionaba, suele decirse, y fantaseaba con perder permanentemente algunas partes de su cuerpo. Solía llevar en el bolsillo una bolsita con cadáveres de pájaros o roedores, se dice también, de cuyo olor disfrutaba. Y llegó a pedir que le enterraran. Lo que se sabe con certeza, y no solo se rumorea, habla todavía con más elocuencia de su existencialismo macabro. En sus conciertos, primero con su banda, Morbid, y más tarde con Mayhem, Dead se maquillaba como un cadáver, se autolesionaba y vestía ropas que previamente había enterrado durante largo tiempo para que oliesen a sepultura.
Aunque parezca evidente que Dead sufría síndrome de Cotard, e incluso se recuerde frecuentemente esta posibilidad en muchas de sus reseñas biográficas, debe advertirse que nunca se le diagnosticó. Y que, de hecho, se codeó con muchas figuras del death y el black metal igualmente inclinadas a ciertas mamarrachadas macabras, y no consta que ninguna sufra un desequilibrio. Dead, fascinado por la propia muerte y la corrupción del cuerpo, aseguraba estar muerto también en la intimidad, fuera del escenario. Entre quienes lo trataron algunos le quitan hierro: Dead presumía de una devoción genuina por el black, dicen, y despreciaba a quienes admiraban el género solo por su sonido y su estética. Otros, en cambio, dicen sencillamente que no estaba cuerdo y que creía, a medias o totalmente, las cosas que decía. Él mismo dejó por escrito en su nota de suicidio: «No soy humano, esto es solo un sueño y pronto voy a despertar».
Dicho y hecho. El 8 de abril de 1991, a la edad de veintidós años, Dead se internó en el bosque de Kråkstad, treinta kilómetros al sur de Oslo, se rajó las muñecas y el cuello y se sentó contra un árbol a esperar lo inevitable. Inevitable por decir algo, porque pasaron diez minutos, luego veinte, luego treinta, y allí no ocurrió realmente nada. Esa incapacidad de acabar con la vida debió representar una victoria amarga para él, que llevaba desde los trece años queriendo convencer de que ya estaba muerto y de que el suicidio, por lo tanto, era imposible por principio. ¿Ves?, se diría entonces. Esto yo ya lo sabía, esto me lo veía venir. Así que regresó a su cabaña y reescribió la nota. «Perdón por la sangre, pero me he abierto el cuello y las muñecas (…). Hacía demasiado frío y la sangre no dejaba de coagular, y además mi cuchillo nuevo es demasiado romo». Cuando acabó, el muerto que acababa de matarse se volvió a matar una vez más. Cogió una escopeta y se voló media cabeza de un tiro. Y ahora sí que lo consiguió.
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Afortunadamente, en nuestros días, la muerte verdadera no es el destino de quienes la experimentan figuradamente, y la mayoría consiguen volver.
Haley Smith, sin ir más lejos, lo hizo en 2015, a la edad de dieciocho años, tras pasar tres convencida de que no estaba viva. Ella es aquella adolescente de la que hablábamos al principio, la que un día se creyó muerta durante una clase de Lengua. ¿Recuerda que había decidido encerrarse a ver películas, y dedicar a eso su nueva vida fantasmal? Resulta que no fue tan mala idea.
En particular los clásicos de Disney, dice, obraron un cambio en su interior. Bambi, Aladdin, La sirenita, todas esas películas que no había visto hasta entonces por razón generacional. «Me producían una sensación agradable», confiesa, como quien acaba de descubrir la pólvora. Había razón para la sorpresa: Smith había perdido la capacidad de experimentar felicidad, tristeza o cualquier otra emoción. Anhedonia, se llama, y es uno de los síntomas más recurrentes en los casos severos de depresión. Cuando eso comenzó a remitir, perdió fuerza la idea de que estaba muerta, y lo demás fue terapia y medicación. Poco antes de que todo empezara, dice, sus padres se habían divorciado.
En 2016 Haley Smith se convirtió en la primera persona diagnosticada con Cotard en hablar con la prensa y en revelar su identidad; desde entonces lo han hecho algunos más. Warren McKinley, un exsoldado británico, lo hizo en 2017 para llamar la atención sobre los procedimientos médicos que se siguen con estos pacientes. A él lo internaron en Headley Court, un centro de rehabilitación para militares al sur de Inglaterra, que solo acabó de reforzar su idea de que estaba muerto y confinado en una especie de «sala de espera fantasmal». A todas horas, recuerda, «aparecían en el centro hombres y mujeres con heridas espantosas e historias de muerte en las zonas de guerra. Aquello intensificó mi creencia de que estaba en algún tipo de vida en el más allá». McKinley había sufrido un gravísimo accidente de moto que le causó lesiones cerebrales, aunque no recuerda eso ni el proceso de recuperación; solo estar íntimamente convencido de que estaba muerto. Como Haley Smith, dice que conocer otros casos de Cotard obra milagros y que leer testimonios como el suyo en los medios de comunicación puede resultar instructivo para los doctores y las familias. Smith, además, apuesta por quitarle hierro al asunto: «Ser un cadáver fue una experiencia muy extraña», comenta, «pero al menos me alegro de haber salido de ella con vida». Con vida y con sentido del humor, que es la mejor herramienta para vivirla.
Aunque no fue así en su caso, en muchos otros el primer indicio de una mejora es precisamente creer que se ha resucitado, que se ha recuperado la vida. Y cuando se progresa más, entonces descubrir que no, que realmente nunca se llegó a estar muerto. Ya no vivimos en los tiempos de Jules Cotard, no, ni el síndrome que lleva su nombre acaba necesariamente en fatalidad, ni siquiera frecuentemente. Pero recuperarse sigue siendo un camino largo. Eso sí: consuela pensar que muchas de estas personas atormentadas recibirán una recompensa de semejante magnitud al final del mismo. Quizá sea justo decir que una como nadie más recibirá jamás, ni usted ni yo, solamente ellos. Estar muerto pero dejar de estarlo, piénselo. Volver. ¿Es acaso concebible una noticia mejor que esa? A nosotros nos cuesta mucho imaginarla.
Ruben Diaz Caviedes
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