Publicado por Rebeca García Nieto
Una de las opiniones que Heinrich Böll puso en boca del payaso Hans Schnier fue que si nuestra edad merecía un nombre ese era el de «la edad de la prostitución». Para Schnier, hay formas de prostitución que pasan completamente desapercibidas y hacen que la auténtica prostitución parezca una profesión honrada. La cadena fácil, la última novela de Evan Dara publicada en España, ahonda en estas formas de prostitución más sutiles a las que solemos prestarnos casi sin darnos cuenta (es decir, la amplia «gama de engorrosas concesiones que hacemos para lograr la aprobación y la supervivencia social») y en los efectos que esto tiene en nuestras relaciones, tanto con los demás como con nosotros mismos. De cómo el capitalismo ha calado en nosotros hasta lo más hondo, moldeando nuestro lenguaje, nuestros deseos y nuestra identidad, trata esta novela que aspira a mostrar el malestar y las contradicciones de toda una época.
Si de su primera novela, El cuaderno perdido (publicada también en Pálido Fuego), se dijo que igualaba en ambición a V, de Thomas Pynchon, y alcanzaba en calidad a William Gaddis, con este libro Dara sube la apuesta (y el listón) todavía un poco más. La cadena fácil es, digámoslo desde ya, uno de esos «ochomiles» literarios que imponen respeto, no tanto por su extensión como por lo exigente de su lectura. El protagonista de la novela, Lincoln Selwyn, se propone llevar a cabo lo que él llama «una corrección editorial. Una necesaria enmienda a la trama en auge de su lugar y su tiempo», y algo parecido podría decirse del propio Dara. Frente a la idea de que «todo tiene explicación, siempre», Dara propone una novela llena de cabos sueltos. Aunque la trama en sí no es complicada (La cadena fácil podría leerse como una retorcida historia de superación personal: un europeo llega a Estados Unidos, supera una depresión, crea su propia marca, logra el sueño americano y de paso se acuesta con las mujeres más deseadas de la ciudad…), en lugar de una historia con planteamiento, nudo y desenlace, nos encontramos con un relato lleno de nudos. Además, en contraste con los personajes bien perfilados de las novelas más tradicionales, Lincoln se nos muestra como una cortina de humo andante. Le conocemos a través de las conversaciones informales de sus conocidos, y la imagen que nos vamos formando de él acaba estando tan pixelada como la de Edvard Munch en la portada del propio libro.
Es cierto que, por su amplitud de miras, por las numerosas ideas que contiene y por sus diferentes registros, en algunos momentos resulta abrumadora, pero también hay que decir que se trata de una novela muy divertida (sobre todo, en su primera mitad). Además de una crítica social, La cadena fácil es una sátira de las diferentes teorías que se han ido planteando desde distintas disciplinas (especialmente, desde la psicología) para explicar al ser humano, así como de las terapias que se han propuesto para «curarlo». Para entender este fenómeno social que es Lincoln —que en algunos aspectos recuerda al protagonista de Jota Erre de Gaddis—, se ofrecen diversas teorías, a cual más peregrina. El repaso teórico de Dara va desde la filosofía hasta el psicoanálisis (la novela contiene guiños al «doctor Schreber» o a «Jung y sus a-mí-plin») pasando por planteamientos psicológicos más actuales, cuyos argumentos, leemos, pecan de circulares, pero «dónde estaríamos sin la rueda»…
La novela señala la cercanía entre la psicología y la publicidad, entre las habilidades sociales y las técnicas de marketing: «Hemos evolucionado hacia una raza de vendedores», por lo que podríamos decir que, más que a relacionarnos, hemos aprendido a promocionarnos. Así, el único conocimiento que podemos tener del otro es superficial, meramente epidérmico. La cadena fácil está plagada de hijos que no pueden ayudar a sus madres, de padres que no pueden aliviar el sufrimiento de sus hijos. En la práctica, los personajes están como envasados herméticamente al vacío, completamente aislados, ya que nadie puede acceder en verdad a nadie. Un ejemplo de ello es Anya, una niña con un trastorno del espectro autista que es sometida a distintos tratamientos con resultados que no son exactamente los esperados.
No obstante, aunque la psicología juega un papel importante en La cadena fácil, se podría decir que las novelas de Evan Dara son lo contrario de las grandes novelas psicológicas del siglo XIX. Si en estas unos pocos personajes encarnaban los principales dilemas de toda una época, de forma que los conflictos psicológicos más significativos tenían lugar en el interior de una, o unas pocas, conciencias (pienso en Raskólnikov, Anna Karénina o Emma Bovary), aquí encontramos exactamente lo contrario: los conflictos, las contradicciones, no se concentran en una conciencia, sino que aparecen diseminados en una infinidad de voces que dialogan con otras. Para más inri, la mayor parte de las veces ni siquiera sabemos quién habla, aunque lo cierto es que poco importa, pues una de las tesis de la novela es que, salvo contadas excepciones, todos venimos a decir más o menos lo mismo: al estar programados del mismo modo, «nuestras mentes son monocordes hasta la médula».
Lincoln es muy consciente de ello y en la segunda mitad de la novela tratará de poner remedio a esta situación. Tras varias páginas en blanco, que representan su viaje de vuelta a sus orígenes europeos, la novela cambia bruscamente de rasante. Esta última parte —la más difícil de seguir— nos muestra a Lincoln, y a otros personajes, en distintas «situaciones estresantes», por así decir. Dara acerca el zoom a su protagonista y en algunos momentos accedemos a su monólogo interior, una mezcla de los estímulos que va percibiendo («Le compramos su coche al momento»), sus recuerdos y sus propios pensamientos (algunos se asemejan a las instrucciones de un programa que se va ejecutando en su mente de forma automática —«Convierte tu debilidad en tu fuerte», «Céntrate en los pensamientos correctos»—; mientras que otros parecen ser un intento de rebelarse contra ellos —«Ataca la prisión», «Acaba de una vez con ese timonel ciego»—). Esta lucha interna muestra que, como decía un personaje en otro punto de la novela, el yo de Descartes como «epicentro unificado de subjetividad», coherente y distinto, ha dejado de estar en vigor. No se sabe exactamente quién está al volante, o al timón, pero desde luego no coincide del todo con nosotros. Desde Rimbaud sabemos que «yo es otro», y La cadena fácil se asoma por momentos a ese otro que también somos.
Hay una ley no escrita que dice que en toda buena novela debe existir concordancia entre el fondo y la forma, y en esta novela esta correspondencia es llevada hasta las últimas consecuencias. Ahí reside su mayor mérito y también su dificultad. La cadena fácil trata de la desaparición de la individualidad en una sociedad formada por sujetos cada vez más iguales entre sí, y eso es exactamente lo que muestra, una serie de personajes al borde de la disolución. Como escribe José Luis Amores, editor y traductor del libro, en la nota que lo precede, la técnica narrativa utilizada por Dara, además de ser la evolución lógica de su anterior novela, está al servicio de la historia, no es un mero ejercicio de estilo utilizado para lucimiento del autor.
Para Vargas Llosa, la «novela total» es un ideal imposible de alcanzar, pero las mejores novelas son las que más se le acercan. La cadena fácil es uno de esos libros que aspiran a contener el mundo entero, y en novelas tan ambiciosas es muy complicado mantener el equilibrio. Creo que hay una línea muy fina entre una «novela total» y una «novela Diógenes» en la que el autor va depositando información de forma compulsiva. En mi opinión, en momentos puntuales de la segunda parte, el libro traspasa esta línea. No obstante, estoy con Vargas Llosa cuando dice que, al margen del conocimiento enciclopédico que se vierta en ella, una buena novela total se caracteriza por su autonomía inexpugnable: en última instancia, el elemento más importante es su coherencia interna. Si damos por bueno este criterio, no hay duda de que nos encontramos ante una de ellas.
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